Miro esta pila de libros que va creciendo sobre el escritorio y me rodea y crece como si la regaran y ya ni me acuerdo por qué están acá...
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Dijo Manuel Alcántara, más o menos con estas palabras, que nada bueno puede sucederle a un hombre que se levanta antes de las diez de la mañana. Estoy cabalmente de acuerdo con esa afirmación, si no fuera porque, en mi infinita incoherencia, me suelo levantar a las siete, casi como todo el mundo, para hacer frente a los retos laborales del día. Y en esa hora que va del despertar a la llegada a la oficina, cuando el café es sólo una promesa de cotidianidad, justo en el momento en el que la cocina es una placenta acogedora que nos arrebata, por unos instantes, del frenesí diario, uno piensa que la calma es la cúspide de la existencia y que, sin ella, poco puede hacerse. Es en esos instantes cuando escucho, con cierta ironía, cómo cada teléfono escupe a la mañana una melodía distinta para despertar a su dueño. O habría que decir, tal vez, que esta tecnología invasiva más que propietarios o usuarios, crea inquilinos, personas que pagan renta por vivir en una realidad alternativa. Hay tantas formas de despertar como músicas que invitan dulcemente al desparrame diario y a sus diatribas, momentos valle y situaciones de estrés, siendo estas las principales, pero en esos momentos uno todavía es un territorio virgen por explorar al que sólo el desayuno separa, mal que nos pese, de nuestro estado natural, que suele ser alguna forma de guerra por la supervivencia. Hay quien se levanta con su canción preferida, ya se trate de un grupo de rock o de un coro rociero que habla de marismas y blancas palomas; hay quien prefiere un tono neutro, como sacado de una novela de Orwell; los cofrades, seguro, se levantan muchos de ellos con una marcha de Artola o con la pieza de la banda de cornetas y tambores de su infancia con la que uno de sus titulares trazó la curva perfecta hace tal vez ya demasiado. He escuchado tonos despertador (por llamarlos de alguna forma) que suenan a bachata o ballenato, y me han hablado algunos amigos, con la sonrisa en los labios, de esas vocecillas que te levantan con gracietas y ditirambos con el fin de que, al menos, el tránsito hacia la mañana laboral sea animado. Levantarse, asearse y tomar un café, mientras ese extraño compañero de viaje en que se ha convertido el móvil nos invita a la vida con una melodía personal: cada jornada, nos diría una Santa Teresa rediviva, empieza con su propio afán y su melodía.
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