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Si el estoico Epicteto tenía razón y las circunstancias no hacen al hombre, sino que lo revelan, podemos decir que el deslizamiento de Colombia hacia al caos y la violencia ha revelado el verdadero carácter de Gustavo Petro. Hasta el pasado 11 de junio, todas las comparaciones que se le hicieran con su viejo amigo, Hugo Chávez , eran exageradas y políticamente interesadas. Pero desde que estampó su firma en un decreto –el decretazo– para formalizar una consulta popular sin la autorización del Congreso, su talante democrático ha quedado desdibujado bajo el rudo espectro del orate bananero que se siente autorizado a hacer lo que le dé la gana porque dice tener detrás al pueblo. Petro ha decidido imponer su agenda gubernativa a las buenas o a las malas, ejerciendo presiones inéditas sobre el poder legislativo, incluso insultando a los congresistas y negándose a aceptar sus votaciones. La piedra de la discordia fue su reforma laboral, un proyecto de ley que pretendía, entre otras cosas, aumentar la remuneración por el trabajo dominical y nocturno. Unos dijeron que con esta ley se achicaba la insultante desigualdad que hay en Colombia; otros, más escépticos, adujeron que el aumento de los costos laborales generaría más desempleo e informalidad. Al final el Congreso propinó una doble derrota al Gobierno. No solo tumbó este proyecto, sino también una consulta popular con la que Petro quiso hacer aprobar su reforma de forma directa. Petro firmó entonces su decretazo. Ya estaba decidido a retorcer el razonamiento jurídico para imponer su voluntad sobre la del Congreso. Había reclutad para ello a un nuevo escudero, Eduardo Montealegre, un jurista prestigioso con una larga trayectoria en puestos del Estado, a quien nombró al frente del Ministerio de Justicia. La misión de Montealegre era rebuscar en la Constitución una artículo, más bien una pértiga, que permitiera a Petro saltar por encima del Congreso e imponer sus reformas sin ningún tipo de control democrático. Y por supuesto la había encontrado. Montealegre salió de su despacho agitando uno de esos conceptos técnicos que sólo entienden los especialistas, la «excepción de inconstitucionalidad», que supuestamente permitía a Petro erigirse en garante de la Constitución frente a posibles irregularidades cometidas en el Congreso. La figura jurídica era tan enrevesada que los constitucionalistas tuvieron que salir a explicar lo que implicaba. Con ella, dijeron, Petro no sólo pretendía elevarse por encima del poder legislativo para juzgar la idoneidad de sus procedimientos; también, y esto era lo más grave, lo inédito, le daba una estocada peligrosa a la separación de poderes y dejaba un precedente temible. De colar la interpretación que hacía Montealegre de la «excepción de inconstitucionalidad», cualquier presidente podría en adelante apelar a esa figura para desobedecer al Congreso. La frustración estaba siendo una mala consejera para Petro. En lugar de serenarse y devolver la calma y la estabilidad institucional a un país que sólo cinco días antes había revivido un viejo trauma, el de ver a un candidato caer abaleado desde la tribuna pública, el presidente soltaba amarras, se quitaba el traje y la corbata, renegaba de sus compromisos institucionales y redoblaba su apuesta. El único soberano es el pueblo, dijo, dando a entender que la contingente voluntad popular, fácilmente azuzada por demagogos megalómanos, podía arrastrar los códigos legales y las Constituciones a las cloacas. Desencadenado, sin máscara, ya claramente entregado a la imposición autoritaria de su proyecto político, anunció que la consulta seguía adelante, pero ya no para aprobar su reforma laboral, sino para instalar una Asamblea Constituyente. Petro había prometido cambiar la historia de Colombia, y a falta de un año para el final de su mandato parecía estar siguiendo los pasos del expresidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Se proponía despedirse del poder dejando una medida radical y transformadora, totalmente innecesaria y de resultado incierto, pero seguramente nocivo. En el caso de AMLO fue la reforma judicial; en el de Petro, una reforma integral de la Constitución de 1991. La noticia, como era de esperar, removió a la opinión pública colombiana. Los recientes procesos constitucionales en América Latina –excepto el chileno, que no llegó a ningún lado–, lejos de mejorar la convivencia y la democracia, permitieron la reelección presidencial y la instauración de regímenes autoritarios. Venezuela y Nicaragua son hoy dictaduras, y Ecuador y Bolivia no acaban de liberarse de Evo Morales y de Rafael Correa, que a día de hoy siguen tratando de volver al poder, convencidos de que solo ellos representan al pueblo y están legitimados para ocupar los palacios de gobierno. Todos los populistas, discípulos directos o indirectos de Perón, han querido reformar sus constituciones para impedir la alternancia política y fundar nuevos regímenes de dudosa calidad democrática. Sin excepción, los resultados de estos experimentos han sido nocivos. Por eso la gran pregunta que sobrevuela al presidente y a su ministro de Justicia es qué buscan con una Constituyente, para qué quieren modificar una Constitución que goza de consenso social y de la que hasta no hace mucho Petro decía sentirse orgulloso. La respuesta la dio Montealegre en un debate público que sostuvo con otro importante constitucionalista, Mauricio Gaona, hace unos días. El primer Gobierno de izquierdas estaba siendo bloqueado en las instituciones, dijo; se había quedado sin «herramientas para el salto social», y la única manera de zanjar la obstrucción era cambiando la Constitución. La respuesta de Gaona fue contundente: eso que Montealegre llama bloqueo es lo que la ciencia política define como oposición, que no es otra cosa que el precio que se paga por vivir en una democracia. Modificar una Constitución simplemente porque se quiere hacer avanzar una agenda de gobierno niega la dinámica parlamentaria y desvela las intenciones autoritarias del actual Gobierno. Las posibilidades de que este invento fructifique son escasas, pero eso no significa que no vaya a traer consecuencias. Hasta las elecciones de 2026, Colombia va a estar sumida en una intensa discusión, envuelta en peleas cada vez más enconadas y temiendo que el presidente logre arrogarse poderes que constitucionalmente no le corresponden. De insistir en esa vía, el legado de Petro no será la justicia social, ni la paz total ni su reforma laboral. Será la mutación de la izquierda nacional populista que representa en una izquierda autoritaria, decidida a desafiar la separación de poderes y los mecanismos constitucionales. Con ello no cambiará la historia de Colombia, solo la llenará de rabia y fango.
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