Poeta riguroso y lector agudo, fue también una figura destacada del periodismo cultural argentino. Se formó en el taller literario de Mario De...
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Hoy hace un mes que colgaste los tenis, como diríamos en México. Desde que entregaste el equipo, no te has perdido de mucho. Trump y sus secuaces siguen haciendo de las suyas. La guerra de Gaza, de la cual ya alertabas hace años, sigue su curso. Los matan de hambre a millares y seguimos sin indignarnos lo suficiente. La generación Adrià sigue sin permitir su relevo. En fin, no te escribo aquí para hablar de política, aunque a ti siempre te gustara ese tema. Te gustaba cuestionar ideales entre plato y plato, entre línea y línea. Aunque algunos se molestaran, a veces incluso hasta el grado de retirarte el habla. No te importaba; no por ello dejabas de decir lo que pensabas. Gracias por eso. También te gustaba provocar, como a mí, para ver cómo reaccionaba la mesa. Soltabas unas fuertes y luego me mirabas con complicidad, me dabas un codazo y me decías: «ya verás cómo se pone Fulano». Y se ponía. Te divertías. Y algunos de la mesa también lo hacíamos contigo. Otros no tanto. Déjame les cuento a la concurrencia cómo fue que un renombrado periodista de más de 60 años se hizo amigo de una periodista de 30. Arturo San Agustín fue un «sensei». Maestro de maestros, diría mi hermano Juan Pablo. Escucharle debatir y compartir en la mesa, en las convocatorias gastronómicas en las que coincidimos, muchas de ellas de Interprofit, era todo un deleite. Los jóvenes le escuchábamos con atención. Le gustaba explicar el contexto pacientemente, para que entendiéramos, sobre todo yo, que no crecí en España. He tenido ilustres maestros periodistas. En México, mi querido Pepe Carreño. En Barcelona, Arturo San Agustín. Qué privilegio. A diferencia de Carreño, que sí participó en la política, fue jefe de Comunicación y vocero del presidente Salinas, entre otros puestos siempre cercanos al PRI, tú nunca tomaste bando. Salvo en contra del sinsentido. Y para ti, eso fue el procés. ¿En realidad, de qué lado estabas? De ninguno y de todos. En la mesa te gustaba, sobre todo, debatir. Eras bueno. Te molaba ir en contra de las élites pero también se te fue la vida explorándolas, escribiendo sobre ellas y departiendo la mesa con ellas. Amándolas, incluso. Como buen periodista de antaño, eras un poco rojo pero nunca le decías que no a una buena copa de cava. Hablar de política en un tren en donde pasan una lata de caviar sin discreción es un tanto hipócrita. No lo digo por ti, lo digo por todes. Yo también estuve ahí. Y, sin embargo, tú lo hacías. Como escribió Manel Manchón en Crónica Global hace unos días, eras fiel abogado de: «defender a la gente con valores, a los que no se dejan seducir por lo superfluo, a los que desconfían de las novedades sólo por serlas, a los que toman distancias frente a los políticos que dicen que tienen las mejores soluciones». Algo que admiré de ti es que en las camionetas en las que nos transportaban en los viajes te gustaba ir en el asiento del copiloto, sentado junto a los chóferes, con la excusa de que te mareabas. En realidad, yo creo que te gustaba ir conversando con el chófer, como te gustaba conversar con las «kellys», los camareros, los lavalozas y quienes estaban haciendo el trabajo pesado. Te salía lo barrio, diríamos en México. #BarcelonetaRepresent Aprovechabas cualquier viaje o encuentro para tomar el pulso de la gente real. Les preguntabas, los escuchabas. Me gusta hacerlo también, por eso no me molesta que me sienten en cualquier mesa. En el funeral de Diana Kennedy tuve la suerte de que se sentaran junto a mí las personas que la cuidaron durante sus últimos años de vida: la mujer que hacía la limpieza de su casa, su chófer, su jardinero, quienes genuinamente la iban a echar de menos. Quienes le cargaron, le limpiaron y le bañaron. ¡Qué honor! Gracias, maestro, por enseñarme a escuchar y a preguntar, sin importar la mesa o el asiento. Hay que escuchar a todas las partes, decías. Y lo hacías. Por algo te nombran uno de los cronistas de Barcelona más importantes de las últimas décadas, porque hablaste con los de «arriba», pero también con los de «abajo». Escribiste sobre sus luces y también sobre sus sombras. Hablaste del Vaticano y de Abadía Retuerta, pero también del Raval, la Barceloneta y el Somorrostro. De las «Rosas», pero también de los «Leopoldos». Entendías y escuchabas sobre feminismo, a diferencia de otros de tu generación que no se aventuran en ese tema ni por error. Al contrario, negaban y niegan el machismo. Denunciabas lo que hacía Israel en Gaza antes de que estuviera de moda llevar una palestina al cuello. También eras un hijo de tu generación, no podemos negarlo, no había manera de llevarte la contraria, como buen boomer, pero con una mente más abierta y una curiosidad genuina por conocer todo aquello que te quedaba lejos, muchas veces por decisión propia. Hace unos 10 años me dijiste que te habían prohibido beber. Lo que fuimos y lo que somos. Lo digo también por mí. No es que me hayan vetado beber, como a ti, por salud, lo he decidido yo sola, por ahora de forma intermitente, para que no tenga que llegar ese día en que me vea obligada a volverlo permanente. El mundo sin vino es en blanco y negro, me dijiste. ¿Lo sentías de verdad? Deseo, querido Arturo, que hayas encontrado el color en el crepúsculo de tu vida, a pesar de la falta de tu amado vino. Tus textos de estos últimos 10 años no son del todo claros, pues tu ironía siempre está presente y no sé si vas en serio o si vas de broma. A veces pasaba eso también en las sobremesas. Y alguno se cabreaba. Y tú, pedías disculpas, mientras reías y te desmarcabas. Los periodistas tenemos que saber de todo, me enseñaste. Y tener una opinión, aunque no siempre tenemos por qué compartirla, agregabas. Somos una especie de camaleón que nos adaptamos a nuestro público o interlocutor. Escribiste para diarios de izquierda y de derecha, como buen periodista, sin comprometer tu voz. Eso me enseñaste también. Tu alter ego, ese periodista encubierto de tu novela Antes de quitarnos las máscaras (Comanegra, 2016), lo sabe hacer bien. Si queremos escuchar lo que la gente no se ha puesto ni a pensar, necesitamos provocar, aunque sea curiosidad. Agradezco haberte visto trabajar. Aprendí mucho en esos viajes que compartimos a Cádiz, París, ¿Praga?, Londres, Andorra, la Abadía Retuerta, también protagonista de dicha novela, y tantos otros sitios. Por suerte nos quedan tus escritos. He releído tu novela durante este mes para recordarte. Tengo pendiente releer a 'La nena del Leopoldo' (El Aleph Editores, 2009). Hablabas de «cap i potas» antes de que se gentrificaran. Homenajeaste a Rosa Gil cuando todavía oficiaba. Cachondeaste con Borges. ¡Por Dios! Leer tus libros o tus crónicas es como estar compartiendo la mesa contigo: un aluvión de citas históricas, cifras, anécdotas propias y ajenas, entrevistas e incluso algún poema. Así era la sobremesa contigo, un deleite. Agradezco a Albert Arbós por habernos presentado. Tantas mesas compartidas, con Àlex Salmon, Joan Maria Claveguera, Anna Alós, Quim Vila y tantes otres, en algunos de los mejores enclaves de la ciudad. ¡Qué privilegio, para una mujer inmigrante de solo 30 años! Gracias por lo compartido. No te digo que te echaré de menos porque ya hace tiempo que no coincidimos en una mesa. Una de las últimas veces, comimos con Roser Tiana, Arbós y Claveguera en el también acaecido Suquet de l'Almirall. Manel Marqués Torres nos cocinó uno de sus menús a ciegas. Desfilaron varios platos hasta que llegó la joya de la corona: un catxoflino de mariscos de «xuclar-se els dits», inspirado en aquel plato fruto de la mente brillante de Pere Bahí, amigo también de Arbós (recuerda que todos los caminos llevan a Palamós y alrededores). Fue todo un privilegio poder compartir esa tarde con ustedes, como tantas otras. Al poco tiempo murió Manel y vinieron a su funeral a casa. La reseña que escribiste en La Vanguardia sobre lo acontecido esa «anochecida» es uno de los regalos más hermosos que recibí en esos días. Gracias por retratar el horror, el dolor, pero también la belleza, la ironía, el maldito azar. La vida misma: sus luces y sus sombras. Exploro desde hace unos meses, años para ser exacta, la relación entre el duelo y la cocina, desde el arte, el ritual, las recetas y la escritura. He compartido en diversas ocasiones que la cocina me permitió seguir viva tras la repentina muerte de Manel. Preparar un plato pensando en la persona que ya no está nos devuelve a la vida. Recordar nuestras tertulias en largas sobremesas compartidas en diversos restaurantes de Barcelona es volver a vivirlas. El día en que falleciste abrí una botella del vino tinto que servimos en mi boda menorquina con Manel, Finca Resalso, de Emilio Moro. Ese 15 de octubre de 2016, de vino blanco servimos Merluzo, de las menorquinas bodegas Binifadet. De cava, que es lo que me gusta beber a mí, ofrecimos AT Roca rosado, mi favorito. Para acompañar el tinto, el día 26 de junio de 2025, preparé una lasaña de carne (con su debida bechamel hecha a pulso), una ensalada de buena lechuga y cebolla, con vinagre de manzana y aceite de oliva, y compartí la mesa con mi madre en honor a tantas mesas compartidas contigo degustando platos de lo mejor que ofrece Barcelona. «Ahora mismo a nuestros muertos los despedimos ya de muchas maneras», escribiste. A mí me gusta ponerme el delantal, arremangarme y coger el cuchillo para despedirme. Me acompañé de la lista de música de uno de mis sitios predilectos de Gràcia, 14 De la Rosa, y comencé a recordar mientras picaba la cebolla. Así se recuerda también, cocinando, comiendo, compartiendo la mesa, contándole a quien no te conoció, como hago hoy, quién fuiste y por qué eres digno de un buen vino, una cena de primera y dos mil palabras. Ya está tardando la ciudad en prepararte un homenaje. En algunos pueblos y culturas se lleva comida a la viuda. A falta de poder cobijar a Joana Castells, tu viuda, con lasaña y sus debidos respetos, comimos a su salud. Hace unos meses Salmon escribió un mensaje sobre ti en el chat de WhatsApp de los «bluefineros» (aquellos periodistas que hicimos piña en el viaje a Cádiz organizado por Álvaro Montero al que tú también fuiste, en el que Manel y yo nos conocimos y nos enamoramos). No estabas en ese chat porque nunca quisiste usar el WhatsApp. Había que buscarte por correo electrónico, como en la prehistoria. «Arturo San Agustín está en paliativos», dijo Salmon. Agregó que no querías recibir a nadie ni hablar con nadie, que respetáramos tu privacidad. Así lo hicimos. Te mandamos, desde la distancia, mucho amor y respeto. Nos quedamos cojos, sin nuestro miembro honorario más importante. Esperábamos la noticia de tu muerte en cualquier momento. Poco más de un mes después, coincidió como coincide la vida tu fallecimiento con la fecha de nacimiento de mi abuelo Daniel. También fue un disfrutón, le gustaba jugar al ajedrez y pasar tiempo con sus nietos y nietas. Era Químico pero nunca se recibió. Mi abuela también era Química. Ella sí se recibió pero, para no ofender a mi abuelo, nunca colgó su título. Cuando se casó, dejó de trabajar. Eran otros tiempos, por fortuna. Nos llevaba mi abuelo materno a sus nietos, desde que podíamos comer por nuestra cuenta, cada tanto a desayunar. Podíamos pedir lo que quisiéramos. La única condición es que nos lo teníamos que terminar. Sin excusas. Si todo salía bien, que siempre salía bien, nos compraba un regalo en la tienda del restaurante antes de irnos. Nos llevaba en cada ocasión al mismo Sanborns que había en Insurgentes y Eje 5, en la Ciudad de México. Ya no existe. Íbamos solos con él, pues era viudo hacía décadas (también el maldito cáncer). Nunca conocí a mi abuela, murió un año antes de que mi madre se casara. Murió, en cambio, mi abuelo por un infarto; como tú, le faltaba poco para cumplir los 80. Le echo de menos. Tú nunca tuviste hijos. No habrán hijos ni mucho menos nietos que te piensen, pero lo haremos tus discípulos y tus lectores. En alguna de las pocas tertulias en las que coincidimos después de la muerte de Manel te conté que a veces sentía que él se comunicaba conmigo. Me dijiste que si eso era cierto, me vendrías a avisar una vez muerto en forma de pájaro. Desde el 26 de junio de 2025 un cardenal rojo no deja de tocar las ventanas de la casa desde donde te escribo. Me despierta por las mañanas. Me canta por las tardes. He visto también a menos de cuatro metros en varias ocasiones durante estas cuatro semanas a un águila cara cara o quebrantahuesos (habitan desde el sureste de Estados Unidos hasta el norte de Brasil en zonas abiertas, pastizales y áreas de cultivo). Llevo cinco años viviendo aquí, nunca las había visto tan de cerca. Llevo días pensando en qué escribir acerca de ti. Un colibrí se detuvo en el aire frente a mi cara cuando decidí hace un par de días que te escribiría una carta. Gracias maestro, por seguir aquí. Siempre que te leamos, te seguiremos recordando. Gracias por tus letras. Gracias por tu voz, certera y crítica. Irónica y bella. Gracias por ser un periodista de los de antes, con sus virtudes y sus defectos. Fuiste el último reducto de una Barcelona, de un periodismo, que ya no es. Brindo por ti, con una infusión de jengibre y cúrcuma, que seguramente odiarías. Gracias por tu vida, con sus luces y sus sombras, como la Barcelona que te vio nacer y que tanto amaste. Sigue tu camino. Por acá los seguiremos provocando, que no se pongan cómodos. Y, si ya están cómodos, cuando menos que les zumben los oídos. Hace unos años, cuando te conté que estaba escribiendo una novela gastronómica te ofreciste a leerla y a escribir el prólogo. Poco antes de la muerte de Manel me dedicaba a tiempo completo a escribir 'La Colla del Arrós'. No alcancé a terminarla contigo en vida, la abandoné al poco tiempo de que él murió. Te prometo que verá la luz muy pronto. Te la debo, se la debo y me la debo. «Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes», reza la frase que citaste al hablar de nuestro destino. Un abrazo para Joana. Que descanse ella también, por fin, tras esa larga enfermedad que te marchitó. Deseo que logre sentirte cerca de ella siempre que te necesite. La pienso. La acompaño en el sentimiento. Vuela alto, maestro.
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