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  - ELDIARIOAR.COM - A la Une - 21/Jun 03:00

Especies que desaparecen

Ahora que la inteligencia artificial pone en escena el desconcierto de la irrealidad y nos hace preguntar cuántas de las personas que vemos en pantalla existen realmente, ver a un grupo de concursantes construyendo valor solo porque los conflictos que atraviesan les duelen “de verdad” tiene algo de performático y de involuntariamente contracultural. Son las diez de la noche del miércoles y estoy mirando la prefinal de Gran Hermano. A una semana de que termine el programa, Santiago del Moro va a anunciar cuál de los cinco participantes que aguantaron el encierro se queda afuera de la casa y renuncia, por voto popular, a los varios millones de pesos que ya olfateaba como posibilidad real. Fuera de la pantalla el mundo se cae, literalmente, a pedazos, pero ahora solo puedo prestar atención al resultado inminente de la votación. No se molesten en criticarme: ya lo hacen en mi familia y lo hace mi propio hemisferio psicobolche, que cada tanto se pregunta resignadamente cómo es que llegué hasta acá. Tengo una respuesta o, al menos, una hipótesis. Entregué un libro a principios de año (se llama Crac y salió un adelanto en elDiarioAR el sábado pasado) y quedé boyando sin saber qué hacer con mi cabeza. No estaba para asumir riesgos intelectuales —me sentía agotada— pero tampoco podía quedarme en silencio porque ese vacío podía dar lugar a algunas de las muchas inseguridades que me entran cuando un libro me suelta la mano. Necesitaba ruido blanco. Algo que tapara mi runrún mental. Y prendí la tele. O no sé cómo habrá sido porque no tengo televisión de aire, pero vi un envío y algo me pasó. Me enganché. Caí. Después de años sin saber quién era Alfa y quién Furia —y de estar orgullosa por eso— ignoré las lecturas sociológicas y críticas que dicen que Gran Hermano promueve estereotipos, normaliza el voyeurismo, precariza a sus participantes —trabajadores que generan contenido 24/7 y que son expuestos a un brutal estrés psicológico con fines comerciales— y alimenta la banalidad de una trama social donde ser visto importa tanto como respirar. Caminé por encima de cada uno de esos análisis y entré al programa como una burra. Y ahora que estoy hasta el cuello, mordiéndome el dedo para no mandar Tato al 9009 —o Luz al 9009, tengo dos favoritos— tengo algo para decir: los que aún critican Gran Hermano no se dan la chance de bajar la armadura intelectual y disfrutarlo como lo que hoy es. Un producto vintage. Un formato que pegó la vuelta. Ahora que la inteligencia artificial pone en escena el desconcierto de la irrealidad y nos hace preguntar cuántas de las personas que vemos en pantalla existen realmente, ver a un grupo de concursantes construyendo valor solo porque los conflictos que atraviesan les duelen “de verdad” tiene algo de performático y de involuntariamente contracultural. Y hace que me magnetice ese laboratorio emocional al que cada uno fue por propia voluntad y donde los relatos que logran construir sobre sí mismos entran en disputa con un objetivo concreto: adueñarse de un territorio, que es la casa. Sé que hay un diseño de producción que modula las crisis que se dan en el encierro. Que hay temas tabuados como la religión, los nombres de famosos o la invocación de tragedias sociales de un modo ligero. Sé que la edición construye la narrativa del juego —quién se alía, quién se enamora, quién se enoja— y que hay un casting pensado para dar show. Pero junto a eso hay también un dispositivo silencioso: el tiempo. Las semanas pasan y suavizan los contornos del estereotipo que cada participante se inventó para cruzar el umbral que lo mete en el juego, y lo que queda es eso que todos, hoy, somos cuando encaramos la virtualidad —que es varias veces al día—: personas que actúan en función de un Otro hipertrofiado. De un ojo fantasmal que nos mira desde ese apéndice evolutivo que nos salió a los humanos: la pantalla. Con su interactividad a cuestas. Ver el pasaje que va del estereotipo a la persona se me hace reconfortante en un momento —IA mediante— en el que todo parece ir en un sentido inverso. Durante seis meses, mientras afuera la vida seguía a su manera —murió el Papa, estalló otra guerra, metieron presa a Cristina—, cada uno de los cinco concursantes que ahora esperan el anuncio de Del Moro hizo un movimiento extravagante. Sometidos a una luz permanente como la de los criaderos de pollos —pero con espacio, higiene y beneficios diversos, como el de poder irse cuando quieran— fueron soltando la identidad cuidadosamente armada, los traumas procesados en formato mainstream, los discursos estudiados y la modulación emocional bien aceitada, y se volvieron personas. Como si la realidad se vengara del storytelling, las empoderadas terminaron desquiciadas en un baño, llorando por un tarado; los que se vendían como seductores empedernidos terminaron horriblemente bulleados “por lindos” —no estoy siendo irónica— y los que se presentaban como un canto a la vida terminaron en estallidos dignos de la llegada de un exorcista. Eso es lo que ofrece Gran Hermano. No es Proust. No es Cassavetes. Es una pieza de entretenimiento donde todavía aparece algo residualmente humano. Algo que da ganas de mirar, si no porque es bueno, al menos porque es “nuestro”: porque somos todos de la misma especie. JL/DTC

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