Jorge Lanata cuestionó en vivo la autenticidad artística de Charly García. Fue durante una recordada entrevista en su programa "Día D". Frases...
Vous n'êtes pas connecté
La muerte de Jorge Lanata provocó el apogeo y caída de un género efímero, “Yo y Lanata”, un concurso de historias personales, muestras de cercanía, dice el autor quien admite que, junto con la tristeza, le sacaron las ganas de escribir sobre su amigo. Pasados los días, Martín Caparrós lo recuerda así. (Ya pasaron unos días: hacía tiempo que la Argentina no le dedicaba tanta atención a una muerte. En esa atención aparecieron distintas intenciones. Por un lado, fue impresionante ver su barba en las tapas o aperturas o homes de todos los medios y ver, también, como la flor y nata del periodismo establecido, que temió tantas veces sus impulsos de cambio, su franqueza, su audacia, buscó la forma de ensalzarlo para no quedarse afuera –o apropiárselo todo lo posible. También vimos, en esos días, el apogeo y caída de un género efímero, “Yo y Lanata”, un concurso de historias personales, muestras de cercanía –que, junto con la tristeza, me sacaron las ganas de escribir. Creo que, tonto de mí, me las devolvieron los energúmenos de siempre. Al fin y al cabo somos la Argentina, un país donde un ex militar de inteligencia, el ex teniente general Milani, acusado de desapariciones y torturas, puede darse el lujo de llamar a Jorge Lanata “un ser humano despreciable, un corrupto intelectual y moral” cuya muerte fue “justicia poética”: como si lo carcomiera la nostalgia de la época en que él y los suyos podían decidir qué muertes eran justas y ponerlo en práctica. Su ex jefa, ex presidenta y ex supuesta defensora de los derechos humanos no dijo una palabra. Sí se habló encima, para su desgracia, un neopropagandista neoanalfabeto del neofascismo neomileísta, un tal neoMárquez, goebbelsito del subdesarrollo, que dijo que “reventó Lanata, que se dio a conocer con un diario pro terrorista: ese es su origen siniestro, rodeado de escribas inmorales porque eran de izquierda, al servicio del mal o del crimen…”. Y su jefe el presidente se quedó en silencio, inaugurando una táctica inédita que podría darle grandes satisfacciones: callarse la boca. Sería, carigno, tu penúltimo triunfo contra la tontería. Pero tu victoria tuvo, también, su lado malo: me dieron ganas de escribirte.) La estatua ecuestre de Martín Caparrós que Jorge Lanata le había prometido una noche de verano en el Tigre. Fue de verdad una sorpresa. La caja llegó hace un mes, semana más o menos. Era una caja de madera sólida, metro y medio de largo por uno de alto por uno de ancho, sólidamente atornillada, con unas letras pintadas en negro que decían frágil y el apellido de mi mujer y ningún remitente. Nos costó mucho trabajo abrirla y no sabíamos qué era; cuando al fin pudimos sacarle la tapa de madera nos encontramos con un mar de telgopor en pedacitos. Empecé a apartarlos y lo primero que vi fue una cabeza de persona, cinco o diez centímetros: tardé un momento en entender que era la mía. Entonces tuve un momento de confusión extrema y después se me ocurrió que quizás era eso: me puse a apartar los telgopores de adelante y, en efecto, apareció la cabeza de un caballo. Solté un grito: ¡no, la estatua ecuestre! ¡No puede ser tan hijo de puta, es la estatua ecuestre! La historia es larga y tonta. Empezó hace más de quince años, una noche de verano en mi casa del Tigre. Cenábamos Jorge y Kiwi, Dani y Laura, Margarita y yo, como tantas veces. No sé qué cuernos habré dicho que Jorge, para tomarme el pelo, dijo que realmente me merecía una estatua ecuestre y que él la iba a encargar e instalar en el jardín de aquella casa. Pasó el tiempo, yo me fui de allí, pero él de tanto en tanto volvía a hablarme de la famosa estatua ecuestre: ya era uno de esos chistes viejos que los viejos amigos se repiten como quienes se abrazan, quienes se dicen seguimos siendo eso. Y de pronto la estatua estaba en casa. Yo no paraba de decir no puede ser, el hijo de mil putas lo hizo una vez más. Lloré un poco, me reí un rato largo. Jorge llevaba meses en el hospital: parecía que me la mandaba desde allí –aunque, por supuesto, después supe que había salido antes. Y entendí que esa estatua tan perfecta, enviada por barco hasta Génova y desde allí por dos o tres camiones, varios meses de confección y recorridos, era como una síntesis, la quintaesencia de Jorge Lanata. Quiero decir: un efecto de la calidad más destacada entre todas las que lo hicieron ser lo que fue. No su inteligencia, su audacia, su gracia, su energía, su generosidad ni tantas otras: fue esa confianza, esa certeza que siempre tuvo de que, si quería algo, lo iba a hacer. O peor: que tenía derecho a todos sus deseos. Muy poca gente cree que tiene derecho a sus deseos, y esas personas, en general, consiguen lo que nadie. No su inteligencia, su audacia, su gracia, su energía, su generosidad ni tantas otras: fue esa confianza, esa certeza que siempre tuvo de que, si quería algo, lo iba a hacer. O peor: que tenía derecho a todos sus deseos. Muy poca gente cree que tiene derecho a sus deseos, y esas personas, en general, consiguen lo que nadie Yo lo había conocido en radio Belgrano en 1984, pero no mucho. Lanata, 23, barbudo, trabajaba en el programa matutino de Aliverti, serio, comprometido, y Dorio y yo creíamos que era más subversivo reírnos del mundo cada noche. Empezamos a hablar en el ’87, cuando me dijo que estaba por sacar un diario y yo lo odié: yo había planeado hacerlo y él lo hacía. Me propuso que dirigiera la sección y el suplemento de cultura de ese invento que estaba preparando y que tendría, me dijo, doce páginas. Lo hice, y en la noche del 25 de mayo fuimos juntos, con otros cinco o seis, a la imprenta a ver salir de máquinas el primer número de Página/12 –que ya tenía 16. Aquella vez no duré mucho: al cabo de cinco o seis semanas me llamó a su oficina y me dijo que me tenía que echar porque Osvaldo Soriano, su “asesor editorial”, se lo había exigido. Me dijo que lo lamentaba, me pagó toda la indemnización y un año o dos después me volvió a llamar para escribir columnas. El diario era distinto de todos los demás y había hecho que todos los demás fueran distintos: pocas veces hubo, en la prensa argentina, una revolución como aquella de Página/12. Jorge la comandaba trabajando como un perro y dándose, también, todos los gustos: que si una tapa negra, una edición amarilla, una investigación definitoria. En su revista, Página/30, y por su invitación, empecé a hacer aquello que entonces llamábamos “territorios” y, desde entonces, solemos llamar “crónica”. Jorge sabía –siempre supo– confiar en la gente en que confiaba. Recuerdo una noche, elecciones de 1991, cuando le llevé una columna que no le parecía y me dijo que mejor no la publicáramos, que se iba armar quilombo, pero yo insistí y él, por aquello de las libertades, la mandó imprimir. Al día siguiente nos llovieron las críticas; entonces él me llamó y me dijo que se había equivocado: “Cuando me mostraste esa columna yo no tendría que haberte dejado publicarla”, me dijo y yo pensé que se venía la censura. “Así que vamos a cambiar de sistema: no me las muestres más, llevalas directo a diagramar”. He contado esta historia algunas veces: cada vez que me preguntan qué entiendo por libertad de prensa. Me pareció admirable y además –y mejor– ese día empezamos por fin a ser amigos. Tiempo después me invitó a comer y me dijo que en un año o dos iba a irse de Página: que una cosa era haber fundado el diario y otra administrarlo como una máquina aburrida. Me impresionó: es muy poca la gente capaz de abandonar un éxito. Ahí se me terminó de armar, recuerdo, esta mezcla de cariño y respeto y amistad. En esos días nos fuimos, por ejemplo, él y yo y su hija Bárbara y mi hijo Juan, que tenían tres o cuatro años, a pasar un fin de semana de invierno en un hotelito de Punta del Este. Dos hombres jóvenes con dos chicos chiquitos: nos reíamos porque sabíamos que nos miraban como un –entonces raro– matrimonio gay. Supongo que fue una de las últimas veces en que Jorge pudo andar por ahí sin ser una estrella: le sabían el nombre pero no la cara. Poco después empezó a salir por la tele, terminó de convertirse en el periodista más conocido y respetado del país –y me invitó a participar en su Día D. Aprendí mucho. Fueron años y años. No siempre estábamos de acuerdo pero siempre pudimos decírnoslo o incluso escribírnoslo, y cuando nació Lola y fuimos a verlos al sanatorio y él me pidió que fuera su padrino nos dimos un abrazo y nos volvimos parientes. Parientes es distinto de amigos: es un vínculo que no hay que revisar, que no tiene forma de romperse, que está más allá de momentos, conductas, opiniones. Jorge siguió haciendo cosas y más cosas: nunca pudo parar e hizo casi todo. Ninguna vida se puede sintetizar en unas líneas –pero la suya menos. Empezó a trabajar a sus 14, fundó su primer diario a sus 26 y su segundo a los 48, condujo los programas más vistos y oídos de radio y televisión durante décadas, hizo teatro de revistas y documentales por el mundo, escribió poemas pudorosos y poemas impúdicos, publicó una docena de libros, se casó media docena de veces, se enteró ya cincuentón de que sus padres no eran sus padres naturales, tuvo dos hijas, se metió todo el tabaco y casi toda la coca, la dejó, sobrevivió, se fundió varias veces, se vistió de todos los colores, se rió de todo lo que quiso, lloró e hizo llorar a muchos y, sobre todo, se dedicó a ser él con una obstinación y una coherencia que no ví en nadie más. Para eso, a veces, se atrajo críticas de los que antes no: le importaba pero tampoco tanto. Jorge podía ser arbitrario –estaba muy convencido de lo que estaba convencido–, podía ser humilde –sabía reconocer que no sabía lo que no sabía– y, a diferencia de la mayoría de sus colegas, sabía escuchar, que es lo más importante. Y sabía enseñar: muchos de los mejores periodistas de la Argentina actual vienen de su escuelita. Y sabía conectarse: tantos conductores de radio y de televisión intentan tantas cosas para que lagente les haga caso; él no necesitaba. A veces nos reíamos con la idea de que, a la manera de Obelix, se había caído en la marmita de lo popular cuando era chico. No había marmita, pero siempre le importó seguir siendo, entre otros, aquel pibe de Sarandí. Y lo fue, supongo, en tantas cosas, y en tantas otras todo lo contrario y en todas lo que se le dio la real gana. Derecho a sus deseos: vivió la vida que quería y decidió, hace ya mucho tiempo, que pagaría el precio necesario. Ahora lo pagó y creo que es barato: muy pocos consiguieron tanto a cambio. Más, creo, pagamos sus amigos, que ya no lo tenemos. Yo no sé hacer estatuas ecuestres, pero querría dejarle estas palabras vanas: hasta pronto, carigno; sin vos, mi vida habría sido muy distinta. MC
Jorge Lanata cuestionó en vivo la autenticidad artística de Charly García. Fue durante una recordada entrevista en su programa "Día D". Frases...
La muerte de Jorge Lanata marca el fin de una época en el periodismo argentino. Fue el último de los grandes editores. Se instala definitivamente en...
La muerte de Jorge Lanata marca el fin de una época en el periodismo argentino. Fue el último de los grandes editores. Se instala definitivamente en...
Alejandro Seselovsky pertenece a la generación de periodistas que abrazó a la profesión impulsado por el Jorge Lanata de Página 12 y las...
El director impensado para un diario imposible. Muerte y sobrevida de Página 12 y una condena prematura para Crítica. Clarinización de Lanata y...
Tras más de 6 meses de internación en el Hospital Italiano, Lanata murió este lunes a los 64 años Jorge Lanata demostró desde temprana edad su...
Gracias a su estilo mordaz y su capacidad para desafiar a los poderosos de turno, contó con una audiencia leal, aunque también cosechó detractores...
Gracias a su estilo mordaz y su capacidad para desafiar a los poderosos de turno, contó con una audiencia leal, aunque también cosechó detractores...
Ángel De Brito anunció que tenía una respuesta en audio de Javier Milei sobre por qué no había hecho mención a la muerte del periodista Jorge...
lunes, 6 de enero de 2025 18:00 La muerte de Jorge Lanata generó una conmoción total en el mundo de la farándula y el periodismo, a donde el...