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Por Jorge Fernández Díaz“La soberbia no es grandeza sino hinchazón –decía San Agustín-. Y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”. La creciente arrogancia de un líder vulnerable al elogio y completamente persuadido de su genialidad planetaria, encapsulado en su entorno de baba y enviciado en un grotesco autobombo, agasajado con ahínco en el culto de su propia personalidad, armado con la guillotina del miedo y protegido por sus “tanques” digitales, puede hacerse fácilmente adicto a la omnipotencia, y por lo tanto al error garrafal, puesto que además nunca se está más cerca de una trastada que luego de una cadena de aciertos. El iceberg espera, paciente y taimado, al más soberbio y mejor pintado para aprovechar una distracción hecha de autosuficiencia tecnológica, y propinarle una lección fatal. Esa droga dura que es la omnipotencia produce verborrea, ansiedad, irritabilidad y euforia; claridad mental y energía sin límites. La engañosa sensación de infalibilidad, como consecuencia de todo esto, es inevitable cuando fanáticos del concierto internacional se encargan todos los días de confirmarle al líder el narcisismo y señalar que se trata de la persona más influyente del mundo. Estamos siendo benévolos: explicamos con el “factor personalidad” –o complejo de Dios– la dolorosa “cachetada” que se comió el León, dando por hecho que no estaba al tanto de la estafa, aunque por otra parte es lícito preguntarse –cuando hay tantas denuncias– cómo funcionaría la “recaudación” de campaña de un gobierno anarcocapitalista que no cree en la adjudicación de obras públicas, ni en los contratos millonarios con el Estado, ni en todos esos rubros de los que se ha servido la política tradicional –la casta– para financiar espuriamente a sus partidos en años electorales. Otra conjetura del sentido común nos llevaría a especular con que los muchachos libertarios podrían haber buscado la “solución” –la guita– en los yeites del casino financiero –son expertos en ese palo–, y no ya en los turbios y generosos bingos analógicos. Javier Milei habló de “ruleta rusa”; todo es juego, camaradas. Pero no hay prueba todavía de nada de todo esto, que de confirmarse representaría un tragicómico cruce de géneros literarios entre Robo para la corona y Nueve Reinas, dado que en esa realidad hipotética los “recaudadores” habrían sido engañados por un grupo de timadores de baja estofa. Como sea, el general Ancap –embriagado con sus poderes de superhéroe mágico y adorado– tomó con ligereza el asunto, cometió una imprudencia del tamaño del legendario edificio de Quántico del FBI y se pegó un suelazo histórico: ahora hay denuncias incluso en los tribunales de los Estados Unidos y quizá las terminen investigando los discípulos de Hoover. Nadie sabe, por supuesto, cómo sigue este dominó, que promete nuevas sorpresas, pero el episodio y las reacciones ulteriores del oficialismo –la malhadada entrevista “interrumpida” por Santiago Caputo donde Milei intentaba hacer su descargo–, tuvieron alto impacto en una gran parte de la población, incluso entre muchos ciudadanos que no tienen la menor idea de qué caracho es una criptomoneda. Si el escándalo no crece y logran sacarlo de la conversación pública, puede que no haya demasiadas consecuencias en el voto de los comicios de medio término. Es lógico. El médico bajó la alta fiebre que nos atormentaba, y aunque no curó la enfermedad de fondo que la producía y todavía hay inconsistencias, el alivio y el agradecimiento del paciente son palpables. Sobre todo, porque no hay alternativas reales, y mucho menos entre quienes fueron precisamente aquellos que desataron esta lacerante dolencia que el nuevo jefe de Estado viene a sanar. Un amigo, que no pertenece al “círculo rojo”, me dijo hace unos días: “Ya no lo quiero a Milei, pero lo banco igual”. La frase se explica porque el “movimiento nacional y popular” es todavía imperdonable y porque su eventual regreso aterra a la mayoría de los argentinos; también porque muy pocos se sienten damnificados personalmente por esta chapuza: la luna de miel terminó, al marido se le ven todos los defectos, pero la esposa no quiere volver con aquel novio tóxico y venal que tenía antes. El amor ya no brilla, pero tampoco da para un divorcio. Emerge en la frase de mi amigo, no obstante, un desencanto. El episodio de estos días mostró a Milei manipulando, montando una escena, mezclado con impresentables y estafadores, siendo humillado en su propio territorio, y sin la espontaneidad del otrora “adalid impoluto” que no le debía disculpas a nadie y que no tenía cola de paja. Como dicen los españoles, por primera vez se le vio el plumero; se corrió el telón y el principio de revelación iluminó con crudeza una gran chantada. Visto con perspectiva, todo pareció la imprudencia de quien se autopercibe como un sabelotodo; pensando en términos psicoanalíticos, parece un autoboicot que deja heridas en su narrativa y tiende sombras futuras acerca de su toma de decisiones: ya nada será igual, ya Milei no será el mismo, aunque seguramente sobrevivirá como Menem lo hizo con varios escándalos a cuestas que incluso eran aún más evidentes y graves. Ni la oposición, ni los medios, ni la sinarquía internacional son culpables de este zafarrancho, pero el manual del poder exige hoy hacer cualquier cosa para desviar la atención y endosar el desastre a otro; como creen que la gente es estúpida –en eso también se parecen a los kirchneristas– la pueril estrategia incluye culpar desde el anonimato a los periodistas que investigan con rigor los hechos, que antes eran la derecha mediática y la oligarquía vacuna y ahora son el zurdaje. La desesperación por quitarse de encima esta maldición no logró más que degradar a estos patéticos operadores de La Libertad Avanza, que si tuvieran la mínima autonomía –no son leones sino corderos– deberían exigir una autocrítica real puertas adentro y una reconfiguración del Triángulo de Hierro para evitar que la soberbia, la endogamia y la codicia que allí anidan vuelvan a meter una noche al Presidente en peligrosas arenas movedizas. San Agustín, que deploraba al engreído, lo definía así: “Es quien no confiesa sus pecados ni se arrepiente para ser curado a través de la humildad”. Milei conduce una manada de engreídos, que pueden repetir la patinada. © La Nación
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