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Maroc Maroc - ABC.ES - Opinión - 12/Aug 17:29

Identidad cristiana

Ha pasado ya un tiempo de la elección de León XIV. El fallecimiento de Francisco, el tiempo de sede vacante, la celebración del breve cónclave y la elección del nuevo Papa fueron objeto de expectación mundial. Los cardenales optaron por elegir aquella persona que, a su juicio, mejor podía gobernar la Iglesia Católica ante los retos del mundo actual; los medios mostraron, con mayor o menor acierto, las diversas sensibilidades de los candidatos elegibles, pero conviene no olvidar que la Iglesia no depende, en lo esencial, de la figura del Papa –de su personalidad, formación y trayectoria–, guste más o menos. Lo diverso es positivo y enriquece, siempre y cuando no impida ni dificulte la unidad, la comunión en lo esencial. Pero ¿qué es lo esencial del cristianismo? ¿Qué significa ser cristiano y qué puede aportar el cristianismo a una sociedad secularizada y plural como la nuestra? ¿Cuáles son las verdades o rasgos más definitorios de la identidad cristiana y que más deberían de contribuir a configurar sociedades libres y plurales? No soy teólogo ni filósofo, pero he estudiado ambas ciencias porque no es posible ser un buen jurista, ni entender cómo se forma el derecho sin conocer éstas y otras ciencias que reflejan las ideas y el contexto cultural de cada sociedad. Además, soy creyente, y no puedo evitar tratar de entender el significado de todo lo que creo y da sentido a mi vida. A mi juicio, la identidad cristiana contiene tres grandes verdades que cabría traducir, para el conjunto de la sociedad, en tres grandes culturas. La primera es la cultura del perdón. Hace unos días escuché decir a un conferenciante de autoayuda con escasos conocimientos antropológicos que convenía ignorar tres sentimientos humanos: la culpa, la vergüenza y el miedo. Hacía tiempo que no escuchaba algo tan absurdo y ajeno a la condición humana. ¿Significa esto que si uno maltrata a su padre, es infiel a su pareja, engaña a sus clientes o estafa a su socio debería hacerlo sin remordimiento ni sentimiento de culpa alguno?, ¿o significa que la gente no debería sentir vergüenza por consumir pornografía a la vista de todos o de bañarse en la playa desnuda? ¿No debería uno prestar atención al miedo que siente a saltar al mar desde unas rocas o un acantilado? Al cristianismo se le ha reprochado ser una religión que tiende a culpabilizar al creyente, cuando la verdad es precisamente la contraria. Un cristiano debería de tener claro que el mal, la muerte, el pecado y el dolor jamás tienen la última palabra. El mal y el pecado existen, pero quedan relegados a la insignificancia frente a la fuerza del perdón. Es bien conocido el refrán que dice que «Dios perdona siempre, los hombres a veces, la naturaleza nunca». El cristiano no vive anclado en la culpa sino en la alegría del perdón concedido por Alguien que no sólo perdona siempre, sino que olvida completamente la falta cometida. Al cristiano debería resultarle más fácil perdonarse a sí mismo y perdonar a los demás. ¡Qué importante es esto en una sociedad a cuyos individuos les resulta tan difícil perdonarse a sí mismos y, en consecuencia, perdonar a los demás! Muchas personas viven apesadumbradas y cargadas con el peso de sus errores. No terminan de perdonarse y esto les impide reconciliarse consigo mismas, aceptarse y quererse. Vivimos en una sociedad que no suele perdonar, trata despiadadamente al que se ha equivocado y es proclive a juzgar y condenar a las personas. Esta actitud es contraria al cristianismo, como ejemplificó Jesús al tratar a la mujer sorprendida en flagrante adulterio: «Yo tampoco te condeno. Ve y no peques más» (Jn 8:11). Y, ya en la cruz, pronunció unas palabras que reflejan los sentimientos más profundos de su corazón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23:24). Es fácil imaginar el mayor impacto social que tendríamos los cristianos si experimentáramos más ese perdón y lo comunicáramos con naturalidad en la sociedad actual. La segunda es la cultura del servicio. Jesús llevó el servicio hasta el extremo de entregar su vida clavado en una cruz. Él ya advirtió que «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20:28). Su muerte en la cruz muestra que la clave de la felicidad no se encuentra en una búsqueda autorreferencial y ansiosa del dinero, del placer o del poder, sino en el ejercicio de una libertad que busca amar, que lo que realmente libera y hace crecer al ser humano es amar y ser amado. Amar significa procurar el bien a uno mismo y a los demás, sin conformarse con dar a cada uno lo suyo (como definió Ulpiano la justicia). Y procurar el bien implica servir, concebir la propia vida como un servicio a los demás. Amar es servir a los demás (que no servirse de ellos). Concebir la familia, el trabajo y las relaciones sociales como servicio es algo profundamente cristiano. Los cristianos están llamados a reemplazar la idea de poder que impregna buena parte de la política, la empresa, las finanzas, la cultura, las relaciones internacionales y muchas relaciones humanas, por la idea de servicio, concibiendo el gobierno –en el ámbito público y en el privado– como servicio ('munus', raíz de 'ministerio'), no como dominación. Conviene dejar de servirse del poder e inaugurar el poder del servicio: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9:35). En definitiva, vivir y trabajar para servir. Teresa de Calcuta sintetizó esta verdad con una bella frase: «Quien no vive para servir, no sirve para vivir». La tercera verdad es el espíritu de libertad y fraternidad, principios de la revolución francesa, de origen claramente cristiano, pero invocados al tiempo que se guillotinaba a quienes se oponían o discrepaban de quienes ostentaban el poder. Si Jesús murió en la cruz para salvar a todos, a quienes rescató con su muerte y concedió el don inmerecido de convertirse –con Él– en hijos de un mismo Padre («ve a mis hermanos, y diles: 'Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios'», Jn 20:17), la idea de fraternidad, reivindicada por el derecho internacional tras los horrores de la II Guerra Mundial, constituye una nota distintiva de la identidad cristiana. Mi hermano puede caerme mal, puede estar equivocado o loco, pero es mi hermano y como tal le trato, no como un enemigo («amad a vuestros enemigos», Mt 5:44), ni le procuro mal alguno. Si alguien hiciera esto conmigo, quizá deba defenderme, pero será perdonándolo de corazón, rezando por él, sin desearle el mal, ni permitir que el rencor anide en mi corazón, porque es mi hermano, hijo de un mismo Padre. Nietzsche sostenía que el cristianismo, al declarar como buenas las cualidades de los débiles (compasión, servicio, paciencia, humildad), tenía una «moral de esclavos». Creo que jamás terminó de comprender que es imposible verse a sí mismo como esclavo el hijo que, además de sentirse incondicionalmente querido por su Padre, goza de la libertad propia de un hijo, no de un esclavo («ya no eres esclavo, sino hijo», Ga 4:6-7), sintiéndose llamado a pensar por sí mismo (tanto en su esfera privada como pública): «¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12:57). El cristiano que experimenta con gozo el amor del perdón vive de ese amor y lo comunica con una actitud vital de servicio y apertura a todos, a quienes reconoce como hermanos, porque percibe en cada persona la dignidad y la belleza del rostro de Cristo –resucitado y realmente presente en la Eucaristía–, reflejo del Amor del Padre («Dios es Amor», 1 Jn 4:8). Esta identidad cristiana, encarnada de un modo auténtico de los creyentes, tiene una misteriosa e inconmensurable fuerza transformadora en la sociedad, haciéndola más libre, justa y solidaria.

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