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La machacona invocación del patriotismo suele ser santo y seña de todo movimiento populista, a derecha e izquierda. Pero la patria populista tiene algo de divinidad mutilada, porque los llamamientos hechos en su nombre reclutan seguidores irreconciliables con los compatriotas remisos; y porque sus voceros no albergan ninguna intención de dar voz a quienes no les votan. El populismo, como los nacionalismos fraccionarios, viene a ser, en política, lo que la sinécdoque en retórica: un discurso que toma la parte por el todo. El principio regulador de la democracia –la minoría se somete a las decisiones de la mayoría– no puede prevalecer sobre el principio de la indivisibilidad nacional; un sistema de competición pacífica implica una premisa: la existencia de la nación, terreno común donde competir. No conozco recusación más sintética del secesionismo que aquella de Jennings: «El pueblo no puede decidir hasta que alguien no decida quién es el pueblo». Y ocurre que secesionismos hay muchos; está el de quienes invocan una diferencia étnica, religiosa o lingüística para exigir una soberanía diferenciada o la exención de la ley común, y el de quienes, en nombre del «pueblo», reivindican para sí la exclusiva del patriotismo dividiendo la nación entre la patria y la antipatria. Una idea puesta en circulación por Charles Maurras –la 'anti-Francia'–, importada por Maeztu –la 'anti-España'– y que partidos como el Frente Nacional o Vox parecen actualizar. El populismo aprovecha el momento divisivo de la democracia; inherente a ella misma por ser, al fin y al cabo, un sistema competitivo. Los períodos electorales hacen que el principio de unidad nacional parezca una paradoja. Cada partido apela al interés nacional como su mejor defensor. Si esto se tomase al pie de la letra, implicaría que todos los demás son enemigos de ese interés, enemigos de la nación. Cualquier patriota genuino se guardará mucho de llevar demasiado lejos ese juego belicoso. Porque el interés nacional, con independencia de la victoria de unos, exigirá siempre el concurso de los otros. No puede alcanzarse el poder sin dividir (sin competir); no debe ejercerse sin reunir. Es lo que recordaba Catalina de Médicis a Enrique III tras el asesinato del duque de Guisa: «Bien cortado, hijo mío; ahora, hay que recoser». La democracia brinda a los partidos, divisores por naturaleza, el tablero político; se complace en un vocabulario pugnaz. Como el deporte: sí, pero los tenistas no rompen la red ni los futbolistas incendian el campo; y todos se estrechan la mano antes y después de competir. En la vida pública, la preocupación por la unidad se abandona a la sola conciencia de los políticos; a ellos incumbe moderarse. Pues bien, el auge de los partidos populistas ha endurecido la competencia electoral poniendo en peligro, precisamente, la patria que dicen defender. De ahí el tono «opositor» de todo movimiento populista; también cuando gobierna. Los populistas no suelen ser diestros en el ejercicio del poder, aunque puedan ser hábiles para obtenerlo. Muy pocas veces un líder populista tiene sentido de Estado. El político deseoso de asumir tareas de gobierno, siente pesar sobre sus hombros las responsabilidades de tan arduo empeño, tanto en el gobierno como en la oposición; cuando habla o escribe con fines de proselitismo, y cuando redacta programas que han de tener algún día fuerza de ley sobre sus conciudadanos. Sabe que cualquier error, de visión o de táctica, repercutirá en la colectividad nacional y, a medida que la experiencia ilustra su probidad con nuevas enseñanzas, procura rehuir de las generalizaciones, el uso extemporáneo de conceptos absolutos, el tentador empleo de hipérboles tan llamativas como inexactas y el aventurado uso de metáforas bélicas referidas a compatriotas. Muy al contrario, el líder populista, resuelto a no gobernar, gusta de valerse de esos arbitrios cuya eficacia no contrarresta en su ánimo el temor de que, si llega algún día al poder, puedan esgrimirse contra él sus propias palabras. Exhibe una arrogante temeridad… postiza, porque no arriesga nada. Abuso y tergiversación de la noción de patria y también del concepto de representación. El populismo prospera allí donde se ignora el significado auténtico de la representación política. Arraiga cuando se olvida que, para el buen funcionamiento de una democracia, hacen falta representantes independientes, capaces de considerar cada asunto por sus méritos y de atender los intereses de quienes no les votaron en igual medida de los que sí lo hicieron. Los fundamentos de la representación política, enunciados hace dos siglos, permanecen cristalizados, pero con poco predicamento. La mención constitucional del «mandato representativo», o la ocasional referencia a la condición de representante de toda la nación de cada parlamentario, no los rescatan. Hoy, siendo infrecuentes los ejecutivos sustentados en mayorías amplias y homogéneas, vivimos bajo gobiernos que muchos no aprobamos, apoyados por partidos que no hemos votado. ¿Cómo aguantan nuestras democracias? ¿Por qué no colapsan? La respuesta la estamos dando al usar la primera persona del plural. Una democracia se mantendrá unida si el vínculo nacional que permite el juego de mayorías y minorías no se rompe. Por eso quienes votan a partidos contrarios pueden tratarse como conciudadanos; para ellos su gobierno no será mío ni tuyo, sino «nuestro», aunque uno lo aplauda y otro lo deteste. Tal sistema posee la virtud de hacer que quienes ejercen el poder deban rendir cuentas a todos, también a los que no les votaron. Y eso solo es concebible si el conjunto del electorado se entiende a sí mismo como un «nosotros». Así, el pueblo puede confiar en que sus intereses serán defendidos. Esa confianza abrirá cauce a la cooperación popular en el proceso legislativo, haciéndolo abierto, reversible y permitiendo el relevo pacífico de los gobiernos. Todo este viejo arsenal nos recuerda que la democracia representativa debe crear, en quienes gobiernan y en quienes ejercen la oposición, una atmósfera de circunspección, reticencia y responsabilidad por completo incompatible con las emociones fuertes que promete y desencadena el populismo. Un clima democrático supone que podamos confiar en que nuestros rivales políticos reconozcan, en el gobierno, su deber de representar al conjunto de la nación, y no se dediquen simplemente a impulsar su particular agenda política. Mucho menos, a provocar cambios irreversibles sin tener ningún mandato para ello. Lamentablemente, esto no ocurre hoy en España. Un Gobierno sustentado por el populismo secesionista y el populismo de extrema izquierda solo podía tener como programa el emparedamiento de la mitad de la nación. Porque los populistas, como venimos diciendo, representan fracciones del electorado, no al electorado en su conjunto. Avanzan cuando la confianza se desintegra, el adversario se proyecta como enemigo y el combate suplanta al debate. El populismo prende en ausencia de los requisitos que garantizan la unidad nacional y, consciente o no, dificulta su restablecimiento. Es difícil imaginar una corriente política menos patriótica. No se podrá relevar al populismo sanchista, para hacer algo valioso y perdurable, desde otro populismo de derecha. Lo que venga después de Sánchez no deberá ser un sanchismo contrario, sino lo contrario del sanchismo. Por último: el patriotismo sincero es virtud recatada , hermana silente del sacrificio. No se muestra, se demuestra. ¿Qué pensar entonces de quienes a todas horas pregonan su abnegación?
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