- ABC.ES - Opinión - 26/Jun 17:26

Discapacidad y teología

La teología puede aplicarse a cualquier realidad y experiencia, a cada acontecimiento, para desvelar la voluntad salvífica de Dios. Esto implica que puede haber reflexiones teológicas más o menos acertadas, según su capacidad de alumbrar mejor la salvación y dar consuelo y esperanza en medio de nuestros sufrimientos y pruebas. El pasado mes de mayo, el obispo emérito Juan Antonio Reig afirmó durante una homilía que «también los niños que nacen con discapacidad física, intelectual o psíquica [vienen del infinito amor de Dios], esto ya es herencia del pecado y del desorden de la naturaleza, que no han sido llamados por Dios, tienen también como nosotros todo el fundamento de la existencia en Dios». Esta frase, independientemente de que haya sido desafortunada o mal interpretada, ha dado origen a denuncias y a un gran escándalo. Como respuesta a este escándalo, nos parece necesario ofrecer al público una reflexión teológica cristiana que aborde con claridad la relación entre discapacidad y pecado. Uno de los autores de este artículo enseña Antropología Teológica desde hace más de treinta años en Roma, asignatura que incluye la reflexión sobre el pecado original y sus consecuencias. Es uno de los temas más difíciles de la teología, pues debe dar cuenta del mal en el mundo, y al mismo tiempo, no implicar a Dios en la negatividad que observamos a menudo. La visión clásica, que inspiró san Agustín y codificaron los grandes teólogos medievales, razonaba según este argumento: Dios, siendo sabio y bueno, creó un mundo prácticamente perfecto, pues no podría ser de otro modo. Por consiguiente, si observamos desastres, sufrimiento, y malformaciones, entonces eso no puede ser atribuido a Dios, sino a los humanos –ayudados o inspirados al menos por el maligno– que desde el principio han desobedecido a Dios y han introducido el desorden en la naturaleza. Todavía hay quien habla, entre los mismos teólogos, de un 'desorden ontológico', es decir, de un desastre consecuencia del pecado original que afecta a toda la creación, incluida la realidad física del cosmos y la realidad biológica de los seres vivos. El de la discapacidad es un caso claro que reclama la evolución teológica o un cambio de perspectiva y análisis. Lo mismo ocurrió con la justificación teológica de la esclavitud, que persistió durante siglos hasta que fue rechazada a mediados del XIX, y con otros muchos temas. Este cambio se exige a partir de los avances en la comprensión científica de la realidad, pero también a partir de la mayor sensibilidad que la cultura va desarrollando hacia los casos de discapacidad y de otras dolencias, que en otros tiempos podían incluso ser vistas como 'castigo divino'. Estamos convencidos de que la mayor parte de los teólogos no razona hoy en esos términos. Uno de los problemas del enfoque tradicional es que seguía cautivo de categorías o formas de pensar ligadas a la filosofía clásica, sobre todo a Platón y a Aristóteles. La deformidad de los 'terata' (que podríamos traducir como monstruos) hacía que, aunque fueran sustancialmente humanos, no pudieran manifestar esta sustancia. Afortunadamente, hemos avanzado bastante desde entonces, tanto desde la ciencia como desde la teología. La teoría de la evolución, por ejemplo, nos explica que el universo fue diseñado por un Creador sabio no como un reloj de precisión, sino como un conjunto de sistemas que evolucionan con autonomía, se corrigen y se adaptan a nuevas circunstancias. De ese modo hemos llegado a ser lo que somos: tras procesos de gran duración y complejidad, que han incluido forzosamente el sufrimiento de un número inimaginable de seres vivos. También han incluido necesariamente la generación de la diversidad creativa que caracteriza la vida, y que incluye una riqueza inabarcable que, inevitablemente, puede llevar a criaturas que algunos podrían calificar de imperfectas, pero que forman parte de esa sinfonía de la vida y de la humanidad con una voz diferente pero igualmente legítima. No podemos culpar a Dios de la crueldad de estos mecanismos, ya que sería fácilmente argumentable, como diría Gottfried Leibniz , que este mundo es el mejor de los posibles, y que la creatividad y la resiliencia de la vida sólo pueden florecer desde el abono del sufrimiento. Tampoco podemos responsabilizar al pecado, y al desorden que habría introducido, de los males naturales que resultan en las deformidades congénitas, por ejemplo. No podemos decir que antes del pecado no hubiera desastres naturales, enfermedad o variaciones genéticas con resultados menos adaptativos. La teología mantiene una actitud abierta, en dialogo con las ciencias, para poder seguir iluminando la acción salvadora de Dios. Los últimos papas nos siguen invitando a trabajar intensamente en el diálogo entre la fe y la razón, un empeño que nos obliga a reformular o interpretar mejor el mensaje cristiano. Por supuesto que el pecado es clave en la experiencia humana. Por ese motivo, los cristianos creemos que todos necesitamos ser rescatados y regenerados por Cristo. Pero eso no significa que nuestra culpa, que arrastramos desde antiguo, se extienda a las catástrofes naturales, las enfermedades o la discapacidad. El mal es un misterio que, pese a nuestros empeños, no conseguimos abarcar. Lo que sí tenemos claro es que hay salvación y esperanza para todos, y que las personas con discapacidad no sólo participan de esa salvación, sino que son además una invitación al amor y al servicio que nos hace más como Dios quiere que seamos.