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Estados Unidos ha dado un paso que marcará un antes y un después para Occidente: ha entrado en guerra contra Irán, del lado de Israel. La misión Martillo de Medianoche, ordenada por Donald Trump, contradice de forma flagrante una de las promesas fundacionales de su proyecto: no más guerras . Era uno de los pocos compromisos que vertebraban tanto al trumpismo como al postrumpismo. No es casualidad que esta intervención haya dividido a su base electoral y sacudido su apoyo, tanto dentro como fuera del Partido Republicano. Porque el aforismo sigue vigente: las guerras se sabe cuándo empiezan, pero nunca cuándo ni cómo terminan. La implicación directa de Estados Unidos en un conflicto abierto con Irán no sólo representa una escalada de consecuencias imprevisibles en Oriente Próximo, sino que certifica el fracaso de todos los intentos diplomáticos por contener las ambiciones nucleares de Iran sin recurrir a la fuerza. Y, al mismo tiempo, sitúa al mundo en un nuevo escalón de inestabilidad geopolítica, donde el recurso a la violencia como forma de hacer política ya no es la excepción, sino la norma. Este es, en realidad, el paisaje internacional que comenzó a dibujarse en 2014 con la invasión rusa de Crimea. La decisión de Vladímir Putin de quebrar el orden territorial en Europa fue entonces respondida por Occidente con tibieza, resignación y palabras huecas. Barack Obama condenó, pero no actuó. Europa se dividió entre los negocios de Merkel y los principios. Y así empezó a derrumbarse el andamiaje de reglas que había sostenido el mundo desde 1945. Lo que vemos hoy en Gaza, en Ucrania o en el golfo Pérsico no es más que la consecuencia de ese vacío: un mundo donde los pactos no se respetan, la fuerza impone las fronteras y las instituciones internacionales son meras espectadoras. La entrada en guerra de Estados Unidos contra Irán es un síntoma más de esa degradación. Lo que antaño habría sido considerado un asunto multilateral, conducido bajo la autoridad del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, se ha convertido en una decisión ejecutiva de Washington, sin consenso interno ni legitimidad externa. El papel de la ONU, como tantas veces se ha dicho, pero nunca se ha corregido, es irrelevante. El veto perpetuo en el Consejo de Seguridad y el anacronismo de su gobernanza bloquean cualquier intento de respuesta colectiva. Se perdió la oportunidad de reformarla en tiempos de calma, y ahora pagamos la factura en tiempos de guerra. En este nuevo orden global, la Unión Europea debe asumir una verdad incómoda: el poder blando tiene cada vez menos efecto disuasorio. La diplomacia, el comercio, la influencia cultural o la presión normativa sirven de poco ante actores dispuestos a usar la fuerza sin complejos. Rusia lo ha demostrado. Irán lo ha entendido. Y ahora Estados Unidos también lo ejerce, aunque sea bajo el pretexto de frenar un mal mayor: impedir que una teocracia como la iraní acceda a armas nucleares. El objetivo puede ser legítimo, pero el medio elegido encierra más preguntas que respuestas. La más importante: ¿existe un plan? ¿Tiene Estados Unidos una estrategia clara sobre los objetivos, la duración y las salidas de esta guerra? La historia reciente ofrece una lección clara: ninguno de los intentos de exportar un sistema político moderno, ya sea la democracia liberal o el comunismo soviético, ha tenido éxito sin una base social importante. Trump ha cruzado el umbral con la misma temeridad con la que entra en una rueda de prensa. Pero el precio, esta vez, no lo pagará solo él. Las consecuencias económicas serán hoy palpables en los mercados. El 20 por ciento del petróleo mundial transita por el estrecho de Ormuz , que puede convertirse en campo de batalla o quedar directamente bloqueado. Si eso ocurre, el impacto en los precios del crudo será inmediato, y no es difícil anticipar un nuevo episodio inflacionario que sacuda las economías de Europa, Estados Unidos y Asia. En particular, China, que depende en gran medida del petróleo importado, sufrirá con intensidad. Pero no será la única: los bancos centrales tendrán que elegir entre contener la inflación o apuntalar el crecimiento. Las empresas ajustarán sus previsiones. Y los ciudadanos, otra vez, verán erosionado su poder adquisitivo por una guerra que no han elegido. Nada de esto debería sorprender. Durante años hemos confiado en que el orden internacional podía mantenerse con retórica, normativas y declaraciones conjuntas. No ha sido así. Hoy comprobamos que la fuerza ha vuelto a ser, trágicamente, el lenguaje dominante de la política global.
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