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El 4 de julio en algunas colonias de la Ciudad de México se marchó contra la gentrificación, ese fenómeno que a algunos le sabe a despojo y a otros le huele a pan de masa madre recién horneado. Decenas de personas salieron a las calles a denunciar el desplazamiento, el encarecimiento de la vida y la pérdida de los barrios tradicionales. En pocas palabras, su fonda favorita se volvió galería, su vecina ahora es una influencer canadiense y la renta sube más de lo que pueden pagar. El reclamo es legítimo, como todo cambio urbano, la gentrificación tiene claroscuros; por un lado, mejora servicios, embellece zonas, genera empleos, atrae inversión, se convierte en un foco de atracción para residentes y turistas. Sin embargo, también ha expulsado a quienes han vivido ahí. Claro, si le preguntan a cualquier persona del interior de la República, dirá que toda la CDMX se ha gentrificado, pues es la ciudad más cara del país. La protesta empezó con calma, hasta que llegaron los profesionales del caos e hicieron de las suyas contra los negocios, cuyo principal pecado es no tener un nombre náhuatl; rompieron vidrios mientras grababan sus hazañas con un iPhone de última generación, subían historias en Instagram y corrían calzando sus Nike y su mochila The North Face. porque, eso sí, para hacer revolución hay que estar bien equipados. La gentrificación no llegó sola ni de sorpresa. No apareció como plaga bíblica, requirió permisos, omisiones, contratos y muchas letras chiquitas. El punto es que la ciudad ha sido gobernada por la izquierda desde 1997. En todas estas décadas la planeación urbana, la autorización de obras, la falta de regulación del uso del suelo pasó mágicamente, mientras las autoridades miraban a otro lado. Ese fenómeno es resultado de la falta de políticas urbanas, de reglas que no cumplen y de planes de desarrollo que terminan siendo mapas de negocio. Preocupa, además, el odio extremo hacia lo que suene a extranjero. El expresidente Andrés Manuel López Obrador debe estar feliz en su rancho, viendo como su discurso polarizante, en el que señalaba que los extranjeros habían llegado a robarse los bienes de la nación, está cosechando frutos en forma de piedra contra la vitrina de una panadería de origen francés. El nacionalismo de caricatura ha calado profundo. De pronto, si tiene nombre o acento raro o si el croissant no viene envuelto en papel estraza se vuelve amenaza cultural. México, país que históricamente ha adoptado lo mejor del mundo, ahora parece ver con recelo todo lo que no venga santificado con la narrativa del Bienestar. La incongruencia no es exclusiva de los manifestantes, es el sello de la casa. Esta semana el empaque más claro llegó en forma de barra de chocolate. Desde Palacio Nacional se lanzó con entusiasmo el Chocolate Bienestar, una creación del gobierno federal con supuesta vocación social y sabor a patria. Ahora será el dulce del pueblo, la golosina de la soberanía, sólo que con tres sellos negros: exceso de azúcar, exceso de grasas y exceso de caloría. Todo eso que las campañas oficiales llevan años diciendo que van a evitar, pero claro, como viene del gobierno de la Transformación ya no engorda, ya no hace daño y hasta nutre ideológicamente. Es el mismo principio de congruencia selectiva que se aplica para todo. Se condena lo extranjero, pero se celebra si se invierte; a menos, claro, que lo hayan hecho en las alcaldías gobernadas por la oposición; un chocolate con azúcar es veneno, pero si lo patrocina la mañanera, es suplemento alimenticio; una cafetería en la Roma es símbolo de despojo, pero un tren turístico que destruyó una selva es un rescate cultural. Columnista: Vianey EsquincaImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0
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