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Cuando se oye hablar de la crisis del libro, pienso que puede tener que ver también con el hecho de que nos estamos olvidando de leer y por ende somos incapaces de distinguir lo excelente de lo mediocre o lo pésimo de lo artificial e inauténtico. Propongo diez pautas para recuperar el gusto por la lectura a la vez que me pregunto, de antemano, por el sentido de estas consideraciones en un mundo en el que ha estallado la llamada inteligencia artificial . Primera. Leer palabra por palabra. Se trata de realizar con sistema el camino que va del sentido primero o directo al sentido derivado de cada palabra. No es lo mismo llamar a un personaje por su nombre propio (Juan) que denominarlo con un pronombre personal (él) o con un demostrativo (ese). Ni es lo mismo, por ejemplo, que un texto esté articulado con verbos en indicativo o en subjuntivo. La sintaxis viene después: por medio de ella se despliega el juego que hacen un tipo de palabras con otras, el modo en el que están combinadas, separadas o unidas por la puntuación, las conjunciones y las preposiciones, etcétera. Segunda. Detenerse en lo que, por cualquier motivo, llame nuestra atención. La lectura, dentro de lo posible, debe ser natural y propia de cada lector (aunque se realice en común, cosa por lo demás formidable). Tercera. Descubrir la estructura externa. Si leemos un texto de prosa es necesario fijarse no sólo en la puntuación sino también en la separación en párrafos, en la relación entre el comienzo y el final, distinguir qué hay en medio y por qué está ahí. Principio, medio y fin. En esos tres elementos está casi todo lo estructuralmente relevante. Cuarta. Fijarse en las repeticiones. Son significativas, dado que los autores procuran usar el menor número de palabras posible. Si repiten algo es porque quieren subrayarlo. Quinta. Atender a las metamorfosis de un texto. En los textos suelen producirse cambios, sea en la cuestión planteada o en el uso del lenguaje. En los diversos planos, hay que aprender a reconocer dichas transformaciones en cada uno de los momentos o hitos en los que se identifican, y en aquello que provoca sucesiva o causalmente dichos cambios. Sexta. Los títulos son significativos. Los autores se toman las palabras en serio, y más aquellas con las que titulan o comienzan un texto, aun cuando jueguen con ellas y el resultado parezca elusivo, fruto de la arbitrariedad o del azar. Aquí el azar puede tener su lógica. Siete. Examinar la dimensión temporal y espacial. Es preciso reconocer, sobre todo en los textos narrativos y descriptivos, la dimensión espacial (dada fundamentalmente por los nombres propios o comunes que se refieran a dónde se desarrolla la acción) y la temporal (ésta última viene inscrita en los verbos, tanto por su significado léxico como por el tiempo y el modo en que aparecen conjugados). En la dimensión temporal, a su vez, hay una faceta externa o cronológica y una interna o subjetiva que tiene que ver con la manera en la que el tiempo es percibido y vivido por los personajes o por la voz narrativa. A propósito, detectar la voz que nos habla en un texto resulta esencial para entenderlo (hay que escuchar con muchísima atención las inflexiones de esa voz) Ocho. Hay una serie de palabras que tienen de por sí un valor semántico y simbólico previo. Por ejemplo, la palabra 'rostro' (que indica identidad), o 'mano' (que indica acción), o 'cabeza' (que puede señalar intencionalidad), o 'corazón' (la parte menos racionalista y calculadora del ser humano), 'ojos' (signo de cuanto procesamos a través del sentido de la vista o, por el contrario, reflejo del interior: ira, pasión, desconfianza, rencor). Casi siempre aparecen en los textos dichas palabras, y con frecuencia tienen una función decisiva. La palabra 'Dios' o 'dios' en cualquier texto no puede darse nunca por sabida. Nueve. Todo texto tiende a desplegar el universo propio de su autor. No se trata tanto de saber qué piensa el escritor sobre tal o cual asunto, o cuáles puedan ser sus preferencias ideológicas. Ni en los autores más abstractos, como por ejemplo Borges, esto tiene una importancia mayor. Lo decisivo es que percibir cómo sienten, con qué referencias materiales, intelectuales o espirituales conforman el tejido que es un texto. Diez. Hay dos dimensiones de la vida que, de un modo más o menos visible, aparecen siempre en los mejores escritos. Me refiero al amor y a la muerte. Desde los inicios, una incisión en una tablilla sumeria fue un modo de sustraerse o sobreponerse al tiempo (y los efectos de la mortalidad). En otras palabras, se ha venido hablando del amor y la muerte desde antes de que se escribieran la Biblia o las obras de Homero. Eso conforma lo que llamamos tradición, palabra que viene de la voz latina 'traditio', que significa entrega de algo. Los autores conocen muy bien, de una manera más o menos instintiva (a través de la vida y del uso de la lengua), la tradición o tradiciones que les preceden y envuelven. Por todo ello, una lectura estará bien orientada si procura ver, en el tratamiento del amor y de la muerte, cuál es el valor añadido de un texto respecto de lo que ya se conocía porque ya se había afirmado y escrito. Ésa es la más genuina forma de buscar la originalidad de cualquier escrito. ¿Puede la IA atender a esto? Lo dudo. Azorín ha sido para muchos un maestro en el arte de la lectura. Corría el año 1941 cuando publicó un artículo en la revista 'Escorial', titulado 'Leer y leer', en el que dejo por escrito lo siguiente: «Leer y leer. Por encima de todas las diferencias, en cuanto a la lectura, diferencias de tiempo, lugar, edad, afectos, etc., existe una diferencia fundamental, perdurable e inconmovible entre leer y leer: se lee para sentir o se lee para saber. Se lee compenetrándonos con la obra y el autor, o se lee para saber lo que dicen el autor y la obra». La diferencia –mejor, antagonismo– es radical. El maestro Azorín apuesta a favor de la sensibilidad y concluye que «lo que subsiste es el ensueño y lo que se desmorona es el concepto científico». Ignoro qué subsistirá a otra nueva era a la que nos asomamos, si la sensibilidad o la inteligencia, o ambas, o ninguna de las dos. Pero ante la mudanza anunciada, no veo mejor ancla que la de perseverar –para conocer, para sentir– en la lectura.
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