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  - EXCELSIOR.COM.MX - A La Une - 29/Aug 08:47

Nostalgia de esperanza

Hubo un tiempo en que el mundo creyó haber dejado atrás las sombras del conflicto. La caída del Muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría y la expansión de la democracia liberal marcaron una etapa histórica de optimismo colectivo. El siglo XX cerraba con promesas de integración, prosperidad y paz. La globalización era vista como una herramienta de desarrollo; el internet, como una puerta abierta al conocimiento universal. La generación nacida en ese periodo —los llamados millennials— creció bajo una narrativa esperanzadora: la de un futuro mejor, accesible y cercano. Sin embargo, ese relato duró poco. El nuevo milenio trajo consigo una serie de sacudidas que cambiarían radicalmente el ánimo colectivo: la crisis hiperinformación, los atentados del 11S y del 11M, la debacle financiera de 2008, la inestabilidad geopolítica, el cambio climático y, más recientemente, la pandemia, la inflación global y los nuevos conflictos armados. La sensación de seguridad se desvaneció, y con ella, la certeza de un futuro prometedor. Hoy, la palabra que define a muchas generaciones jóvenes no es “ilusión”, sino “futurofobia”: el temor, cada vez más extendido, de que lo que viene será peor que lo que se tiene. Esta percepción no es menor. Afecta la salud mental, modela las decisiones vitales y determina las expectativas sociales. Genera ansiedad, impulsa conductas evasivas y alimenta la adicción —especialmente digital— como mecanismo de escape. Y, sobre todo, debilita la capacidad de soñar con un futuro distinto. En este escenario, uno de los mayores desafíos educativos y culturales de nuestro tiempo es precisamente éste: recuperar la esperanza. No la esperanza ingenua ni el optimismo voluntarista. No se trata de mirar el futuro con una sonrisa vacía ni de repetir frases motivacionales. La esperanza auténtica es otra cosa. Es virtud antes que emoción. Es fuerza interior antes que expectativa. Es, como decía Gabriel Marcel, una actitud ante la vida que afirma el sentido incluso cuando las circunstancias lo niegan. Educar para la esperanza significa formar personas capaces de esperar activamente. Porque esperar, en sentido profundo, no es cruzarse de brazos; es construir. Es enseñar que los bienes verdaderamente valiosos no se obtienen de inmediato, que lo mejor suele requerir tiempo, esfuerzo y paciencia. Que la vida lograda no es la más rápida ni la más cómoda, sino la más significativa. Frente a la ansiedad de resultados inmediatos, la esperanza propone el cultivo del presente con mirada de futuro. Frente a la frustración ante el error, la esperanza enseña que todo fracaso puede redimirse. Frente al nihilismo del “nada tiene sentido”, la esperanza responde: “sí, pero aún no lo has descubierto”. Por eso, cuando hablamos de educar a nuestros hijos —o a nuestros alumnos, o a las generaciones futuras—, el mayor legado no es la información ni siquiera la formación técnica. Es la capacidad de sostener una visión esperanzada, anclada en la realidad y orientada al bien. Es darles herramientas para navegar la incertidumbre sin sucumbir a ella. Héctor García Barnés, en su libro Futurofobia, describe con precisión el estado de ánimo de muchos jóvenes: atrapados entre la nostalgia y el apocalipsis, paralizados por la convicción de que todo lo que está por venir será peor que lo que ya fue. Frente a ello, el desafío está en reconstruir el puente entre el presente y el futuro. En mostrar que sí hay caminos. Que no todo está perdido. Que aún podemos —y debemos— abrir horizontes. Como educadores, padres o ciudadanos, el reto es doble: primero, vivir nosotros mismos una vida esperanzada; luego, transmitir esa esperanza a otros. No se educa para la esperanza sólo con palabras: se educa con ejemplos de resiliencia, con decisiones sostenidas en el tiempo, con actos que muestran que el bien es posible. Decía Samuel Johnson que “la esperanza es, por sí misma, una felicidad, y quizá la principal felicidad que este mundo puede darnos”. Tal vez por eso, las sociedades que han perdido la esperanza están tristes, cínicas o violentas. Porque sin ella, la vida se reduce a sobrevivir. Con ella, incluso lo más difícil adquiere sentido. Volver a sembrar esperanza es, en última instancia, volver a creer en el ser humano. En su capacidad de levantarse, de recomenzar, de buscar el bien aunque no lo vea claro. Es apostar por una humanidad que, aunque frágil, puede levantarse si tiene algo por lo que valga la pena vivir. Y esa es, quizás, la mejor lección de todas. Columnista: Fernanda Llergo BayImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0

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