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Beatriz Sarlo fue una intelectual excepcional y una maestra del debate cultural argentino. Entendía la política con profundidad y defendía ideales con independencia. Su vida fue pedagógica: siempre aprendió y enseñó. Con su muerte, se cierra una época de pensamiento riguroso y queda un vacío en el mundo de la crítica y la conversación. En el comienzo de la democracia, a mediados de 1984, yo estaba en la casa de María Teresa Gramuglio y Pablo Renzi en Caballito entrevistando a Juan José Saer —quien, de visita en el país, paraba con ellos— para la revista El Porteño. Era la hora del crepúsculo cuando llegó Beatriz Sarlo con una botella de whisky JB. Fue entonces que la conocí y fuimos amigotes (nunca fuimos amigos, en el sentido fuerte del término) durante más de 40 años. Hicimos algunas cosas juntos, la vida nos cruzó muchas veces y cada encuentro —casual o planificado— fue siempre un placer y un aprendizaje. Beatriz no dejaba indiferente a nadie. Esa noche fue un anuncio de muchas otras que vendrían: en principio yo me iba a retirar al terminar la entrevista (digamos a las 19), pero recién ahí comenzó la charla. Corría el whisky. Comimos. Seguimos charlando y terminé yéndome, del brazo de Beatriz, a las 7 de la mañana del día siguiente. Borges divide a los genios en tres géneros: escritores, pensadores y conversadores. Aunque Beatriz publicó varios libros y cientos de artículos, aunque le gustaba pensarse como una gran polemista pública (y realmente lo fue toda su vida), yo creo que fue esencialmente una conversadora genial. Incluyo en sus “conversaciones” tanto sus clases en la facultad de Filosofía y Letras como las entrevistas, muchas de las cuales están registradas en medios gráficos o en videos. Así como hay un Borges oral podemos hablar de una Sarlo oral, tan genial (si no más) que la gran ensayista que fue. Así como hay un Borges oral podemos hablar de una Sarlo oral, tan genial (si no más) que la gran ensayista que fue Sarlo no podía no opinar. Estaba aquejada de la enfermedad del intelectual moderno (esa figura que comenzó a delinearse con la Revolución Francesa y que ha desaparecido con el iPhone y Twitter, los medios que hicieron que todo el mundo fuera opinador, en especial los que no saben nada sobre el tema del que hablan). Sarlo sabía. Sarlo dudaba. Afirmaba sus convicciones. No pocas veces con vehemencia, pero dudaba siempre. Y cambiaba mucho. Siempre fue “de izquierda”, aunque el lugar de esa izquierda a la que ella sentía pertenecer cambiara mucho en las décadas que van desde sus primeras intervenciones a fines de los 60 hasta nuestros días. Fue militante del comunismo maoista —que en los años 70 apoyaba al gobierno de Isabel Perón—. Vio en Alfonsín la posibilidad de una socialdemocracia que nos alejara tanto del populismo peronista como del eterno riesgo de las dictaduras militares. Fue crítica de Menem, de Cristina Kirchner, de Macri y de Milei. Mantuvo su independencia intelectual manteniéndose en ese lugar difícil: al margen del gobierno, pero con una mirada comprensiva. Beatriz entendía la política, a diferencia de muchos intelectuales que solo creen en ideales. Sarlo siempre comprendió que los gobiernos tienen compromisos que los alejan de los ideales. Ella dijo muchas veces que lo importante no es ver que un gobierno no es perfecto y puro sino cuánto se aleja o traiciona aquellos ideales y valores por los que quiere seguir gobernando. Si al final un gobierno se convierte en “otro más” que no aporta nada a la mejora del mundo, entonces realmente no vale nada, pero si mejora el mundo aunque no satisfaga las ideas que el intelectual defiende, entonces ese gobierno vale la pena. Por eso apoyó a Alfonsín hasta la caída misma, cuando ya hasta los fanáticos se escondían ante el hombre atribulado por el fracaso económico de la hiperinflación. Sarlo se metió muchas veces en el barro de la lucha cotidiana por las ideas y las prácticas políticas y obviamente casi nunca salió inmaculada de esas intervenciones. Pero siempre salió más sabia. Aprendía siempre. Eso nos enseñó a todos los que la conocimos más de cerca y también a los muchísimos que fueron sus alumnos circunstanciales: hay que meterse en el núcleo de la época y tratar de entenderlo, aunque salgamos magullados. Parafraseando a Oscar Wilde: “Uno debe enfrentarse solo con la gente que puede aportarnos algo, con los mejores, aunque no nos agraden”. Sarlo se enfrentó con todos los que valía la pena discutir: desde David Viñas —un genio que tenía muy malas maneras y algunas malas prácticas— hasta Horacio González. Con algunos coincidió al final, al menos en parte. Con otros nada. Ella aprendió en esos debates y nosotros también. La vida de Sarlo fue pedagógica, fue la gran maestra del debate cultural argentino de los últimos cincuenta años. Durante un par de años fui parte de la cátedra de Literatura Argentina del Siglo XX, de la que ella era la titular. Eso me permitió participar no solo de las clases sino del seminario interno en el que se preparaba el temario que dictaríamos en el cuatrimestre próximo. No gustaba ni de la literatura de Manuel Puig ni de la de César Aira, que para la mayoría de nosotros eran los más grandes escritores argentinos luego de Borges. Pero Sarlo no hacía prevalecer su gusto. Ella comprendía el lugar que ambos —Puig y Aira— ya tenían en la literatura y en sus clases los incluía y los analizaba con inteligencia crítica. La muerte de Beatriz Sarlo es un fin de época. Parece un lugar común decir este lugar común, pero en este caso es cierto. Ya casi no quedan intelectuales como ella (tal vez Tomás Abraham sea el último ejemplar). Todo un mundo que estaba centrado en la lectura —lectura implicaba conocer y criticar miles de libros; ir, volver, descartar y rescatar cientos de grandes autores— ese mundo ya no existe. Sarlo siempre se interesó por las nuevas tecnologías y por las nuevas prácticas sociales. Escribió varios libros sobre ello. Pero en ese mundo tecno ella era una antropóloga que miraba desde la distancia crítica un mundo del que no participaba o que le era en gran parte ajeno, como nos pasa a todos los que nos hemos criado en una biblioteca. Tuve el placer, el honor, la alegría de haber compartido cientos de horas de conversación con Beatriz. Murió una mujer genial a la que yo (como casi todos los que la conocieron) quería. Estamos más huérfanos que antes. Estamos más solos y más a oscuras. Con el tiempo se comprenderá todo lo que se fue con ella. DM/JJD
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