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He releído tantas veces Balada de Caín que forma parte de mi pellejo; la llevo tatuada al fondo de la quesera, en el subconsciente, ahí donde se mezclan las categorías mitológicas con las uvas luminosas del desayuno de todos los domingos, que es cuando empiezo a leer el periódico por la última página, por la columna de Manuel Vicent A cierta edad, la memoria se convierte también en humo. Lo dice Manuel Vicent en su último libro. Se titula Una historia particular y está hecho con fragmentos novelados de su vida, de sus perros y de sus coches. La lectura me ha transportado hasta una España que no llegué a conocer; la España de mis mayores; un país de hambre y represión que, en los últimos tiempos, pasó de beber del botijo a elegir marca de agua en restaurantes donde a la comida le sobra plato. En fin, que lo que venía a contar aquí es que la lectura del último libro de Manuel Vicent no sólo me ha llevado hasta las escupideras y manchas de aguardiente de los mostradores de entonces, sino que también me ha devuelto el sabor del primer cigarrillo, unido al del primer beso. Fue en uno de aquellos guateques que montábamos en el garaje de mi amigo Villeta, en el barrio de Tetuán; entre botellines de cerveza y patatas fritas de la churrería. “Trágate el humo”, me dijo ella; pero lo que me tragué fue su lengua. Por estas cosas identifico aquella canción de los Bee Gees con el primer cigarrillo, marca Fortuna. No hace tanto de aquello; los chicos soñábamos con ser como Travolta y bailábamos sobre el capó de los coches; queríamos seducir con un golpe de pelvis a una princesita de cuero que se pareciese a Olivia Newton John. Sí. Aprendí a tragarme el humo, porque “el buen fumador que sabe fumar, echa el humo después de hablar”. Esa era la consigna. Y del tirón, al primer cigarrillo le siguieron otros; Celtas, Ducados, Winston, Bisonte, junto con otros besos. Y pasado el tiempo me volví a enamorar, esta vez de una chica que fumaba Marlboro y que decía conocer a Manuel Vicent. Sacaba a pasear su perro al mismo parque donde yo fumaba canutos y bebía litronas. El humo del hachís entraba alegre en mis pulmones y yo la miraba con ojos de besugo mientras ella hablaba de Dante, de Virgilio y del dragón con alas que guardaba el tesoro carnal que aún mantenía escondido. Fue en esa época cuando empecé a leer a Manuel Vicent; lo hice para acercarme a ella, para así tener tema para ir al tema; no sé si me explico, pero Balada de Caín fue una novela que significó un antes y un después en mi vida. La historia de un saxofonista llamado Caín que, en su apartamento neoyorquino, recuerda sus primeros días, caminando por un desierto donde Dios había dejado sepultadas las cabezas nucleares de una guerra que nunca ganarían los justos. He releído tantas veces Balada de Caín que forma parte de mi pellejo; la llevo tatuada al fondo de la quesera, en el subconsciente, ahí donde se mezclan las categorías mitológicas con las uvas luminosas del desayuno de todos los domingos, que es cuando empiezo a leer el periódico por la última página, por la columna de Manuel Vicent; y con el primer bocado del pan con aceite, regreso hasta el lugar donde una chica fumaba Fortuna y otra paseaba a su perro bajo los árboles de una noche estival. Se llamaba Beatriz y su tesoro lo guardaba un dragón con alas de fuego.
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