Una lectura crítica de cómo el trauma colectivo se reconfigura a partir de las decisiones del presente. Desde una voz que vivió los atentados “en...
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Una lectura crítica de cómo el trauma colectivo se reconfigura a partir de las decisiones del presente. Desde una voz que vivió los atentados “en carne propia”, se reconstruye una adolescencia y juventud marcadas por la vigilancia, el miedo y la exclusión Este no es otro 18 de Julio. No es la acumulación de años sin justicia lo que lo distingue de otros años, es una transformación del contexto en el que recordamos este año. El gobierno y, con él, parte de la sociedad, decidieron poner de moda y reivindicar la figura de un presidente que fue responsable directo del encubrimiento del atentado. Ese mismo gobierno hoy avanza con el juicio en ausencia de la mano de su Ministro de Justicia, también acusado de encubrimiento de la causa. Todo en el contexto social de mayor antisemitismo del que yo tenga memoria en nuestro país. Con mis 43 años tuve la desgracia de vivir dos atentados que sufrimos en carne propia todos como país y como sociedad, pero no todos los sufrimos de la misma manera. La AMIA y la Embajada de Israel no fueron solo noticias para mí: marcaron el ritmo de mi adolescencia y mi juventud. Crecí viendo cómo mi barrio se llenaba de controles; cómo las instituciones judías se convertían en búnkers. Crecí yendo los fines de semana a instituciones con barreras en las puertas que no solo te “protegían” sino que también te “marcaban”, rodeado de niveles de seguridad que pocos adolescentes y jóvenes argentinos de los 90 y 2000 tuvieron que naturalizar. Una forma particular de habitar el espacio público donde la hipervigilancia se normaliza y la seguridad se vuelve parte constitutiva de la identidad. No es solo miedo; es una reorganización completa de la experiencia social. Cuando un adolescente naturaliza que para entrar a un club o a una escuela hebrea debe pasar por múltiples controles, se está configurando una subjetividad política específica: la de quien sabe que pertenece a una comunidad que puede ser atacada por el solo hecho de existir. Esta memoria traumática se inscribe no solo en la comunidad judía, sino en la memoria nacional. Los atentados de AMIA y la Embajada fueron eventos que interpelaron a toda la sociedad argentina sobre su capacidad de proteger a sus ciudadanos y sobre la presencia de antisemitismo en el país. Sin embargo, como ocurre con toda memoria traumática, su procesamiento fue desigual: mientras para algunos fue una noticia terrible, para otros se convirtió en una experiencia fundante y transformadora para entender su vida. Las decenas de marchas frente a las ruinas de edificios caídos se confunden con el pasar de los años, lo que no se olvida son los ojos de amigos y parejas que cuando suena la sirena no solo recuerdan un número, sino que se llenan de imágenes de sus hermanos, tíos, abuelos e hijos. Todos murieron por ser judíos y argentinos. El Estado argentino fue cómplice del encubrimiento de ambas causas, responsable directo de que llevemos más de tres décadas sin justicia. Me quedo con lo que viví porque cuando uno hace historia para entender siempre se enriquece, pero cuando uno hace ese ejercicio para debatir se vuelve un proceso selectivo de argumentos que, en casos como este, solo funciona al servicio de profundizar lo que creemos y poco para encontrarnos con el otro. Las nuevas formas del antisemitismo En este contexto, me encuentro frecuentemente con compañeros de distintos espacios que solo son capaces de leer el conflicto achacándolo a binarismos clásicos como el fuerte vs. el débil u Oriente vs. Occidente. Veo cómo cada cierto tiempo la palabra “sionista” se vuelve el insulto de moda y trae consigo teorías conspirativas que son solo funcionales al antisemitismo. Un antisemitismo que hoy siento muy revitalizado en mi país. Recuerdo escuchar en YouTube una conferencia del rabino Jonathan Sacks que comenzaba con la pregunta: “¿Criticar a Israel es igual a ser antisemita?”. Su respuesta fue un “no”. En esa conferencia Sacks explica que el antisemitismo no es la crítica, sino algo mucho más profundo: es negar al pueblo judío su derecho a existir colectivamente con la misma dignidad que los demás pueblos. Argumentaba que este odio ha sido un virus que muta con el tiempo. En la Edad Media, el pretexto fue la religión; durante el holocausto, fue la raza; y en nuestra era, sostenía, el foco del ataque es su máxima expresión de vida colectiva: el Estado de Israel. Esta mutación del antisemitismo nos ayuda a entender por qué ciertos discursos antisionistas reproducen lógicas antisemitas históricas. No se trata de que toda crítica a Israel sea antisemita —eso sería absurdo—, sino de reconocer, como dice Natan Sharansky, cuándo la crítica reproduce patrones específicos: la demonización, la aplicación de estándares dobles, la delegitimación y, finalmente, la negación del derecho a la autodeterminación. En el contexto argentino contemporáneo, estos códigos antisemitas se manifiestan de formas sutiles pero constantes. En las redes sociales, donde cualquier conflicto mundial termina con memes sobre “el lobby judío”. En marchas donde la crítica legítima a las políticas de Netanyahu se desliza hacia la negación del derecho a existir de Israel. En conversaciones universitarias donde se naturalizan teorías conspirativas sobre el control judío de los medios. En grupos de WhatsApp donde un convenio de reciprocidad previsional firmado hace cuatro años entre Argentina e Israel, igual al que tenemos con otros 19 países, se vuelve una conspiración del gobierno para darle una AUH a los judíos. Cuando el antisionismo se convierte en un llamado a la eliminación de Israel, se transforma en la versión contemporánea del antisemitismo, porque busca negarle a todo un pueblo el derecho a la autodeterminación que nadie más cuestiona para otros. No soy experto en Medio Oriente, ni tengo la capacidad de hacer algún aporte relevante para entender el conflicto. Me importa y me tomo el trabajo de leer a muchos que me ayudan a pensarlo. No propongo que nos paremos en el centro a criticar a ambos lados por igual, tengo clara mi posición y no dudo que cada uno de ustedes tendrá la suya. Tampoco escribo con la intención de victimizarme: soy militante político y estoy convencido de que para cambiar la realidad hay que dar las discusiones. El conflicto es constante, nunca hubo paz, aunque sí momentos extensos de tensión estable y prolongada. Con el ataque de Hamas el 7 de octubre de 2023 comenzó uno nuevo, que vive hasta hoy. El dolor y la empatía por las víctimas de esa jornada trágica no me impide tener una mirada crítica sobre los crímenes de guerra y los asesinatos masivos e injustificables a civiles en Gaza ejercidos por el Estado de Israel. Creo en la necesidad imperiosa de dos Estados y también en la imposibilidad de negociar con territorios gobernados por organizaciones terroristas. Sobre todo, me frustro viendo a los millones de israelíes y palestinos que, en su gran mayoría, son víctimas de pequeños grupos que tienen enormes niveles de poder a pesar de no tener grandes niveles de representación. Pero hay algo más, algo que me inquieta particularmente en este momento político argentino. Vivimos bajo un gobierno libertario que, paradójicamente, mientras abraza acríticamente las políticas de Netanyahu, profundiza un modelo económico que expulsa, que excluye, que genera las condiciones materiales para que crezcan los odios identitarios. Ser judío en Argentina hoy significa cargar con esta complejidad: ser interpelado tanto por la izquierda que a veces no ve sus propios puntos ciegos antisemitas, como por una derecha que nos usa como símbolo mientras construye las condiciones para que el odio crezca. Es vivir en un permanente equilibrio inestable, explicando constantemente que las identidades no son monolíticas, que se puede ser judío, sionista y crítico de Israel, progresista y preocupado por el antisemitismo, argentino y parte de una diáspora. Abrazar la complejidad Hoy más que nunca, es necesario que nos tomemos el tiempo de entender cuándo las cosas son más complejas, porque en el afán de posicionarnos terminamos volviendo binarios problemas que precisan variables hexadecimales para entenderse, y las que dejamos afuera son las más importantes para poder entender las dimensiones humanas. Pero también es, para mí, una forma de resistir. Resistir al simplismo, resistir al odio, resistir a que nos roben la capacidad de pensar en matices. Porque cuando perdemos eso, cuando todo se vuelve blanco o negro, los que sufren son siempre los mismos. Esta resistencia a la simplificación no es solo una posición epistemológica; es una posición política. En tiempos de polarización extrema, insistir en la complejidad se vuelve un acto de resistencia. Significa rechazar las demandas de pureza identitaria. Significa construir espacios políticos donde sea posible sostener tensiones sin resolverlas de manera forzada. Esta reflexión es, en última instancia, una invitación a eso: a tomarnos el tiempo de entender, a resistir la tentación de las respuestas fáciles, a construir una política que esté a la altura de la complejidad del mundo que habitamos. Juan Aranovich es gestor cultural y project manager. Pasó la mitad de su vida trabajando en el campo de la tecnología en empresas como Microsoft y Tenaris. La otra mitad en el campo de la cultura donde fundó y dirigió el Club Cultural Matienzo hasta 2019 y luego fue Director Nacional de Formación Cultural del Ministerio de Cultura de la Nación. Actualmente es responsable de cultura en el IDUF (Instituto para los Desafíos Urbanos del Futuro)
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