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Maroc Maroc - ELDIARIO.ES - Cultura - 07/Mar 21:21

Ding, dong… Los últimos ‘hablantes’ de las lenguas de bronce

Surgido hace siglos, el toque manual de campanas es un lenguaje que ha sufrido un gran retroceso en todo el mundo. Pero sigue funcionando en algunos lugares, y conserva la esencia del primer sistema de comunicación de masas Archiletras | Todo es lengua - Pareados innovadores contra Mazón, por Arsenio Escolar Es justo recordar que hubo otros periodistas mucho antes que nosotros, y que estos fueron los humildes campaneros subidos a sus torres [el primer sistema de comunicación de masas]. Además, ya lo dijeron [casi] todo: quién nacía y quién moría, quién era rey y quién mendigo, cómo rezar, cómo regar, cuándo comer carne o pescado, cuándo huir del fuego, si venía el lobo, si era fiesta o día laboral… [Et tout le reste est littérature]. Por eso te propongo aquí un juego... Voy a dividir la voz periodística del texto en dos voces o campanas hipotéticas. Una, el texto corrido, será la campana mayor [La Javiera]. Los corchetes representan la voz secundaria, una campana más pequeña [el golpe de esquilón de La Radita]. Unidas forman la melodía completa que es el reportaje. Les pongo un nombre no por vanidad, sino porque es la costumbre [no hay campana sin apodo]. Durante el repique [solo un toque divulgativo] habrá un diálogo, como hacen las campanas de verdad en los campanarios. Una apoyará a la otra, una dice [y la otra añade o concreta]. Dos voces y dos toques. Uno alegre, otro triste, uno a muertos y otro a fiesta [como la vida misma]. Y un campanario [esta revista]. Y a ti que escuchas, seas quien seas, te toca entonces el papel de paisaje [de campo de cebada y cielo azul, de plazoleta con palomas y niños, serás la tierra húmeda dispuesta a ser labrada por tañidos…]. Suena la campana de nuestra primera historia… [¡Ding! ¡Ding! ¡Ding!] Sucedió en Mondoñedo, municipio gallego con poco más de tres mil habitantes. [Galicia interior]. Para nosotros, sin embargo, ya no será nunca más Mondoñedo: es Campana Esperanza, es Tañido Antaño, es La patria chica del hum [llaman hum a la última nota de una campana, la octava inferior que oyes diluirse como un azucarillo en los líquidos del oído cuando cesa la reverberación en los labios de cobre...]. Sucedió allí porque es de los lugares donde nunca murió la tradición [tradición viene del latín traditio y significa ‘entrega’]. Es la única catedral de España que nunca se electrificó [nada de motores y sonidos autómatas]. Una zona de resistencia. Un lugar donde guardar siglos. Desde la Edad Media ha habido al menos un campanero oficiando en la catedral con su toque manual [maña y fuerza]. Se han perdido toques diarios, es cierto [como el de ánimas, el ruego por los difuntos al anochecer], pero se ha conservado la cadena áurea de maestro a discípulo. Nunca se silenció allí la lengua de bronce. No trajeron modernos motores desde Alemania con melodías automatizadas, ya marcadas, distintas a las naturales del lugar, como sucedió en la basílica del Pilar de Zaragoza, que, tras el cambio, cuando la escucharon por primera vez los viejos, se dieron cuenta de que la nueva campana en vez de a fiesta les estaba tocando a muerto… [un presagio]. Allí no se practicó la hecatombe al dios Futuro [siempre hambriento de novedad]. Las campanas de Mondoñedo siguen hablando. Pervive ese lenguaje de tañidos “expresivo y cambiante”, que decía Delibes. Persiste un código de comunicación que en 2022 [A rebato, ¡ding, ding, ding!] fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial por la Unesco para evitar su extinción. Vamos con el primer toque prometido… Es alegre [un toque de fiesta]. La forastera apareció en la plaza de Mondoñedo, a los pies de la torre. Tendría unos ochenta y cinco años. Buscaba a La Paula, dijo a quien quiso escuchar. Quería verla [buscaba un andrógino, una caricia de metal, un sueño alquímico…]. La casualidad hará que se cruce con el hombre que mejor conoce a Paula [el hombre que durante decenios le ha acariciado el lomo]. La mujer le dirá que está ahí por su madre fallecida, que había sido profesora en Mondoñedo muchos años atrás. Ella le había hablado muchísimo de La Paula, y por eso quiere [necesita] conocerla [es imposible saber y desplegar aquí los deseos ocultos, solo podemos intuir el tapiz emocional, la fuerza que impulsó a esta mujer en el final de su vida a ese viaje en busca del raro grial, el deseo de recuperar la raíz que te arrancan, cuando se te desgarra el pecho en la hora justa en que pierdes a tu madre o padre, y el universo entero toca a difunto…]. El hombre [que es bueno y generoso] le invita a subir a la torre, pues para conocer a A Paula [en galego] hay que ascender al cielo. Ella no lo duda [subirá escaleras, cruzará pasillos medievales]. Ya arriba, en el campanario, Valentín Insua, uno de los últimos campaneros, que ha aprendido el oficio [oficio amor] de padre y tíos, hace la presentación. Le dice: Esta es A Paula, y le muestra la criatura como si fuera una hija. Paula de la Asunción. La voz de Mondoñedo. [Una giganta.] Es una campana forjada en el 1500, en ignotos hornos de arena, la más antigua de Galicia en activo. Fue forjada por los últimos alquimistas cuando los metales aún eran misteriosos. Enorme es la boca [cabe una persona en la copa invertida]. Se decía en el pueblo: “A Paula, co seu badal, escoitaríase en Portugal”. El badal o badajo parece los testículos de un toro celeste. Una cicatriz de 57 centímetros viaja por ella [ha sido refundida varias veces, la última en 1885]. A Paula son 2.500 kilos de amor a Dios y al vientre de Eva, y entonces Insua usa el cuerpo [tiene que saltar como el viejo ballenero] y la hace sonar. Y vaya si suena… [igual que en el primer día del siglo XVI, la misma nota de fiesta]; suena como la escuchó también aquella profesora de Mondoñedo que nunca pudo olvidarla. A Paula, como toda campana, tiene un poder extraño: es médium del tiempo… La mujer abre su pecho [la vibración penetrándola], y llora al fin en el campanario. Madre e hija ya han escuchado por fin el sonido, en distintos tiempos, pero en unívoca eternidad [el tiempo es la imagen móvil de lo eterno, según Platón]; como una caricia entre dos cuerpos que ya no pueden abrazarse en la materia, pero sí en el misterio de unas notas andróginas… [Venía buscando y encontró la magia]. Segundo toque [Este es triste]. Mondoñedo está desierto [como en las películas de zombis]. Insua está solo en la torre. En las calles que contempla desde las alturas no hay ánima a la que tocar. Solo la muerte parece rondar callejones, reptar por los quicios... El campanero susurra: “Ben, temos que facelo”. Se lo dice en galego [siempre les habla en la lengua materna], y lo hace de manera queda, no sea que la muerte también escuche y suba por las escaleras de caracol. El año es 2020, estamos en lo peor del covid. Hay toque de queda [aunque esta vez no se usó una campana para ordenarlo, sino el televisor]. Es de nuevo un mundo enclaustrado, oscuro, medieval, e Insua usará el viejo toque que creía desterrado: el toque a pestes. Jamás pensó que tendría que usarlo, aunque sabía que en la catedral había una campana forjada siglos atrás con este propósito [las campanas, como los seres humanos, tienen un dharma, que dirían en el Ganges, una razón celeste]. Lo cierto es que esta tiene nombre de matadiablos: Jacoba María de la Concepción. Pero Insua, como el resto de vecinos, la llama Prima. Obrará cual chamán tocando el tambor. Quiere agradecerle a los sanitarios su esfuerzo. Y será el toque antiguo, y percibirá que este acto, como el instrumento que golpea, trasciende los siglos. Otros interpretaron antes que él el papel en el teatro cósmico [La peste, el cólera, la gripe…]: la misma campana mientras las murallas se cierran y los hombres y las mujeres bajan la voz para que no les escuche la muerte… “Paula es el sentimiento de Mondoñedo y para mí lo es todo, aunque tengo que confesar que últimamente prefiero otra campana que se llama Ronda Rosenda María Natividad, pero yo la llamo Ronda”, dice Insua. [Ay, pillín] Cada campanero tiene su favorita. “Mi cuñado está ahora con Paula”, añade. ¿Hay cierta mística con la campana? “Toda, es una conexión, es como la radio de toda la vida”, añade. “Y todavía están aquí para lo que necesite la gente”. Estos han sido los toques prometidos. La Javiera está exhausta. [La Radita no repica de noche a perdidos]. Solo espero que quien haya escuchado sintiera la emoción. “Las campanas transmiten las emociones, y el campanero debe sentir lo que toca para poder transmitirlo”, explica Antonio Ballesteros, presidente de la asociación de campaneros zamoranos. No son raras las historias de campaneros que lloran solos en la torre mientras tocan a muerto por algún vecino. Las campanas se convirtieron en lenguaje en la Antigüedad tardía, en iglesias de la región romana de Campania [de ahí su nombre]. Pero el Medievo fue la consagración. Al principio cuadradas, luego cual copas romanas [de tono bronco], y más tarde, estilizadas y góticas [tono más alegre], organizaron la vida y la muerte en los reinos cristianos [Mahoma concluyó que eran música del Diablo]. Marcaron los ritos sociales, eclesiásticos y civiles. Las fiestas y funerales. Los estamentos y clases sociales [por eso fueron odiadas por liberales y anarquistas]. Daban la hora en el mundo sin reloj, donde la noche era tan negra como la vesícula del murciélago y la única hora exacta era la del mediodía [la hora sin sombra]. Fueron también el último reducto de la magia, las campanas ahuyentaban [y aún lo hacen] el granizo. Le cantan a la nube negra: “(De) Ten-te / nu-blao / no vengas / tan-cargaó / ten-te / tú / que-puedo / más-que-tú”. Los toques de misa representaban entonces solo el 5 % de los que se hacían, y hoy cubren casi la totalidad. “Todo estaba enmarcado en una serie de toques, que tenían connotaciones religiosas, por supuesto, como toda la vida tradicional, donde lo civil y religioso no se separaba, era una masa”, explica el antropólogo y campanero de la catedral de Valencia Francesc Llop i Bayo, seguramente el hombre que más sepa de campanas de España (habrá subido a unas mil torres y entrevistado a más de cuatrocientos campaneros tradicionales, en España y América). “Con cualquier cosa que ocurriera en el pueblo, el campanero tocaba”, apunta Ballesteros. Fue el periodista avant la lettre, el primero al que se informaba del suceso que debía transmitir en el código de tañidos. Usaron para ello un ingenioso sistema basado en categorías y aglutinación [cada toque, según la serie y el número de repeticiones, el tipo de campana, volteo o no, etc., representaba un concepto que se sumaba a otros, como si fuera un jeroglífico audible]. “Y así, más o menos, sabías de qué o quién se trataba”, dice Llop i Bayo. Podía anunciar una reunión, un parto difícil, una boda, la agonía de un enfermo… Cada pueblo tenía un lenguaje propio que solo entendían sus vecinos, aunque las comarcas presentaban cercanías semánticas, como si fueran dialectos. En México, por ejemplo, aún se toca al estilo extremeño [pues de ahí fueron los conquistadores]. Esto significa que un mismo toque podía ser triste en un lugar y en otro alegre [si bien es cierto que los toques alegres suelen ser rápidos y los tristes lúgubres]. Tocaban tanto hombres como mujeres [en Jaca, por ejemplo, eran campaneras por herencia matrilineal]. Y muchos las amaron, tanto que incluso bajo la cuchilla del alzhéimer aún hay personas que las identifican si las escuchan en el televisor de la residencia [¡É Paula, é A Paula..!]. En el siglo pasado, a partir de los sesenta, muchos campaneros fueron sacrificados “por una modernidad mal entendida”, dice Llop i Bayo. En los ochenta, él hizo las últimas entrevistas a los más antiguos, viejos ya, personas ignoradas, “la última sardina del plato” [según le decían], gentes que nunca tuvieron un reconocimiento social. Deberías leer, sin embargo, su testimonio [puedes hacerlo en esa maravillosa enciclopedia digital que es campaners.com]. Hay tanta dulzura cuando hablan de sus gigantas [“¡Cuánto las he querido...!”]. Fueron víctimas de los ladrones de ritos y de los nuevos mercaderes del tiempo [ese instrumento del Diablo que llamas el móvil]. Algo emasculó a muchas de las gigantas y electrocutó los labios de cobre. Algo acalló campanarios [hoy perezosos lupanares de cigüeñas] mientras España se vaciaba las entrañas. Los campaneros resistentes tienen hoy algo de Quijotes. Y siguen sufriendo “fiebre de campanario” [en palabras de Lorenzo, el último de Huesca, ya fallecido, y a quien entrevistó Llop i Bayo]. Una fiebre vigente en distintos países. Cuando se reclamó que la Unesco catalogara el toque manual como un bien de todos, se hizo una acción reivindicativa en la que sonaron a la vez más de mil campanas de toda Europa [solo el cielo comprendió la totalidad de este espectáculo]. Es imposible determinar si la lengua de cobre, el toque manual, está en extinción o renaciendo tras un siglo difícil. En ciertas áreas observamos resistencia, nuevas generaciones dispuestas al relevo, como ocurre en Galicia, y también en Zamora, donde se celebran encuentros desde 1977. Allí hay una escuela de campaneros con niños y niñas, y un verdadero esfuerzo por darlas a conocer gracias a un campanario portátil [400 kilos de peso] que traslada la asociación por toda la provincia. En otros lugares, parece que hay un resurgir juvenil, con campaneros muy jóvenes que llenan las redes sociales con sus toques, como ocurre en la Comunidad Valenciana [si bien Llop i Bayo discute si de verdad esto es una continuación o solo un divertimento]. “Es un mundo fascinante del que quedan cuatro fósiles, y donde algunos de estos fósiles intentan estar vivos y otros ya no tienen nada que ver con la tradición”, sentencia el antropólogo. “Yo creo que va a persistir, aquí tenemos un crack de 18 años que ya toca en muchas parroquias, y yo espero tener sucesor en la catedral, mi cuñado, que está ahora con La Paula, que sigue siendo la favorita de los vecinos”, reza Insua. Tenemos lo que decían sus amantes. [“Mis amigas, las campanas, no vociferan: cantan”, dejó dicho Lorenzo; hoy en Huesca está todo automatizado y, si se tiene que hacer algo especial, se contrata a unos campaneros de Valencia; en la cercana ermita de Salas es el viento quien las toca de vez en cuando, como si fuera el espíritu sonámbulo de alguien que las amó]. Tenemos nuevos vecinos que a veces denuncian su ‘ruido’ y las silencian por ley. Tenemos nuevas máquinas que anhelan el poder [cuentan tus pasos, te despiertan al alba, te ordenan ir a trabajar…]. Y un nuevo milenio [tal vez] en contra. “Los antiguos tenían otra manera de percibir el tiempo y el espacio”, asegura Llop i Bayo. “Si les preguntabas cuándo tocas, ellos respondían que cuando amanece. Y si les decías… ¿y eso a qué hora es?, se te quedaban mirando como diciendo: ¿Tú eres gilipollas?”. Los últimos campaneros, como el locutor de radio en la medianoche, se preguntan si alguien les estará escuchando. Se preguntan si el siglo está de su lado. Si son fósiles con futuro [¡esperemos!]. Si siguen siendo servidores de la torre [¡Gárgolas sensibles! ¡Quasimodos del último dong!]. Si cual Quijotes seguirán templando los nervios del tiempo, aferrándose a las barbas del mismísimo Cronos para hacerle chillar [¡Dong!].

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