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Por Caroline Fredrickson* Hace treinta años, 186 países se dieron cita en Copenhague para la primera Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social. Fue la mayor reunión de líderes jamás celebrada. Al concluir, el mensaje era claro: los desafíos que afrontan nuestras sociedades son globales, y también deben serlo las soluciones. Los gobiernos se comprometieron a situar a las personas en el centro del desarrollo. Reconocieron que la justicia social es la base indispensable de cualquier progreso económico duradero. Que toda persona, sin distinción de género, origen o nacionalidad, debe poder vivir con dignidad, con igualdad de oportunidades para trabajar, prosperar y tener éxito. Sociedades más justas son sociedades más fuertes y más confiadas. Ese consenso dio forma a la Agenda 2030 de Naciones Unidas y a sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Desde 2015, los ODS son la hoja de ruta hacia un mundo pacífico, inclusivo y sostenible, con la meta de alcanzarlos en 2030. Desde entonces, el mundo ha cambiado. El nuevo informe de la OIT, El estado de la justicia social, revela avances notables: la pobreza extrema se ha reducido de 39% a 10% de la población mundial, el trabajo infantil entre menores de 14 años se ha reducido a la mitad y, por primera vez, más de la mitad de la población cuenta con algún tipo de protección social, desde pensiones hasta seguros de desempleo. Pero las desigualdades siguen siendo profundas. El lugar de nacimiento aún determina más de la mitad de los ingresos de una vida. Más de 800 millones de personas sobreviven con menos de tres dólares al día. Los ODS corren peligro: en el caso del ODS 8 sobre trabajo decente y crecimiento económico, apenas se han alcanzado dos tercios de los indicadores. Acelerar los ODS es, por tanto, imprescindible. El trabajo decente es el hilo que los conecta: no se limita a ganarse la vida, es un termómetro de la salud de una sociedad, de su educación, de su equidad, de su consumo y producción sostenibles. Cuando un empleo es productivo, seguro, justamente remunerado, elegido en libertad, inclusivo y con derechos, hablamos de justicia social. Pero el trabajo decente no surge por sí solo. La historia demuestra que, sin instituciones sólidas, la productividad no se traduce en bienestar. Son las instituciones las que garantizan derechos básicos como la educación, la igualdad de oportunidades o un medio ambiente sano, las que aseguran una distribución justa y una voz a trabajadores y empleadores. El diálogo social es la vía más eficaz para equilibrar intereses y hacer que el crecimiento sea equitativo. Hoy esas instituciones se ponen a prueba. Tres grandes transiciones están reconfigurando el empleo: la emergencia climática y la transición verde, la revolución digital y el cambio demográfico. Procesos que abren nuevas oportunidades, pero que también pueden profundizar las brechas. El desenlace dependerá de las decisiones que tomemos ahora. En noviembre de 2025, Doha acogerá la segunda Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social. Esta cita global volverá a reunir a representantes de gobiernos, trabajadores, empleadores y sociedad civil, tres décadas y media después de la primera Cumbre. Será un momento crucial para convertir las promesas del pasado en cambios reales. Debemos renovar el compromiso de Copenhague: la justicia social y un desarrollo económico inclusivo son responsabilidad de todos y responden al interés común. Pero lo esencial es actuar. La Coalición Mundial para la Justicia Social, liderada por la OIT, ya agrupa a gobiernos, empleadores, sindicatos y socios para impulsar la cooperación y acelerar los avances hacia la justicia social y el trabajo decente. Si lo logramos, la productividad económica y el progreso social caminarán de la mano. Porque, en última instancia, la justicia social no es una quimera: es el único camino hacia un futuro sostenible para todos. *Directora del Departamento de Investigaciónde la Organización Internacional del Trabajo (OIT) Columnista: Columnista invitado GlobalImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0
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