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Por Jorge Fernández DíazSebreli nos ha enseñado principalmente a desconfiar de las súbitas y cambiantes euforias argentinas. Acerca de su muerte, el biógrafo oficial e íntimo amigo de Javier Milei ha elogiado su prosa y su ironía, pero no se ha privado de repudiar al legendario autor de Los deseos imaginarios del peronismo por ser “enemigo declarado de la Cristiandad, promotor acérrimo del genocidio prenatal del aborto”, fundador del Frente de Liberación Homosexual, acólito del “satanismo marxista” en su juventud y luego “macrista”, lo que implicaría que a la postre Sebreli “suavizó sus perversiones doctrinarias un poco” (sic). El escritor Nicolás Márquez remata su responso diciendo: “Dios sabrá qué hacer con él”. Unos días antes, Demian Reidel, jefe de asesores del presidente de la Nación, dio a conocer en las redes sociales –como si realmente fuera una novedad– un viejo y profético manifiesto político de Murray Rothbard, donde el máximo ideólogo del León aseveraba que la estrategia adecuada era el “populismo de derecha”, y señalaba como enemigos a las “élites intelectuales y mediáticas” por ser todas “liberales-conservadoras del establishment” y, por lo tanto, una mera “variedad” de la socialdemocracia. Allí abogaba, a su vez, por un líder carismático que despertara a las masas: Milei se sintió aludido y representado y reposteó el tuit de Reidel, y también el texto antológico de Rothbard, que más adelante reivindicaba a Joseph McCarthy y su tristemente célebre “caza de brujas” en Hollywood. Quizá el macartismo que ejercerán en el cuerpo diplomático y la purga operada en el Estado argentino no sean entonces tan extraños ni sacrílegos: hay base teórica, como verán, para realizarlos sin remilgos ni escrúpulos de ninguna clase, compañeros. Ya lo advirtió esta semana el Gordo Dan, simpático jefe de las brigadas digitales de las Fuerzas del Cielo: la administración pública está llena de sobrevivientes kirchneristas, radicales y macristas –es decir: “comunistas”– y todavía no se ha llegado a “barrer” con ellos para poner a los propios: “Los propios a veces son un amigo o un conocido que posean la ideología adecuada –dijo–. Tiene que haber idoneidad, pero también selección ideológica para que no te hagan microgolpismo. No hay que temer a las críticas. Primero hay que poner a los propios”. Por esas mismas horas, el General Ancap en persona buscaba desacreditar a Raúl Alfonsín, a quien odia con toda su alma, quizá no solo para incomodar al radicalismo sino para cuestionar veladamente toda la democracia moderna. Ya sabemos que Milei no tiene ninguna simpatía por “el consenso alfonsinista”, que es básicamente el acuerdo republicano sobre el cual se cimentó este sistema institucional de libertad y participación. Prefiere sugerir que su régimen modélico se encuentra mucho más atrás, en los años anteriores a 1916: el problema es que Mitre, Sarmiento y Roca venían a fundar el Estado y no a ser topos aviesos con la misión autoimpuesta de destruirlo. Los amigos y admiradores de Sebreli, los radicales en general –Jesús Rodríguez, Martín Tetaz y unos pocos más fueron la excepción–, y otros muchos aludidos por esta amplia batería de signos, amenazas y ataques se han mantenido insólitamente callados. Y esto demuestra que han triunfado el miedo, el oportunismo y la relativización moral, entendiendo esta última como el acto de fingir demencia frente a la demencia. Cuando nos adentramos en el terreno de la locura imperante, la frase que se repite en los sondeos cualitativos es aterradora: “Se ve que hacía falta un loco para arreglar este país”. Es cierto que las toses desestabilizadoras que denuncia Milei hacen pensar en algún tipo de perturbación psíquica, pero este articulista prefiere concluir que rinde mucho más “hacerse el loco” que serlo y que por eso hay que pensar más en astucia que en simple enajenación. La respuesta popular que se escucha es inquietante más allá de ser cierta: denota que el fin justifica los medios y que flota en el aire un nuevo pensamiento mágico según el cual “el país normal” será alcanzado gracias a una terapia de manicomio. Otra frase justificadora podría resumirse así: “¿Y qué querés? Por las buenas no se podía. Había que hacerlo por las malas”. La pronuncian quienes luego de denunciar durante veinte años las formas bárbaras y violentas del kirchnerismo y su violación sistemática de las reglas y la convivencia democrática, hoy no solo consideran aceptables similares prácticas, sino que piden al periodismo libre que las ampare. Felipe González explicó alguna vez que la democracia suele ser fiel al capitalismo, pero que este no suele responderle con la misma lealtad. Es que a muchos empresarios y financistas les cuesta congeniar la libertad económica con el sistema republicano, y si tienen que elegir colocan el primero muy por encima del segundo. Otra frase del momento: “No digamos nada, porque si no vuelve el cuco”. Esto supone que el espíritu crítico –como un viejo smoking– debería guardarse en un baúl del desván, que debemos tragarnos todos los sapos y ser indolentes frente a mentiras y degradaciones, y que no conviene hacer ruido para no importunar al nuevo salvador de la patria. Este chantaje es muy efectivo: casi nadie quiere regresar al desastre anterior, pero de ahí a convertirnos en zombis, autómatas y lamesuelas hay un trecho grande, ¿no? ¿O debemos cancelar el pensamiento y adherir sin pedir explicaciones a un grupo inspirado en una secta ideológica que pretende una ideología única? Recordemos que no existe un gobierno libertario en toda la historia de la Humanidad, que esta experiencia tan original nunca se probó en el terreno y que este nuevo animal político no puede ser examinado con las categorías tradicionales, por más que usurpe la palabra “liberal”. Entre un proyecto de poder que, apalancado en sus buenos resultados macroeconómicos, imita los peores trucos del peronismo y busca una hegemonía, y un ecosistema que está anestesiado y le perdona lo imperdonable, la Argentina vive una vez más esa ebriedad de fe trucha, esa clase de euforia que Sebreli tantas veces cuestionó. Al final Juan José solía tener razón, pero mientras tanto lo pagó caro. Carísimo. © La Nación
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