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La semana pasada, mientras en Nueva York se desarrollaba la 80ª Asamblea General de la ONU, en México nos enfrentamos a los fantasmas de un pasado que se mantiene más vigente que nunca. En tanto, Trump utilizó en su discurso, como eje rector, el combate al tráfico de estupefacientes y buscó justificar acciones contra otros países por la actividad criminal transnacional, el undécimo aniversario de la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa, resonó para recordarnos que el Estado mexicano, desde hace varios lustros, se encuentra infiltrado hasta el tuétano, precisamente por esa delincuencia organizada. Previo al 26 de septiembre, dos cantantes colombianos desaparecieron y luego fueron encontrados sin vida. Casi a la par, en Sinaloa atacaron a la nieta del gobernador de la entidad, matando a dos de sus escoltas. Ambos, ejemplos puntuales de la violencia que permea y la latente ingobernabilidad en los más variados rincones del país. En ese contexto, se registraron protestas violentas en la CDMX. Personas encapuchadas utilizaron un camión robado para derribar la puerta de las instalaciones del Campo Militar número 1 y prenderle fuego al vehículo. En paseo de la Reforma, unas 4 mil personas retomaron la exigencia de justicia y verdad, bajo el grito “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. Ha transcurrido un año más sin que los padres obtengan respuestas sobre el paradero de sus hijos; un año más sin que se aclaren los hechos. No obstante, la sombra de la colusión entre autoridades y delincuentes que desnudó aquel episodio persiste con lúgubre y profunda nitidez. Los ecos de Ayotzinapa resuenan para recordarnos, como si se tratase de un siniestro episodio didáctico, la forma en que funciona México. Ayotzinapa es un crudo caso, que ejemplifica la manera en que autoridades de todos los órdenes de gobierno (policías, municipales, estatales y federales, Fuerzas Armadas y funcionarios) conocen, participan y encubren los ataques que sufre la población en amplias franjas del territorio nacional. Han pasado 11 años y el estancamiento en las investigaciones ha desnudado que, sin importar el partido que gobierne sexenalmente, hay encubrimiento, pues criminales y autoridades conviven como aliados y cogobiernan. Si no fuera así, ¿cómo podría explicarse que en México existan unas 113 mil personas desaparecidas de 2006 a la fecha? ¿Cómo entender que a más de 60 mil personas –más de la mitad– se les perdió el rastro a partir de 2019? Ese es el resultado de la “guerra contra el narco de Calderón”, de la frivolidad de Peña, de los “abrazos, no balazos de AMLO”. Llevamos 11 años y los ecos de Ayotzinapa estallan con pavoroso estruendo. Resurgen con cada hallazgo de madres buscadoras. Resuena en esos centros de adiestramiento que, como el lúgubre Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco, son empleados como sitio de reclutamiento del crimen organizado, trampa para jóvenes atraídos con ofertas de empleo engañosas, que no sólo son “campos de entrenamiento”, sino muy probablemente, también de exterminio. Decenas de zapatos, ropa, objetos personales e incluso restos humanos, dan testimonio de esa inhumana amalgama entre corrupción política e impunidad que causa dolor y sufrimiento. Parecería mucho tiempo, pero la angustia de aquella obscura noche en la ciudad de Iguala, revive estrepitosamente, cuando nos enteramos que Hernán Bermúdez Requena, quien fuera secretario de seguridad pública en Tabasco, también fue identificado como jefe del grupo criminal La Barredora. Se magnifica en sus sombras cuando nos enteramos que mandos de la Marina se involucraron con cárteles criminales para traficar gasolinas “huachicoleadas”. ¿Cómo entender las cifras “industriales” y masivas de homicidios y desapariciones, sin la colusión de aquellos que deberían cuidar a la población, con quienes se esmeran por lastimarla? ¿Podremos cambiar este orden de cosas? ¿Puede haber esperanza? La herida de Ayotzinapa jamás sanará si no enraizamos una conciencia colectiva que exija que esa fábrica de muerte y desolación, alimentada por la corrupción política y la impunidad imperantes, llegue a su fin. Para ello, se necesitan nuevos compromisos, liderazgos renovados y una amplia participación social. Sirvan estas líneas para convocar, desde mi amada patria chica, el dolido estado de Guerrero, a construir un movimiento que articule a todos aquellos que desean recuperar y #SanarAMéxico. Uno que, basado en la actuación de nuevas generaciones, alcance todas las capas sociales y vaya a todos los rincones del país. Por cierto, sería muy positivo que Claudia Sheinbaum participe en un esfuerzo de esta naturaleza. Columnista: Armando Ríos PiterImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0
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