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Los 80 años de Yalta y del peronismo

 Por Pablo MendelevichHay años especiales. Años sobrecargados. No parecen existir demasiadas dudas en ese sentido sobre las cualidades únicas de 1945. Fue el año en el que nació el peronismo, el año del 17 de octubre, cayeron Mussolini y Hitler, finalizó la Segunda Guerra Mundial, se gestaron las Naciones Unidas, comenzó el proceso de descolonización en Asia y África, Estados Unidos arrojó las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, y Gran Bretaña acabó relegada por la bipolaridad soviético estadounidense que animaría las siguientes cuatro décadas y media, la Guerra Fría. De todos aquellos acontecimientos, los que marcaron a nuestro país hasta hoy y los que modelaron el mundo de la posguerra están cumpliendo ahora ochenta años. Eso garantiza una seguidilla de efemérides nada triviales, propensas a interpelar, de alguna manera, el presente. Muchas de las cosas que hoy se discuten, en algunos casos detonadas por Donald Trump o por Javier Milei, vienen del 45. Desde el grado de eficacia del sistema que rige las relaciones internacionales hasta el riesgo de que se repita un Hitler en alguna parte del planeta. La semana pasada fueron los ochenta años de la liberación de Auschwitz por las tropas soviéticas, lo que dio lugar a que se renovara la áspera controversia -con la intensidad y liviandad propia de las redes sociales- de la responsabilidad de los aliados en el hecho de que el Holocausto fuera posible. Hoy se cumplen ochenta años de Yalta, la conferencia sobre el final de la Segunda Guerra en la que Josef Stalin, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt se repartieron el mundo. Narrativa esta, la del reparto, que varios historiadores objetan, pero sin negar que los tres líderes sellaron en Yalta el destino de la Humanidad. La conferencia no duró un día como las cumbres de ahora (y no sólo no hubo gente protestando, tampoco hubo periodistas, sólo fotógrafos y camarógrafos). Duró poco más de una semana, del 4 al 11 de febrero de 1945. El lunes 5 por la tarde comenzaron las conversaciones. Fueron en el palacio Livadia, antigua residencia de invierno de los zares. Stalin, por entonces un líder popular hasta en Estados Unidos debido al desempeño del Ejército Rojo como principal vencedor de la Alemania nazi y no el criminal en masa que hoy se conoce, resultó un anfitrión esmerado que derrochaba cortesía. La primera noche convidó a Roosevelt con un trago al que no se le pudo agregar cáscara de limón porque no había limón. A la mañana siguiente apareció en el salón un limonero. Las cenas refinadas y elegantes contrastaban con la Europa destruida y hambrienta por la que se hacía la reunión. En la Argentina, el coronel Perón, quien ese año cumpliría 50 años, era el hombre fuerte de la dictadura que gobernaba desde 1943. El presidente Edelmiro Farrell le había cedido entre otras cosas el manejo de las relaciones con Estados Unidos y con Gran Bretaña. Los partidos políticos estaban proscriptos (serían habilitados recién en agosto de 1945) y gran parte de la resistencia al régimen se canalizaba a través de los estudiantes universitarios, quienes eran frecuentemente reprimidos y encarcelados por los militares. De esa época es el slogan sindical “alpargatas sí, libros no”. El talento de Perón, a quien en Londres y Washington se tenía entonces por nazi, sobresalía tanto en el Ejército y en el gobierno como en el campo político, donde, solitario y aislado internacionalmente, construía el peronismo. Una meticulosa tejeduría de sindicalismo cautivo y beneficios concretos para la postergada clase obrera. El 27 de marzo, 34 días antes del suicidio de Hitler, la Argentina le declaró la guerra al Eje. El 9 de abril se reanudaron las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Tres días después, a los 63 años y con un cuarto mandato recién estrenado, Roosevelt sufrió un ACV en Washington y murió sin llegar a conocer la caída del Tercer Reich, ese fin de mes. El secretario de estado Cordell Hull había retirado a su embajador en 1944 en discrepancia con la neutralidad de la Argentina y lo mismo habían hecho la mayoría de los países latinoamericanos. También Churchill, aunque a desgano, porque Inglaterra no quería afectar las exportaciones de carnes argentinas. Churchill nunca tuvo una buena opinión de Perón. Tras el episodio de la bandera argentina chamuscada en una comisaría en junio de 1955 con el fin de endilgarle la afrenta a una marcha opositora y la quema de las iglesias la noche del bombardeo de Plaza de Mayo, dijo: “Perón es el primer soldado que ha quemado su bandera y el primer católico que ha quemado sus iglesias”. Lo cierto es que Yalta y la creación del peronismo fueron coetáneos. Y hoy podría decirse, claro que sin pretensión de mezclar manzanas con tornillos, que ambos, el legado de Yalta y el del octogenario peronismo, se encuentran bajo revisión como pocas veces. Dotado de una plasticidad proverbial, el peronismo siempre se reinventó, es cierto. Pero su actual sequía doctrinaria, que en las barriadas populares difícilmente pueda atemperarse con consignas franquiciadas por el colectivo LGTBIQ+, no aparece relacionado esta vez sólo con su último fracaso sino con cambios estructurales de la base social que le dio sustento. ¿Cómo era aquella Argentina de hace 80 años? Félix Luna describe la cotidianeidad precisamente en El 45, uno de sus libros más leídos. “Un Buenos Aires que no conocía semáforos ni radio a transistores ni TV. Tranvías haciendo barullo en las avenidas, automóviles grandes (no existían los 600 ni los Citroën) que podían estacionarse en todos lados. Mujeres con polleras largas y zapatos de plataforma. Argentina del 45: Córdoba sin industria automovilística, Tucumán que era todavía ‘el jardín de la república’, San Juan empezando a salir de su tragedia. Un país de caminos polvorientos, sin tráfico aéreo ni turismo popular, en el que palabras como ‘industria nacional’ se asociaban con mal gusto, mala calidad y carura (…). En el fútbol brillaban Angel Labruna y Severino Varela. Sí, hay que reconstruir ese estelar año 45 y es inevitable que los recuerdos vayan hilándose a través de esos días calcinados por el ardor político”. Las distancias, los viajes, desde luego no eran lo que son hoy. Stalin, que tenía pánico a volar, impuso como lugar de cita la recóndita Yalta, bañada por el Mar Negro, adonde él llegó en tren, y se lo hizo padecer a Roosevelt, quien directamente no volaba pero esa vez no pudo evitarlo. En Malta, donde primero se reunió con Churchill para coordinar la posición aliada sin lograrlo, Roosevelt abordó un cuatrimotor C-54 dotado de ascensor eléctrico que le permitía permanecer en su silla de ruedas (la parálisis de Roosevelt siempre fue atribuida a la polimelitis, aunque nuevos estudios aseguran que padecía síndrome de Guillain-Barré). Unas ochocientas personas en 25 aviones formaron la comitiva angloestadounidense. Tuvieron que hacer 2200 kilómetros para evitar que los nazis los bombardeen desde Creta hasta llegar al aeródromo de Saki. Allí todavía faltaban tres horas de auto hasta Yalta. Roosevelt llegó exhausto. También su mano derecha, Harry Hopkins, quien sufría un cáncer avanzado. Fue Putin el que en 2014 repuso a Yalta en las primeras planas cuando decidió anexar toda la península de Crimea. En un mero acto administrativo, Nikita Kruschev le había transferido Crimea en 1954 a la entonces república socialista soviética de Ucrania. Nadie osaba imaginar que la URSS colapsaría. La anexión de Putin produjo una importante crisis con Occidente, prolegómeno de la actual guerra ruso-ucraniana, el mayor conflicto militar convencional en Europa, precisamente, desde 1945. Como hoy Putin, Stalin sabía muy bien lo que quería. Y también sabía lo que querían sus visitantes, porque la inteligencia soviética había hecho previamente un trabajo exhaustivo y también había puesto micrófonos en los palacios y jardines de Yalta. Algunos analistas internacionales encuentran similitudes entre las estrategias de Putin y la forma en la que Stalin consiguió una división de Europa que duraría más de medio siglo. Los aliados resolvieron desmilitarizar Alemania y dividirla en cuatro zonas controladas por la URSS, Estados Unidos, Reino Unido y Francia (pese a que Charles De Gaulle no logró ser parte de Yalta). Stalin consiguió una indemnización de Alemania de 10 mil millones de dólares, pero como después no la pudo cobrar se llevó sus industrias. También se resolvió la creación del tribunal internacional que juzgaría a los criminales de guerra nazis, lo que serían los juicios de Nuremberg. A Stalin, que se comprometió a declarar la guerra a Japón a cambio del control sobre las islas Kuriles, Sajalín y Mongolia, en realidad lo obsesionaba Polonia, cuyas fronteras se corrieron a favor de la URSS. Pero el dictador soviético no cumplió su promesa de elecciones libres en Polonia ni en Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria, al cabo convertidos en regímenes satélites de Moscú. Su idea de expandir el comunismo y la vulnerabilidad de Roosevelt en Yalta siguen siendo objeto de discusión académica. Fue en la cumbre siguiente, la de Postdam, celebrada entre el 17 de julio y el 2 de agosto (con Harry Truman en lugar de Roosevelt) cuando se verificó que la mayoría de los acuerdos de Yalta no se cumplieron. En cuanto a Churchill, inesperadamente, en julio, perdió las elecciones. Serguei Lavrov, el ministro de Relaciones Exteriores de Putin, dijo ayer en Moscú que Estados Unidos y las principales potencias europeas deben regresar al sistema internacional creado por la conferencia de Yalta. Según Lavrov, el principal resultado de Yalta fue la creación de las Naciones Unidas. “La ONU no nos llevó al paraíso pero nos salvó del infierno”, dijo. Los libros de historia en general dicen en cambio que Stalin no estaba muy interesado en una institución para preservar la paz, que creía más en la eficacia de la fuerza militar y en los acuerdos entre las superpotencias (término nacido en 1944). Cuando empezó el debate sobre la ONU Stalin planteó que cada república soviética debería tener un voto. También sostuvo que la Argentina no debía ser parte de la ONU. El peronismo más reciente, abiertamente prorruso, quizás olvidó ese dato, motivado por la neutralidad argentina y también por lo que en 1945 representaba el incipiente Perón para las grandes potencias. © La Nación

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