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Por Loris Zanatta (*)Detrás de cada profeta hay una edad de oro perdida, un pecado que expiar, un enemigo que destruir. Para regenerar el mundo, ¡para salvar a la humanidad! “Hay que reprimir al hombre para salvarlo”, decía Fidel Castro, formado por jesuitas falangistas. Más tosco y grosero, Javier Milei lo dice a su manera: “Zurdos hijos de puta, los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta”. En defensa de la libertad, claro. Un plagio, otro más, del presidente copión: así escribían, textualmente, las 62 Organizaciones, eran los años setenta. Cosas de la Triple A. No creo que esto anuncie violencia. Temo, sin embargo, que la provoque. ¿Es una deliberada estrategia de tensión? ¿Provocar el incendio para que el “pueblo” aplauda a quienes lo apaguen, si es necesario por la fuerza? Pensar mal es pecado, pero a menudo se adivina. Y mal, muy mal hace pensar el Milei de Davos 2025. El de 2024 parecía un ganassa, un sabelotodo que sermoneaba al mundo. Arrogante y maniqueo, cosechó simpatías: una piedra en el estanque, por fin, un enfant terrible. Sonaba como Evita en Europa en 1947: tan rebosante que daba ternura. Como redentor de Occidente era improbable, pero mientras la “batalla cultural” versara sobre las virtudes del equilibrio fiscal, la competencia y el libre mercado, los excesos parecían veniales: pedagogía necesaria, aunque presuntuosa. Este año la música ha cambiado. El Allegro se ha convertido en Grave, el Andante en Marcia. Puede que se sienta más fuerte, pero posó como un capataz. ¿Quería recuperar el escenario que Trump le había recién robado? Adelantarlo por la derecha a costa de violar el código de circulación? Para ganar elecciones parece dispuesto a mimar a los instintos más groseros del electorado, para tragarse al Pro a polarizar cada vez más el voto. O no, o es que, una vez domada la inflación, no sabe muy bien qué hacer: hombre de una sola partitura, ya se quedó sin programa. Como sea: en el escenario suizo se mostró sombrío y pesado, agresivo y amenazante. La prensa puso el foco en la cruzada contra el wokismo, en los desplantes homófobos e antifeministas a los que Milei puso después un parche peor que el agujero. Se entiende: la novedad salta a la vista. ¿Es posible que ese demoníaco enemigo, ni evocado el año pasado, se haya de repente convertido en la Hidra de Nueve Cabezas? ¿Es posible que el candidato que presumía de sus triángulos sexuales, asunto suyo, arremeta ahora como presidente contra los gustos de los demás, asunto de ellos? Dice que el Estado no debe promover la homosexualidad. Correcto. Pero tampoco caricaturizarla ni estigmatizarla. ¡Y el Estado, hoy, es él! Si fuera solo oportunismo, sería cínico, pero comprensible: Milei se ha convertido en político, el oportunismo es un arma del oficio. Si solo se tratara de “cultura woke”, gastaría pólvora en salvas: obtuso y fundamentalista, el wokismo transforma buenas causas en nuevos conformismos y ortodoxias intolerantes. Nada más iliberal. Pero el Presidente utiliza la palabra “wokista” como en su día se utilizó la palabra “subversivo”, como en otros lugares se utiliza “contrarrevolucionario”: como una metapalabra, una palabra que trasciende su significado literal y alude a un enemigo de contornos elásticos e imprecisos. Un enemigo, dice recurriendo a la metáfora orgánica de los populismos de todos los tiempos y lugares, que “infecta” a la sociedad. Combate así lo “políticamente correcto” con lo “incorrecto” a toda costa, un dogma con otro dogma opuesto, la lógica tribal con el tribalismo al cuadrado. Peor aún: proyecta las responsabilidades de algunos individuos sobre el grupo al que supuestamente pertenecen, una aberración antiliberal. Tanto grita Milei contra el wokismo que al tomarlo a la letra se confundiría la realidad con su caricatura. ¿Es realmente el mundo escenario del épico conflicto entre la cultura woke y la “libertad”? ¿Un juego de dos sin alternativas? Vamos, no llamemos tigre al gatito. Aquí en Europa, por ejemplo, el wokismo es molesto pero limitado, cosa de académicos en declive. Pero ya se sabe: desde que el mundo es mundo, la invención de un enemigo todopoderoso es un método infalible para capturar consenso y cohibir la disidencia. De hecho, Milei llama wokismo a lo que Perón llamaba sinarquia, ambos “infiltrados” en las “instituciones educativas”, en los “medios de comunicación”, en los “organismos supranacionales”. Lo que en cambio ha pasado desapercibido del discurso de Davos es el íncipit. Quizá porque se ha convertido en refrain. La decadencia argentina, dijo el Presidente, “empezó precisamente cuando recién se inauguraba una democracia plena”. Tomémoslo al pie de la letra, aunque la sentencia sea simplista y opinable. ¿Culpa de la democracia, entonces? No lo sospecharía si nuestra época no estuviera plagada de “filósofos” antidemocráticos, si por la democracia los “libertarios” no albergaran un evidente desprecio. Lanzada la piedra, Milei esconde la mano: “paradojas libertarias”, explica sin explicar nada. Dudo que sea consciente de ello, pero toca así un nervio delicado y doloroso de la historia nacional. La democracia socavó tarde o temprano el liberalismo elitista del siglo XIX en todas partes, pero no impidió que Occidente disfrutara de paz y prosperidad. ¿Por qué sí en la Argentina? Por razones históricas y culturales, religiosas y morales, las masas incluidas por la democracia eran ajenas a los valores liberales y hostiles a la “ética del capitalismo”. De ahí la tarea pendiente del liberalismo argentino, la misma del liberalismo italiano o español: persuadir al “pueblo” de la bondad de sus valores, impregnar de ellos la democracia. ¿Es esto lo que se proponen los “libertarios”? ¿O son viceversa atraídos por el espejismo de un liberalismo predemocrático? ¿Un liberalismo de los antiguos que al liberalismo democrático de los modernos no puede sino resultar anacrónico y autocrático? Tras un año en el gobierno, el fenómeno Milei es más inteligible. Todo el mundo pensaba que el libre mercado sería el plato principal y la intolerancia, un acompañamiento insípido e irrelevante. Me temo que sea al revés. Mientras que en la calidad del plato como en la doctrina económica liberal está dispuesto a transigir, incluso a contradecirse, la guarnición moralista se ha elevado a sabor dominante, el condimento maniqueo a elemento identitario. Resultado: el mileísmo se parece cada vez más a la derecha peronista, cada vez menos a la derecha liberal. Concesión a los tiempos, el caudillo se llama CEO.ß (*) Ensayista y profesor de historia en la Universidad de Bolonia © La Nación
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