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Una de las características más sutiles, pero decisivas, de la cultura contemporánea es que hemos perdido la noción de sentido. Vivimos rodeados de datos, imágenes y sonidos; nuestra atención se fragmenta, nuestra memoria se dispersa y nuestra vida interior queda relegada a los márgenes. El exceso estimula, sí, pero también satura. El resultado es una cultura desbordada emocionalmente, pero incapaz de sostener una búsqueda honda de significado. La experiencia emocional se ha vuelto efímera y adictiva. Cada instante de gratificación exige otro más intenso. La vida se vuelve una sucesión de picos emocionales sin mesetas de serenidad. Esta sobreexposición ha generado una nueva configuración del alma: un yo fragmentado, volcado hacia afuera, frágil frente a la frustración. Las emociones han pasado del ámbito íntimo al centro de la conversación pública. No sólo sentimos más; también esperamos que todo –la política, la educación, la cultura– se adapte a lo que sentimos. Y eso ha producido un desplazamiento de la razón: en muchos casos, las emociones pesan más que los argumentos. Como decía Carlos Llano, el sentimentalismo es esa forma de vida en la que las emociones, buenas o malas, terminan gobernando sobre la voluntad y la inteligencia. Este nuevo mapa emocional se refleja en manifestaciones concretas. En primer lugar, la ansiedad y la depresión se han convertido en un problema de salud pública global. No se trata solo de cifras –aunque las cifras son alarmantes–, sino de una realidad cotidiana: adolescentes medicados, adultos desconectados, comunidades enteras que no encuentran paz. Según la OMS, en 2020 estas condiciones se convirtieron en las principales causas de discapacidad laboral. Pero el dato más revelador quizá no sea estadístico, sino cultural: hemos naturalizado el malestar emocional, y muchas veces lo asumimos con resignación, sin preguntarnos cómo revertirlo. Un segundo fenómeno es el analfabetismo emocional. Muchas personas no saben nombrar lo que sienten, no distinguen entre tristeza y melancolía, entre enfado y dolor, entre deseo y capricho. Esa confusión debilita los vínculos humanos, dificulta el autocuidado y nubla la toma de decisiones. Como explica Daniel Goleman, las emociones desbordadas entorpecen la inteligencia, mientras que una competencia emocional bien desarrollada potencia todas las demás formas de conocimiento. Y no sólo eso: la ausencia de vida emocional —la atrofia afectiva— termina mutilando la personalidad. No se puede vivir plenamente sin la capacidad de conmoverse, de anhelar, de agradecer, de llorar. El tercer síntoma es la insatisfacción crónica. En un mundo donde todo se vuelve experiencia y consumo, la expectativa de felicidad es tan desmesurada que nunca se cumple. Como advierte Lipovetsky, vivimos en una maquinaria de decepción: queremos todo, pero nada nos basta. Y como sugiere Bauman, cada logro pierde brillo tan pronto como llega. Así, el alma se habitúa a una caza constante, sin tregua ni plenitud. ¿Cómo formar el corazón en un mundo que vive de la inmediatez? La respuesta no es eliminar las emociones, sino educarlas. No se trata de reprimir lo que sentimos, sino de comprenderlo, expresarlo y orientarlo hacia el bien. La educación emocional tiene dos dimensiones clave: la conciencia y canalización de lo que sentimos, y la formación del gusto por lo bueno. Conciencia significa saber nombrar lo que vivimos. No todo enfado es ira, no toda tristeza es depresión, no todo entusiasmo es alegría. Ayudar a nuestros hijos a identificar sus emociones, a expresar lo que sienten sin miedo ni vergüenza, es el primer paso hacia una vida emocional sana. Canalización significa aprender a dirigir esas emociones hacia fines constructivos. La ira, aunque potencialmente destructiva, también puede canalizarse como una energía legítima frente a la injusticia. La segunda dimensión –el gusto por lo bueno– es quizás la más olvidada. Cuando se cultiva la belleza, el arte, la lectura, la música, cuando se aprende a disfrutar de lo verdadero y lo noble, la vida emocional se enriquece. Las emociones no desaparecen: se purifican. Y entonces pueden sostener la vida, no sólo agitarla. Por eso es tan importante mostrar a quienes formamos –y recordarlo nosotros mismos– que la felicidad no es una suma de emociones intensas, sino una armonía interior que se construye con paciencia. Una educación emocional verdadera no busca proteger del dolor, sino enseñar a atravesarlo. No busca sólo consolar, sino también despertar el gusto por lo profundo. Educar las emociones es, al final, una forma de humanizar. Y humanizar es devolverle al alma su centro, su ritmo, su voz. En tiempos de ruido, no hay tarea más urgente que esa. Columnista: Fernanda Llergo BayImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0
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