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Tengo dos amigos a los que hace días les mando sistemáticamente todos los chistes buenos sobre Luigi Mangione, el joven norteamericano acusado de asesinar al CEO de seguros de salud Brian Thompson. Digo sistemáticamente porque de verdad soy prolija, es casi como un mailing de prensa: dos o tres veces por día hago una curaduría de los mejores y los envío, sin ningún comentario. Lo hago solamente porque divierte, y no veo nada extraordinario en esa diversión, ni en la mía ni en la de los miles que hacen memes y tweets graciosos sobre el tema. La fascinación con los asesinos es antiquísima. Ted Bundy, Jeffrey Dahmer y Charles Manson son estrellas de la cultura pop. Nahir Galarza no llegó ni a terminar su condena que ya tiene su propia serie; y todos ellos, encima, asesinaron a víctimas que nadie tenía ninguna razón para odiar. En la fascinación que genera Mangione se mezclan dos figuras: la del asesino, por un lado, y la del justiciero, por el otro. No hay justificación para matar a nadie, es cierto, y la amplísima mayoría de la gente que comparte memes de Mangione lo sabe. Pero Mangione se metió con una de esas personas que “lucran con la salud de la gente”, que viajan en aviones privados a costa de que una madre soltera se endeude de por vida por un accidente laboral. Es perfectamente posible que Brian Thompson fuera una excelente persona, e incluso si fuera la peor de todas quienes no creemos en la pena de muerte pensamos que no se merecía que nadie lo matara. Y así y todo, Thompson sí era una de las caras de un sistema injusto, violento e hipócrita. No hay nada extraordinario ni de época, reitero, en el hecho de que podamos hablar de eso con liviandad. Hay algunos aspectos de la conversación en torno de Mangione, por supuesto, que sí son de época. Lo primero, su presencia online: un asesino centennial tuvo Instagram, tuvo Twitter, tuvo Tinder, Goodreads incluso. Ese morbo irrefrenable que explotaban los canales de televisión hablando con sus amigos y vecinos y mostrándole a la audiencia el intento de entender cómo una persona aparentemente normal llega a hacer algo tan por fuera de la norma hoy es una investigación que todos tenemos a la mano. Internet está llena de huellas de Mangione: todos podemos entrar a jugar al detective y buscar las huellas del desborde en sus posteos de vacaciones o su reseña de una película. Una segunda cuestión, un poco más amplia, es el hecho de que la figura del descastado está claramente teniendo un momento. Eso que mostró la primera Joker, el culto a un tipo que se sustrae del sistema y hace todo lo que no estaríamos dispuestos a hacer; la desconfianza de las instituciones existe desde que existen las instituciones, pero tiene épocas, y pocas épocas han sido más desconfiadas que esta. Las creencias políticas de Mangione parecen haber sido tanto woke como antiwoke, por lo que podemos encontrar en Internet, pero la pulsión antisistema es lo único que parecen tener de coherente; y quizás ese clivaje, el que separa a los conservadores institucionalistas de los tirapiedras (uso los términos como descriptivos, sin ninguna valoración), sea hoy más importante que el que separa a la izquierda de la derecha. En algún sentido, los derechistas que entendieron eso y se pararon en contra de la casta (Milei y Trump, paradigmáticamente) entendieron algo sobre la época que va mucho más allá de estar en contra del progresismo, o del contenido de sus ideas políticas en general. Pienso, también, que cierto tipo de crítica reformista entró en una crisis total, y por eso quizás yo puedo decir con mucha liviandad que Brian Thompson es una cara del sistema y no el sistema, y que la violencia contra personas individuales consigue poco; pero las herramientas de la democracia liberal han conseguido, a ojos de mucha gente (y en especial de mucha gente joven) tan poco que no probar con el crimen parece sencillamente terco. Es curioso: no vivimos tiempos particularmente violentos (los asesinatos políticos, en occidente al menos, son una rareza total), pero la gente se horroriza ante el caos mucho menos que antes. El caos aparece como un descanso, un destello de autenticidad en un mundo cansado de la hipocresía. Y pienso una última cosa, porque la hipocresía y el agotamiento que ella produce están en la raíz de todo esto. Los seguros son el caso paradigmático de la hipocresía cansadora; me pasó arreglándome los dientes y arreglando el auto, y no es culpa de la Argentina, por una vez en la vida, es el tipo de cosas que pasa en todos lados. Una paga algo todos los meses, y tiene una suerte de fe absurda en el contrato firmado. Absurda, digo, porque es evidente que el contrato es desigual hasta el ridículo, y que negociar con un seguro siempre es negociar con un secuestrador. “Te cubrimos hasta acá, si no hacelo por afuera”, te dicen, y la realidad es que no hay nada que hacer más que aceptar lo que te ofrecen y pagar un dinero que no tenés, o no aceptarlo y pagar 10 veces ese dinero que no tenés. Es como si los seguros fueran la metáfora del trauma millennial: me prometieron que si hacía las cosas bien (si terminaba la carrera, si pagaba la cuota) las cosas me iban a salir bien, porque había un sistema que funcionaba así, asignándoles recursos a las personas que se ocupan, pero no pasó, y ahora no hay a quién hacerle reclamo. Es poético, en algún sentido, que de todos los CEO Mangione haya elegido a uno de seguros. Si el sistema funcionara, parece decir, alguien leería la denuncia que escribí en el libro de quejas; pero no funciona, así que ¿para qué molestarse con las palabras? TT/MF
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