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Maroc Maroc - AVOZDELAREPUBLICA.ES - A La Une - 10/Sep 09:00

Octubre de 1934. Baladas del norte (Irene Vigil Noguerol, 2024)

Octubre de 1934. Baladas del norte (Irene Vigil Noguerol, 2024)  Continuación de las dos primeras partes del texto Octubre del 34 de Irene Vigil3.BALADAS DEL NORTE Artilleru, artilleru, afina la puntería. / Artilleru, artilleru, afina la puntería. / Que los rebeldes d’Asturies nun se rinden entovía. / Que los rebeldes d’Asturies nun se rinden entovía. / Nun se rinden entovía nin se tienen de render. / Nun se rinden entovía nin se van a dexar prender. / Porque dixo un asturianu que lluchen hasta morrer. / Porque dixo un asturianu que lluchen hasta morrer. / Que lluchen hasta morrer. / Lluchen hasta morrer. [1] A más de doscientos metros de profundidad verdaderas cataratas de agua y nubes de polvo negro envuelven a millares de hombres, que son fantasmas de aquelarre. Allí donde en todo momento oyes chasquidos siniestros al quebrarse las entibas y se presiente a cada paso el hundimiento de las gigantescas montañas que asfixian a los pobres mineros. En pago de las horas amargas que compartí con vosotros he recibido la brisa de una camaradería que sólo saben expresar y sentir los que a ciegas caminan por las entrañas de la tierra. (José Quílez)  El capítulo anterior ha intentado explicar el clima político convulso en el que se enmarca la revolución de octubre de 1934. Sin esa atmósfera concreta no podríamos entender, ciertamente, los motivos de la insurrección. Sin embargo, parece tan sólo una explicación necesaria pero insuficiente: unas condiciones de tensión social que no justifican por sí mismas la tentativa revolucionaria y, sobre todo, que no dilucidan por qué en Asturias – de manera genuina y diferencial – las organizaciones obreras tomaron los centros de poder instituido durante una quincena. En el debate historiográfico que aborda la revolución asturiana se han asentado dos escuelas explicativas: quienes consideran que fueron el PSOE, la UGT y el SMA los actores políticos fundamentales que posibilitaron el estallido insurreccional – los estudios de David Ruiz, Bernardo Díaz Nosty y Juan Antonio Sánchez García-Sauco[2] serían buenos ejemplos –; y quienes consideran que fue “la intensa radicalización de una clase obrera que, desesperada por la ineficacia de sus líderes, decide tomar las riendas en sus propias manos”[3] – así lo entienden Manuel Villar, Narcís Molins i Fàbrega o Grandizo Munis[4] –. La interpretación que aquí se sostiene es que la articulación de tres elementos específicos en el caso asturiano posibilitó su ochobre: la radicalización de las bases del movimiento obrero sobre las direcciones políticas, la capacidad de respuesta social de la clase trabajadora asturiana y la actuación revolucionaria y aliancista de las organizaciones obreras. En este capítulo me centraré en los dos primeros, dejando el tercero para el siguiente. Cuentan que Andrés Saborit – exsecretario general del PSOE durante la II República – les dijo a los presos asturianos tras la revolución de octubre, al visitarlos en la cárcel Modelo: «nadie os mandó ir a la revolución. La orden era de huelga»[5]. Y tuvo más razón de la que creía: nadie les ordenó hacer la revolución, pero la hicieron. Lo interesante, entonces, es preguntarse cómo y por qué las bases del movimiento obrero asturiano radicalizaron sus aspiraciones políticas más allá de lo que proponían las direcciones de sus organizaciones. Responder a estas cuestiones requiere, necesariamente, atender al proceso específico de desarrollo histórico de esas posiciones revolucionarias. Con una vocación contraria al determinismo, comenzaré centrándome en la formación histórica de la clase obrera asturiana: orígenes sociales, condiciones de vida, divisiones en el ámbito laboral, politización y sindicación… Analizar esos factores – que en algunas escuelas de pensamiento consideran objetivos – servirá para demostrar que son los procesos concretos de subjetivación del antagonismo social y no las posiciones a priori de conflictos abstractos los que dinamizan la dialéctica social. Es decir, que las experiencias vividas por la clase obrera asturiana y su particular forma de subjetivarlas son lo que explica sus posiciones políticas, y no la supuesta radicalidad intrínseca de los mineros por sus condiciones de vida. La población asturiana en los albores del siglo XX era eminentemente rural. Seguramente, el porcentaje de población urbana en Asturias fuera de los más bajos de todo el país. Además, con las desamortizaciones del siglo XIX muchos campesinos se habían convertido en los propietarios de las tierras que trabajaban. Sin embargo, el policultivo de subsistencia siguió siendo la forma de agricultura dominante y no bastaba para satisfacer las necesidades básicas del campesinado asturiano, ante la ausencia manifiesta de una revolución agrícola que impedía liberar de estas actividades a una parte de la población. La migración transatlántica pasó a formar parte de la vida en Asturias, pues posibilitaba el enriquecimiento rápido en las colonias americanas. Por otra parte, la industria minera tenía en la región astur dos limitaciones estructurales: la escasez bruta de obreros para asegurar una vasta productividad y las dificultades para competir con las regiones hulleras británicas. A modo de balance, se puede decir que la miseria del campo y las dificultades de la minería en Asturias dibujaban un mapa económico crítico. La figura dominante de la mano de obra asturiana, en ese contexto concreto, fue el obrero mixto: “el rasgo que le caracteriza consiste en mantener su afición a las tareas agrícolas, a que subordina sus ocupaciones industriales, y sobre todo las mineras”[6]. Es decir, labriegos autóctonos que trabajaban también en las minas. La Primera Guerra Mundial fue un placebo grato para la economía española en su conjunto y también para las industrias mineras asturianas, que por fin podían disputar el terreno de las importaciones a Gran Bretaña. El gobierno estatal respondió a las necesidades de mano de obra de esas industrias permitiendo que los picadores no cumpliesen el servicio militar y suspendiendo la ley que prohibía trabajar en la mina a los menores de 18 años. Esa carencia de trabajadores – además de una mano de obra especializada, como exigen las tareas de la mina – y la bonanza en la competencia internacional precipitaron una subida de salarios en la minería, lo que atrajo de manera irrefrenable a un considerable número de gallegos, portugueses y castellanos. El aumento demográfico, no obstante, no fue homogéneo espacialmente: se concentró en la zona central, particularmente en la cuenca minera y sus epicentros – Mieres y Langreo –. La mayor repercusión social de esas migraciones fue la transformación de la mano de obra: surgió un nuevo grupo de proletarios mineros no autóctonos que hizo retroceder relativamente la posición del obrero mixto – aunque siguió siendo una figura característica de la cuenca minera en las dos décadas posteriores –. Así pues, la mano de obra en las minas estaba dividida. Los orígenes geográficos de los mineros supusieron un obstáculo en la configuración de una conciencia de grupo. Pero esto no fue debido fundamentalmente a fobias regionalistas u otros estigmas del estilo – más allá de que es cierto que los hubo – sino a las consecuencias concretas que esa división de la mano de obra provocaba sobre las vidas y condiciones de vida de los trabajadores. El proceso de extracción del carbón constaba de seis fases básicas, que llevaban a cabo diferentes categorías de mineros. La primera fase consistía en la apertura de túneles y galerías, y la llevaban a cabo los barrenistas; tras ellos, los fundamentales picadores, que abrían los túneles y cortaban el carbón; los entibadores apuntalaban con maderas los túneles y galerías; los trabajos auxiliares de diverso tipo los llevaban a cabo los pinches, ramperos o guajes; el traslado de carbón y desperdicios por la mina era tarea de los vagoneros; y la clasificación del carbón a mano – la etapa final – la hacían las carboneras. Fueron estas actividades diferenciales en valor y contraprestaciones económicas las que produjeron las mayores diferencias entre los mineros: porque las perspectivas de futuro entre nativos e inmigrantes eran claramente distintas[7]. Los obreros inmigrantes solían desempeñar como peones o barrenistas, las tareas peor pagadas, y apenas lo hacían como picadores; sin embargo, los autóctonos se encargaban de picar y entibar principalmente. A modo de conclusión, se puede afirmar que la solidaridad entre mineros – tan mitificada – no se manifestaba de manera natural e inevitable en el mundo laboral de las minas asturianas. Si los orígenes y las diferencias intralaborales no unían a los mineros, ¿lo hicieron las condiciones de vida social o las relaciones de vecindad? El tipo de poblamiento en Asturias, a pesar de la arribada repentina de un gran número de trabajadores y familias, siguió siendo disperso[8]. Esta dispersión demográfica tuvo dos consecuencias reseñables: la primera fue que los mineros no vivían agrupados en las proximidades del lugar de trabajo; la segunda alude a que “los mineros no se establecieron en pequeños núcleos homogéneos, donde habrían tenido pocas posibilidades de mezclarse con otro tipo de gente”[9]. Es decir, que los mineros en Asturias no vivían aislados del conjunto. Sin embargo, tras el boom de la Primera Guerra Mundial, su peso específico dentro de la población aumentó, lo que llevó a que tuvieran interacciones significativamente fuera del mundo del trabajo. La diversidad de orígenes sociales, las diferencias intralaborales o el tipo de poblamiento dificultaban la unión de los mineros como grupo con intereses comunes. Pero hubo un factor que sí compartían todos: la baja calidad de sus condiciones de vida. Específicamente, las condiciones de sus viviendas. Los obreros mixtos vivían en caseríos más alejados de los nuevos centros urbanos pero que estaban igualmente sucios y mal ventilados. En las ciudades de la cuenca la situación era más crítica: hacinamiento, enfermedades (cólera, tifus, tuberculosis), carencia de infraestructuras (carreteras, electricidad, escuelas, lavaderos, agua potable, desagües), contaminación, desequilibrio entre el coste de la vida (alquileres, alimentación) y salarios familiares, malas condiciones higiénicas, ausencia de posibilidades culturales y recreativas… El deterioro de las condiciones de vida – deplorables ya previamente – tras la crisis que sucedió a la Gran Guerra fueron el destino común de todos los mineros asturianos. Concluyendo esta descripción de aspectos para tener en cuenta en el análisis, toca hacer un balance de la situación. La clase trabajadora en Asturias vivían dispersa, especialmente los mineros, sin núcleos claramente homogéneos de tipo de trabajadores: estas circunstancias impedían marginalizaciones de grupos concretos, pero dificultaban las relaciones sociales y las subjetivaciones de grupo. El origen geográfico fue un elemento de división interna: las rivalidades regionales predominaron en la cuenca minera. Igualmente, las desigualdades según el lugar y las tareas del trabajo en la mina fomentaron los conflictos. Sin embargo, se desarrollaron condiciones de agregación social entre los trabajadores: el común deterioro de las condiciones de vida y laborales forzaban a la clase trabajadora asturiana a producir más ganando menos y viviendo peor. La hipótesis que mantengo en este estudio es que fue precisamente el mundo del trabajo y de la reproducción social los que posibilitaron que en una clase trabajadora con fragmentaciones inherentes pudiera germinar una solidaridad que no era previa: las subjetivaciones durante los conflictos sociales de las décadas de los 20 y de los 30 fueron de impugnación, de contestación revolucionaria, de solidaridades entre explotados. Las experiencias de lucha conjunta configuraron en Asturias la vanguardia revolucionaria española. Me centraré, entonces, en dibujar ese mapa de contestación social y radicalización de las bases trabajadoras frente a las direcciones. 1921 fue el punto de inflexión para la industria minera: la depresión en la que se veía envuelta desde 1919 se convirtió en una amenaza de muerte. El SMA eligió el camino de la moderación, lo que frustró las expectativas de los mineros, desertando muchos de sus filas. Durante la década de 1920 la afiliación y la capacidad sindical del SMA decayó[10]. El nuevo régimen republicano supuso una segunda oportunidad para el sindicato, pero con el paso de los meses cundió el desencanto con el nuevo sistema político entre los mineros, que concentraron en la vía revolucionaria sus últimas ilusiones. Retornemos a 1921. La crisis acuciaba a la industria y se anunciaron los primeros cierres en Minas de Olloniego. La Duro-Felguera avisó a finales de año que también tenía previsto cerrar sus minas. La patronal, además, informaba de nuevos cambios en la organización del trabajo de las minas que suponían prácticamente un retorno a las condiciones de 1914. El 2 de enero de 1922 la huelga estalló espontáneamente en Langreo. El SMA, mientras tanto, se dedicaba a negociar con la patronal y el Ministerio de Economía. “Hacia el 11 de enero había de 14.000 a 15.000 hombres en huelga, principalmente de la Duro-Felguera, Fábrica de Mieres, Hulleras del Turón e Industrial Asturiana”[11]. Los meses siguientes continuó la respuesta de los mineros a los despidos, los recortes salariales y el empeoramiento de las condiciones laborales. El 22 de mayo llegó uno de los puntos álgidos: el SMA convocó huelga para todas las operaciones mineras excepto en Hullera Española – la única que no había impuesto recortes salariales –. La huelga perduró hasta el 9 de agosto y “se destacó por la resistencia de los obreros a aceptar el compromiso que la ejecutiva del sindicato recomendaba”[12], pues sus secciones rechazaron en varias ocasiones las propuestas que la dirección negociaba y proponía como aceptables. El otro aspecto más reseñable de la huelga de mayo a agosto de 1922 fue el antagonismo entre socialistas y comunistas: estos últimos se mostraban profundamente críticos con la actuación de la dirección socialista, acusándoles de traidores con los mineros que representaban. El golpe del general Primo de Rivera el septiembre de 1923 y su subida al poder del Estado modificó el telón de fondo político en el que el movimiento obrero asturiano tenía que operar, pero no alivió en nada la crisis de la industria minera, que empeoró en 1927: despidos, cierres, disminuciones de jornadas laborales… A finales de año estaban en paro entre cinco mil y seis mil obreros. La estrategia del SMA consistió durante todo el periodo en confiar en el Estado para arrancar compromisos a la patronal. En 1927, el SMA celebró un congreso en el que se constató el desacuerdo entre los líderes del sindicato y las bases. En Sotrondio o Turón se llamó a la huelga tan pronto como se convocó el congreso, y los comunistas la capitalizaron en parte. El SMA acabó llamando a la huelga también y cuando presentó a sus bases el acuerdo con la patronal sólo votaron la propuesta unos 7.000 mineros – de un total de 28.000 –. El otoño de 1927 supuso el clímax del descontento y repercutió en el apoyo del SMA, uno de los más bajos de la década. El sindicato no hizo autocrítica, sino que culpo a la depresión económica y a los comunistas de su propia crisis. Los dos años siguientes siguió insistiendo en la moderación y la confianza en el Estado. Una de las preocupaciones del SMA fue la lucha contra el ilegal Sindicato Único Minero, apoyado por anarcosindicalistas y comunistas que había tenido un relativo éxito entre los mineros. “El hecho de que a principios de 1928 el SMA emprendiera una campaña propagandística para contrarrestar la desorientación de los mineros da cuenta en sí misma de ese éxito”[13]. El conflicto entre ambos sindicatos prosiguió en 1929 y en 1930, cuando el Sindicato Único fue legalizado. La arribada de la II República proporcionó al SMA una oportunidad de oro para resurgir como referencia sindical de la clase trabajadora asturiana. El nuevo régimen estuvo vinculado para las clases populares con sus deseos de justicia y sus mayores esperanzas. En Asturias, la República fue saludada con “inusitado entusiasmo… algo extraordinario e insospechado, nunca visto, que se sale de las posibilidades descriptivas”[14]. Amador Fernández, nuevo secretario del SMA a la muerte de Manuel Llaneza, consiguió sacar adelante algunas demandas – nacionalización de minas, jornada de siete horas, seguro de desempleo – y la afiliación del SMA aumentó espectacularmente. En lo sustancial, sin embargo, la política del sindicato no difirió de la propuesta en la Dictadura: evitar huelgas, negociaciones y confianza en el Estado. La crisis de la industria se agudizó entre 1932 y 1933: recortes salariales, despidos, cierres… Pero el SMA en ningún momento culpó al gobierno republicano: la crisis del carbón era una herencia maldita de la monarquía y nunca se habían resuelto sus problemas fundamentales. La moderación se cernía, por supuesto, sobre las huelgas y era un denominador común en la conducta socialista de todo el país como antagonismo a las continuas insurrecciones de la CNT. El SMA llegó a calificar las huelgas como ataques a la República y actos contraproducentes, prefiriendo siempre la vía de la negociación. Solamente las convocó cuando no le quedó otro remedio: como en agosto de 1932 – ante el anuncio de cierre de la Industrial Asturiana y las reducciones de jornada en Hulleras de Turón –, pero no sin antes haber concluido que los trabajadores la esperaban impacientes. La huelga volvió a convocarse por segunda vez en septiembre, y en noviembre por tercera vez. La cuenca minera se paralizó: unos 25.000 mineros se declararon en huelga. La dirección del SMA intentó exculpar todo lo que pudo al gobierno republicano. En enero de 1933 el SMA celebró un congreso nacional en el que más del 70% de sus afiliados votaron a favor de la huelga ante una nueva ofensiva de la patronal. Esta vez el paro se prolongó desde el 6 de febrero hasta el 4 de marzo, con manifestaciones no tan pacíficas de hasta 27.000 obreros. En septiembre, después de que las empresas cancelaran sus pagos a la caja de jubilaciones, el SMA convocó otra huelga general que apoyaron anarcosindicalistas y comunistas y que se extendió por todo el país. La moderación de los socialistas del SMA contrastaba con la actitud del Sindicato Único de anarcosindicalistas y comunistas. Las tensiones entre ambas centrales sindicales llegaron a su clímax en la huelga de junio de 1931, convocada por el Sindicato Único, que se siguió de manera espectacular en Turón y Sama y se caracterizó por diversos actos de violencia entre miembros de cada sindicato – el SMA llegó a colaborar con las fuerzas gubernamentales en la represión de la huelga –. El Sindicato Único convocó más huelgas en el periodo republicano, pero con un impacto menor: en diciembre de 1931, en diciembre de 1932, en mayo de 1933… Las divisiones entre anarcosindicalistas y comunistas en el seno del sindicato precipitaron su irrelevancia y sus derrotas, especialmente en Turón, donde eran hegemónicos. Con el descalabro del Sindicato Único entre 1932 y 1933 y el predominio del SMA cabría esperar que la cuenca minera se hubiese retrotraído y moderado. Pero no fue así. “Asturias se situó a la cabeza de todas las provincias españolas en cuanto al número de huelgas en 1932 y 1933. (…) Así pues, la cuenca minera se nos presenta como una contradicción. (…) Los dos años y medio primeros de la República los mineros militantes permanecieron dentro del sindicato aun cuando se encontraran a sí mismos en conflicto con su política y sus líderes”[15]. El SMA perdía el control de sus miembros, que reaccionaban a los ataques patronales con huelgas. El propio Amador Fernández admitió que en la huelga de noviembre de 1932 el SMA no había organizado las comisiones ni dado instrucciones; sin embargo, 25.000 mineros la apoyaron. La prensa socialista – Avance o El Socialista – reconocía sin remedio el desasosiego creciente de los mineros a lo largo de 1933. La victoria del bloque de derechas en las elecciones de noviembre de 1933 marcó el comienzo de una nueva fase. En Asturias los resultados fueron: 13 diputados para el bloque de derechas y 4 para los socialistas – que iban en solitario –, quedándose sin representación los partidos republicanos y el PCE. El conjunto del movimiento socialista asturiano comenzó un viraje hacia posiciones revolucionarias: Juan Antonio Suárez y Teodomiro Menéndez – socialistas moderados – fueron desplazados por Graciano Antuña, nuevo presidente de la FSA; Amador Fernández criticó públicamente a la dirección reformista de la FNTT; las JJSS organizaron actos comunes con el PCE en Sama y Mieres; Avance empezó a desarrollar en sus páginas campañas revolucionarias y de toma del poder del Estado…[16] Este viraje del socialismo fue significativo en Asturias. Pero también lo fue la actitud de la CNT asturiana: sus militantes empujaron hacia la creación de un ambiente unitario que comenzó a perfilarse en huelgas conjuntas entre la CNT y la UGT. El otro término de la específica situación asturiana era el alto nivel de contestación social: respondiendo a la represión del levantamiento de Viena, se convocó una huelga general en febrero en la que participaron 9.000 mineros; unos días después, un grupo de personas asaltó la cárcel de Laviana para liberar a jóvenes socialistas presos; y un poco después la huelga de hambre de cinco anarcosindicalistas en la cárcel del Coto de Gijón provocaba otra huelga general de 14.000 trabajadores en esa misma ciudad. En definitiva, la derrota electoral en las elecciones de noviembre y el avance del fascismo por Europa modificaron las reglas para el conjunto del movimiento obrero: la nueva situación de emergencia requería nuevas tácticas y estrategias. La politización de los mineros a lo largo de 1934 fue manifiesta: en nueve meses hubo cinco huelgas políticas y tres generales. La primera de ellas, en febrero, en solidaridad con los socialistas austríacos y consiguiendo parar las operaciones mineras de la provincia; la segunda fue en marzo, cuando grupos de mineros de las cuencas declararon la huelga para protestar por los registros de armas en las Casas del Pueblo; la tercera se llevó a cabo a principios de abril como respuesta al arresto de cinco militantes y se tornó en huelga general; unos días después, el PCE convocó otro paro contra la manifestación de la CEDA en El Escorial; la quinta fue en julio, cuando obreros de la mina Barredos pararon por el secuestro de un número de Avance; la siguiente fue en septiembre en Langreo, Laviana y San Martín del Rey Aurelio por el ataque de la policía a un manifestación en la que murieron seis personas; y a finales del estío, los mineros de Boo hicieron huelga por los registros de la policía a sus domicilios en busca de armas. La huelga más espectacular tuvo lugar el 8 y 9 de septiembre como respuesta al mitin de la CEDA en Covadonga: toda la parte central de Asturias quedó paralizada, se cerraron tiendas, se cortaron las líneas de teléfono y grupos armados patrullaron las carreteras para hacer retroceder a los coches que se dirigían a la manifestación. Huelgas de mineros que iban más allá de los conflictos laborales y que certificaban que en Asturias el movimiento obrero estaba en pie. Pero también hubo huelgas laborales en esos meses previos a la revolución. En el marco de la huelga de abril, se convocó otra en Trubia por el despido de veintidós trabajadores, una más en la mina Riquela por otros despidos y paros en Barredos contra el despotismo de los vigilantes. En el Día del Trabajo, primero de mayo, el seguimiento de la huelga rondó el cien por cien: en Gijón el paro fue general, con mítines unitarios de miles de asistentes; en Oviedo los mítines culminaron en manifestación; en Avilés hubo una manifestación enorme por la mañana y mítines por la tarde; en Sama un paro absoluto con actos masivos; en La Felguera el seguimiento de la huelga fue absoluto pero con roces entre las organizaciones obreras; en Luarca una manifestación nutridísima con cánticos socialistas; en Laviana también hubieron manifestación y mitin; en Grado hubo discrepancias entre el PCE y los aliancistas; en San Esteban de Pravia se abarrotó el acto de UGT; en Llanes, Luanco, Sotrondio o Villaviciosa también hubo mítines… El 95% de los trabajadores paró en Asturias. Un éxito sin paliativos. La última de estas huelgas de carácter laboral fue la del Sotón, el mayor conflicto minero de 1934: el día 12 de mayo ochocientos mineros se declararon en paro protestando contra la actitud de un vigilante, la Duro Felguera promovió el lock out en el sector para castigar a los huelguistas y los mineros de Santa Bárbara y Barredos se declararon también en huelga – en total unos mil –. Los días siguientes el conflicto se extendió por Langreo y Laviana y los conflictos en las calles contra la Guardia Civil eran constantes. El paro sumaba 11.000 huelguistas. Finalmente, el SMA decidió dar marcha atrás y ordenó la vuelta al trabajo, cayendo esta orden como un jarro de agua fría para un movimiento minero cada vez más radicalizado y menos dependiente de las orientaciones de su dirección sindical[17] El verano de 1934 fue convulso en Asturias. A pesar de que la sección regional de la FNTT era débil, con poca afiliación, se hizo eco de la huelga campesina que recorría España, adaptándola a las condiciones locales – pequeños propietarios minifundistas –, y el centro de Asturias respondió. Sin embargo, “no iba a ser la huelga campesina el conflicto que pondría al borde de la ruptura el precario equilibrio social de la región. Una nueva huelga minera desataría una chispa que estaría a punto de hacer arder las cuencas y desbordar al SMA”[18]. Esa huelga fue la del Pozo María Luisa, iniciada el 8 de junio, pues la patronal trató de reincorporar allí al vigilante expulsado por los trabajadores en el conflicto de Sotón del mes anterior. Unos días después, la huelga se extendió por todos los pozos de la Duro Felguera, especialmente en Sama. En Siero, a la par, los mineros pararon en solidaridad con los campesinos en huelga. El gobernador civil de Asturias – Blanco Santamaría – trató de apaciguar los ánimos caldeados de los huelguistas liberando a diferentes presos detenidos durante esas semanas, pero la patronal, con la ayuda de la Guardia Civil, no dio tregua y el 21 hubo enfrentamientos graves a la boca del María Luisa. El SMA se vio desbordado por la combatividad de los mineros y cuando llamó al regreso al trabajo la orden se cumplió sólo parcialmente. Avance, por primera vez, se diferenció del SMA en un editorial de Javier Bueno – su director – donde afirmaba: “aunque no somos nosotros los llamados a juzgar si procede o no continuar esta huelga (…) no hemos de ocultar que vemos con agrado la espontánea actitud de lucha en que está colocada la clase obrera”[19]. La incorporación al trabajo llegó después de la orden del SMA y fueron las propias asambleas de mineros las que más influyeron para que los trabajadores retornaran a sus empleos. Y todo para que un capataz no entrara a trabajar. Septiembre de 1934 fue el clímax de la tensión social en Asturias: “los mineros contestaban abiertamente la legitimidad de la República y los líderes socialistas se encontraron a sí mismos cogidos en un dilema: mantener la presión y las respuestas a las provocaciones gubernamentales y a la vez frenar el movimiento y tratar de impedir que se precipitara la crisis revolucionaria”[20]. En los primeros días de septiembre, las huelgas recorrieron la región asturiana por motivos laborales – como el caso del pozo El Fondón – o políticos – como el paro contra el mitin de la CEDA en Covadonga –. El 10 de septiembre por la noche, los carabineros de Soto del Barco descubrieron un alijo de armas en Muros del Nalón tras el desembarco de El Turquesa[21]. Sumado a la huelga general de los días 8 y 9, el Gobierno regional decretó el Estado de Alerta y procedió a cortar carreteras, detener sindicalistas y registrar establecimientos obreros. La Alianza Obrera de Asturias operó sin cesar en los días siguientes. A finales de septiembre la cuenca minera era un polvorín con posibilidades de explotar en cualquier momento. Desde el amanecer del 3 de octubre reinó la agitación en las cuencas: “atmósfera densa, cargada de humo y de electricidad. Se habla en voz alta, casi a gritos. Los comentarios giran, claro está, en torno a la crisis. (…) ¿Formará Gobierno Lerroux? ¿Con la CEDA o sin la CEDA? Es esta la preocupación máxima de todos”[22]. La crisis ministerial encendió la chispa: el comité revolucionario de Madrid dio la orden de insurrección y fue Teodomiro Menéndez – profundamente moderado – el encargado de llevar la consigna a Oviedo en un pequeño papel bajo la bandana de su sombrero. Las tres palabras usadas por el Comité Revolucionario en su orden a los provinciales fueron huelga general revolucionaria. El socialismo español fue ambiguo en los albores de la revolución, pero no en la consigna enviada en octubre. En la tarde del día cuatro, la radio informó de la constitución del nuevo Gobierno de Lerroux. En Oviedo, Mieres o Gijón los centros obreros se llenaron de trabajadores demandando explicaciones e instrucciones, y los miembros de los comités se reunieron a la espera de la confirmación de la orden. Como anécdota interesante, en Oviedo se decidió entonces la consigna que debía usar el movimiento. Los dirigentes reunidos estuvieron de acuerdo en usar las palabras unión y fuerza, pero el socialista Ramón González Peña objetó que las siglas UF sonaban mal y propuso UHP: el HP por «caballos de fuerza» en inglés (horse power). La ocurrencia quedó validada por el resto del comité: UHP sería el lema del movimiento y la consigna a utilizar entre los revolucionarios. Tres letras que pasaron a la historia como las siglas de «Uníos Hermanos Proletarios», sin que haya constancia del nuevo bautismo del eslogan[23]. Los delegados de los diferentes comités locales y del regional se reunieron entre las Casas del Pueblo de Oviedo y Gijón a lo largo de toda la tarde. A las diez de la noche se decidió en Oviedo dar la orden de desmovilizar a la gente pues no llegaba la orden de Madrid. A las diez y media, con la mayoría de los enlaces subidos ya a los autobuses nocturnos camino a la cuenca, sorprendiendo a todos por su repentina llegada, arribó el compañero con el telegrama que traía la confirmación de Madrid. Comenzó a correr de boca en boca la consigna de huelga general a partir de las doce de la noche. La revolución llamaba y debían abrirle la puerta. Al principio de este capítulo afirmaba que las explicaciones de por qué la insurrección de octubre sí fue posible en Asturias se han encuadrado en dos escuelas historiográficas. La primera se centra en el papel organizador del PSOE y de la UGT y no explica correctamente la particularidad del caso asturiano: por qué fue sólo en Asturias donde se respondió a la llamada revolucionaria. La segunda escuela responde a la pregunta aludiendo a la radicalización de la clase trabajadora asturiana, pero tampoco aborda el porqué de esa radicalización. En este capítulo me he preocupado de describir las características de los mineros y obreros de Asturias: sus divisiones regionales, generacionales, profesionales, residenciales, ideológicas…, con el objetivo de refutar los modelos estáticos que entienden las comunidades mineras como uniformes y homogéneas, incluso afirmando una supuesta psicología inherente previa al conflicto de clases. El objetivo ha consistido en demostrar cómo el periodo abierto tras la recesión post Primera Guerra Mundial en una minería asturiana en situación de crisis estructural fue la condición de posibilidad para la radicalización de la clase trabajadora: sólo por las luchas sindicales y políticas y el complejo proceso de subjetivación social de obreros y mineros se pudieron superar las diferencias previas, articular intereses de grupo comunes y otear como posible y deseable la opción revolucionaria. La patronal minera había respondido a la crisis reduciendo la mano de obra, bajando los salarios, disminuyendo los precios de los destajos, reimponiendo métodos de disciplina laboral… El SMA propuso una línea política de moderación, confiando en la negociación con el Estado y la patronal, pero sin conseguir mejorar las condiciones vitales y laborales de sus afiliados. La novedosa fracción comunista, crítica con los socialistas en general y con la orientación del SMA en particular, desafió a la dirección sindical y ganó para sus filas a un grueso de desencantados. Otros muchos mineros frustrados se dieron de baja del SMA y otros sectores convocaron huelgas espontáneas sin previa autorización de la dirección. La II República modificó el panorama: los mineros premiaron el papel jugado en su proclamación por los socialistas y pusieron sus esperanzas en el nuevo sistema político. Sin embargo, el SMA no tardó en verse sobrepasado por la crisis que volvía a sufrir el sector durante el bienio republicano-socialista. La victoria de las derechas en noviembre de 1933 agudizó aún más los problemas del sindicato: los mineros radicalizaron su desencanto con la República y los movimientos de los partidos obreros – el viraje a la izquierda del socialismo y la creación de las Alianzas Obreras – contribuyeron a consolidar cada vez más la opción revolucionaria. La explicación que intentaba proporcionar a la excepción asturiana aludía a tres factores: la radicalización de las bases trabajadoras, la elevada respuesta social y la actuación revolucionaria de las organizaciones obreras. ¿Qué conclusiones pueden extraerse tras este capítulo? Fue el empeoramiento de las condiciones laborales y vitales tras el boom de la minería asturiana durante la Gran Guerra lo que articuló los intereses de la clase trabajadora asturiana y los tensionó frente a las propuestas de las direcciones sindicales. Y fueron la colosal afiliación sindical y política y la capacidad de respuesta y contestación social a las decisiones de la patronal y del Estado las que subjetivaron a la clase trabajadora en clave revolucionaria. Estos factores posibilitaron una solidaridad de clase que no existía previamente y explican que, más allá de los preparativos y actividades organizativas de socialistas y cenetistas y de los aciertos militares durante los primeros días de la insurrección, la revolución fue posible en Asturias porque habían labrado y picado la rebeldía como nadie lo había hecho. Porque en Asturias sonaba una música propia – la Balada del Norte – que portaba en cada compás la revolución. Tabla 1: Distribución de la población en 1930 en Asturias (en %) Concejo 0-100 (habitantes) 100-500 500-1.000 1.000-2.000 2.000-5.000 +5.000 Aller 12,6 24,4 33,2 – 29,8 – Langreo 17,7 43,9 5,6 – 32,4 – Laviana 38,6 26,5 – – 34,9 – Mieres 25,0 46,7 10,4 2,6 – 15,2 San Martín del Rey Aurelio 46,8 38,0 15,2 – – – Siero 9,2 67,7 23,1 – – – Total 25,2 43,0 13,1 0,9 12,1 5,7 FUENTE: Nomenclátor de las ciudades, villas, lugares, aldeas de España. Provincia de Oviedo, 1930. Tabla 2: Afiliación al SMA, 1920-1933 Año Afiliación Porcentaje del total de afiliación 1920 24.551 62,8 1922 7.500 25,3 1924 12.000 39,0 1927 9.763 34,6 1928 8.300 32,2 1930 11.022 38,7 1931 14.960 51,1 1932 20.892 68,7 1933 19.155 69,0 FUENTE: Estadística Minera y Metalúrgica Española, El Socialista, Aurora Social, El Noroeste (1920-1930). [1] Cantar Artilleru, en asturiano. Interpretada por Nacho Vegas en Cantares de una revolución. Recogida en Ramón Lluís Bande, Cuaderno de la Revolución (Oviedo: Editorial Pez de Plata, 2019), pág. 146-147. [2] Me refiero a David Ruiz, El movimiento obrero en Asturias (Gijón: Ediciones Júcar, 1980); Bernardo Díaz Nosty: La comuna asturiana (Madrid: Editorial Zero, 1977) y Juan Antonio Sánchez García-Sauco: La revolución de 1934 en Asturias (Madrid: Editora Nacional, 1974). [3] Adrian Shubert: Hacia la revolución. Orígenes sociales del movimiento obrero en Asturias, 1860-1934 (Barcelona: Editorial Crítica, 1984), pág. 12. [4] En estos trabajos: Manuel Villar: El anarquismo en la insurrección de Asturias (Madrid: Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo, 1994); Narcís Molins i Fàbrega: UHP. La insurrección proletaria de Asturias (Gijón: Ediciones Júcar, 1977) y Grandizo Munis: Jalones de derrota. Promesa de victoria (Madrid: Muñoz Moya Editores, 2003). [5] Manuel Tuñón de Lara: La Segunda República (Madrid: Siglo XXI, 1976), pág. 76-80. [6] Adrian Shubert: Hacia la revolución…, op. cit., pág. 34. [7] Ibidem, pág. 49. [8] Tabla 1: Distribución de la población en 1930 en Asturias (en %) al final del artículo. Se puede apreciar que el 43,0% de la población en las cuencas mineras vivía en núcleos de entre 100 y 500 habitantes. [9] Adrian Shubert: Hacia la revolución…, op. cit., pág. 77. [10] Ver Tabla 2: Afiliación al SMA, 1920-1933 al final del artículo. [11] Adrian Shubert: Hacia la revolución…, op. cit., pág. 158. [12] Ibidem, pág. 160. [13] Ibidem, pág. 178. [14] El Noroeste, abril de 1931. [15] Adrian Shubert: Hacia la revolución…, op. cit., pág. 192. [16] Paco Ignacio Taibo II, Asturias…, op. cit., pág. 27. [17] Ibidem, pág. 50-51. [18] Ibidem, pág. 91. [19] Avance, junio de 1934. [20] Adrian Shubert: Hacia la revolución…, op. cit., pág. 200. [21] Este episodio se estudiará con más detenimiento en un artículo posterior. [22] Manuel Grossi Mier, La insurrección de Asturias (Gijón: Fundación Andreu Nin Asturias, 2014), pág. 49. [23] Paco Ignacio Taibo II, Asturias…, op. cit., pág. 174. Asturias, tierra bravía, / Asturias de luchadores: / no hay otra como mi Asturias / para las revoluciones. / Los obreros de Asturias, / demostraron su heroísmo / venciendo a la clerigalla / y al feroz capitalismo. / Tengo que bajar a Oviedo / empuñando mi fusil / y morirme disparando / contra la Guardia Civil; / Contra la Guardia Civil / y los cobardes de Asalto; / tengo que bajar a Oviedo / y morirme disparando.[1] ¿Un libro objetivo? Si tuviera que hablaros como autor y sin pensar en los demás, os diría que sí. ¿Pero, es que existe alguien que pueda asegurar que lo que él escribe es realmente objetivo? De ninguna forma. Unos hechos, unas ideas, son siempre vistos por un hombre y este hombre los ve y los interpreta a su manera. Él es objetivo, pero lo es en relación a sí mismo, nunca en relación a los demás. Otra cosa sería una traición a sí mismo, y no hay forma humana de hacerse una traición parecida. (Narcís Molins i Fàbregas) La revolución de 1934 fue la “primera ruptura histórica”[2] de la II República: por una parte, se confirmaba el cisma de la socialdemocracia con el proyecto reformista del anterior bienio; por otro lado, se afianzaba la unidad de acción de las organizaciones obreras para hacer frente a la política contrarreformista del nuevo Gobierno y a la amenaza fascista que veían en la CEDA. Pero fue también un hito en la propia evolución de la República porque inauguró una oleada represiva sin precedentes – los métodos coloniales utilizados en Marruecos se trasladaron a suelo europeo por primera vez – y avivó la opción revolucionaria como la única alternativa posible para el movimiento obrero ante el fracaso reformista y la ofensiva del fascismo. En Asturias, la memoria de la revolución de 1934 sigue irrumpiendo en el presente. Indudablemente despierta el interés social como pocos acontecimientos históricos genuinos: numerosas fundaciones de memoria histórica (Fundación Andreu Nin, Fundación Juan Muñiz Zapico, Fundación José Barreiro…) y otras organizaciones de la sociedad civil llevan décadas organizando charlas y actividades de todo tipo para afianzar el octubre asturiano en la historia pública. Es el caso, por ejemplo, de la ruta por el Oviedo revolucionario que lleva organizándose desde 2015. También las instituciones públicas asturianas – especialmente las municipales – han contribuido de diversas maneras: calles, edificios, placas…, sirven hoy para robustecer la memoria del 34. Numerosos trabajos del mundo de la academia y de las artes han visto la luz en los últimos lustros en forma de libros, películas, reediciones, documentales…; algunos de los cuales he tenido cuidado de incluir en la bibliografía. Pero la memoria de la revolución se manifiesta también en el pueblo asturiano en forma de mitos, supersticiones y miedos: las mayores secuelas siguen estando en fosas, cunetas y silencios. Quienes estudiamos y nos dedicamos al noble oficio de la historia sabemos bien que nuestra tarea es explicar. Sin embargo, hechizados por el paradigma moderno de alcanzar la Verdad, nos hemos entregado a la arquitectura colectiva de una atalaya del tiempo: cronificando y datando hemos creído descifrar el pasado. Pero el pretérito, una y otra vez, se ha revuelto entre nuestras manos y no ha habido forma humana posible de constituir un consenso cerrado. Si nuestra única función verosímil es explicar, lo que intentaré con este texto es ser historiadora. Lejos de querer datar – aunque sin renunciar a los cronogramas – o detectar causas-efectos como si el tiempo fuera lineal y no plástico, me propondré explicar la revolución de 1934, el ochobre asturiano. Las preguntas que vertebran las siguientes páginas son abiertas – en el sentido de que no pueden cerrarse –: ¿por qué fue posible la revolución? ¿cómo nos la explicamos? ¿por qué en Asturias? Y propongo cuatro hipótesis articuladas: por un clima político convulso, por un movimiento obrero asturiano en pie, por una táctica excepcional y por una herramienta inesperada y poderosa. La estructura de este estudio se acomoda a estos intereses: una primera parte introductoria, una segunda parte que centra las interpretaciones históricas y una última que compendia conclusiones y aprendizajes. Las siguientes páginas no pretenden explicar la revolución del ‘34 desde la objetividad, considerando que los relatos de los protagonistas y los principales estudios académicos esbozarán la verdad de lo que ocurrió. Asumo, de manera profana, que lo único que puedo hacer es construir puentes hacia ese pretérito, merodear por la historia cual peregrina y ponerle palabras a ese viaje. Palabras pasajeras, perecederas, en absoluto canónicas. Palabras que colmen estos blancos y que hagan a otros – a ustedes, lectores – viajar con ellas hacia los valles esmeraldas surcados por ríos ennegrecidos por el carbón, hacia la profundidad de las galerías y los pozos donde picaban tierra los mineros, hacia las Casas del Pueblo donde soñaban su libertad.2.EL EXTRÑO REVOLOTEOPor todas partes / cada proletario tembló de una inmensa esperanza. / Los de Oviedo, / con espléndido entusiasmo, / rechazaron sus cadenas / y tomaron el poder. / Los de Oviedo, / con sus cigarrillos encienden la mecha / de sus granadas de hierro blanco. / Durante días rechazaron / a los mercenarios que les envió el poder. / Los de Oviedo, / llama de odio, cobardía y crueldad. / La reacción los destrozó. / Todo un ejército con sus cañones / convirtió Oviedo en una tumba anónima. / Todos temblamos por Oviedo.[3] Por encima de las negras cabezas de los mineros, se siente un extraño revoloteo. Tiene algo de angustia, de tragedia y de amenaza. Es el anuncio de los grandes acontecimientos, de las gloriosas hazañas colectivas que embellecen la historia de los pueblos. (Manuel Grossi) El clima político que envolvió a la revolución de 1934 ciertamente fue convulso. El 14 de abril de 1931, por la vía de unas elecciones municipales, se constató el agotamiento del régimen social de la Restauración. Sin embargo, el advenimiento de la República “no alteró el equilibrio del poder social y económico” pues “la riqueza y la influencia de los terratenientes, industriales y banqueros no disminuyeron el 14 de abril”[4]. La oligarquía española continuó siendo un bloque heterogéneo en el que había elementos burgueses pero el cimiento fundamental eran los sectores de herencia feudal – terratenientes, clero, alta nobleza – adaptados a las novedosas formas y relaciones capitalistas. El poder político, en cambio, cayó en manos de una curiosa coalición republicana-socialista hija del Pacto de San Sebastián de 1930. Sin embargo, los dos cargos clave del Gobierno provisional los ocuparon los conservadores Niceto Alcalá Zamora – presidente del Consejo de Ministros – y Miguel Maura – ministro de la Gobernación –. En ese Gobierno provisional también estaban Alejandro Lerroux (PRR), Manuel Azaña (AR), Marcelino Domingo (PRRS) y Fernando de los Ríos, Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero (PSOE). Desde el Ministerio de Trabajo, Largo Caballero se apresuró a implantar medidas de transformación social especialmente en el mundo agrario: “el Decreto de Términos Municipales impedía la contratación de mano de obra de fuera de un municipio mientras hubiera trabajadores en paro en esa localidad (…) introdujo los jurados mixtos, para dirimir disputas salariales y sobre condiciones de trabajo en el campo”[5], protegió como derecho la jornada de ocho horas y, finalmente, implantó el Decreto de Laboreo Forzoso para que los propietarios no pudieran dejar tierras en barbecho y sabotear las nuevas medidas. Los rumores acerca de la preparación de una nueva ley agraria encendieron todas las alarmas de los terratenientes, comenzando una campaña de difamación contra el Gobierno y Largo Caballero. El Gobierno provisional convocó elecciones a Cortes Constituyentes el 28 de junio de 1931. Volvió a presentarse la Coalición Republicano-Socialista, integrando al PSOE, PRR, PRRS, DLR y AR. La derecha antirrepublicana acudió dividida y mal organizada y muchos conservadores y católicos votaron a los radicales de Lerroux. El viraje conservador de estos últimos fue notorio: “la derecha depositaba sus esperanzas en Lerroux y lo apoyaría hasta que se organizaran sus propias fuerzas (…) con una campaña descaradamente conservadora, los radicales obtuvieron noventa y cuatro escaños”[6]. Sucintamente, los resultados fueron los siguientes: los socialistas obtuvieron 116 escaños, los radicales 94, los republicanos de izquierda (PRRS y AR) 82, los regionalistas catalanes y gallegos 57, las formaciones desunidas de derecha 48 y la DLR 22. En el otoño de 1931 el debate político se centró en la redacción de la nueva Constitución. El proyecto de texto – democrático, laico, liberal y reformista – fue redactado por una comisión cuyo presidente era el catedrático socialista de Derecho Luis Jiménez de Asúa. La derecha se opuso a la Constitución en conjunto, pero especialmente a los artículos 44 – que establecía que «toda la riqueza del país está subordinada a los intereses de la economía nacional» – y 26 – que determinaba la separación económica del Estado y la Iglesia –. El 13 de octubre se debatieron en Cortes los artículos constitucionales referidos a la religión. Maura y Alcalá Zamora se oponían a ellos; Azaña los defendió en la tribuna. “El discurso de Azaña salvó la Constitución, pero produjo una crisis de gabinete al dimitir los católicos más destacados del Gobierno: Alcalá Zamora y Maura. La actuación de Azaña (…) le convirtió en el candidato más claro a ocupar la presidencia del Consejo de Ministros”[7]. Azaña aceptó, enemistándose con Lerroux – que ansiaba ese cargo – y con Alcalá Zamora – que nunca le perdonó lo ocurrido –. El 9 de diciembre, las Cortes aprobaron el texto constitucional; el día 10, Niceto Alcalá Zamora fue elegido Presidente de la República y el día 16 Azaña formó su segundo Ejecutivo – que pervivió hasta junio de 1933 –. Dos cuestiones provocaron a lo largo de este primer bienio republicano encarnizados enfrentamientos entre el Gobierno y la oposición de derechas. La primera fue la religión. Las medidas que se tomaron desde las corporaciones municipales y desde el Gobierno central se utilizaron por la oposición para crear una imagen de persecución religiosa que caló en el pensamiento de los sectores populares católicos. La segunda fue el Estatut de Cataluña. De la misma manera, la derecha lo expuso propagandísticamente como un ataque a la unidad nacional. Con este caldo de cultivo, es más sencillo entender que los sectores sociales más conservadores – Ejército, monárquicos y clero – conspiraran unidos contra la legalidad republicana. La célebre y frustrada «Sanjurjada» del 10 de agosto de 1932 fue la materialización de las conjuras reaccionarias. Las repercusiones y los efectos de este intento de golpe militar fueron funestas para los organizadores: el Gobierno se vio fortalecido por una “ola de fervor republicano (…), los radicales abandonaron su obstrucción al proyecto de la Ley de Bases para la Reforma Agraria, que fue aprobado por las Cortes junto con el Estatuto de Autonomía de Cataluña en septiembre”[8]; y en el campo conservador el fracaso de Sanjurjo contrastó con la fama que fue ganando parlamentariamente Gil Robles. Es complejo hacer un balance del bienio reformista. Como escribe Paco Ignacio Taibo, el socialismo español era atípico en Europa[9]. Por una parte, una UGT de decidido sindicalismo legalista: huelgas sólidas bien planteadas dentro de los límites del sistema. Por otra parte, un PSOE cuyo compromiso con la República aumentó inevitablemente con la consolidación de su bloque parlamentario y su participación significativa en los Ejecutivos. Era el partido mejor organizado de España. “Entonces, el socialismo español, no sólo no quería enfrentar cara a cara la opción de la revolución, no podía hacerlo”[10]. Si la coalición prosperó fue porque supo, fundamentalmente, responder a la necesidad de unificar el campo antimonárquico. No obstante, los brotes continuos de conflicto social redujeron drásticamente la capacidad de la II República para lograr una estabilización del nuevo régimen sociopolítico. De hecho, la CNT apenas tardó unos meses en proclamar la primera huelga general: el 18 de julio de 1931 “miles de telefonistas de la CNT se ausentaron de sus puestos de trabajo, sobre todo en Sevilla y Barcelona”[11]. Pero fue el problema agrario el más recurrente para el Gobierno de Azaña. Los límites de las medidas impulsadas por Largo Caballero no tardaron en manifestarse, y en diciembre la FNTT – integrada en UGT – convocó una huelga general en Badajoz que acabó con un baño de sangre en el pequeño pueblo de Castilblanco. La tensión entre jornaleros huelguistas y la Guardia Civil se extendió por todo el medio rural desde finales de año hasta principios de 1932. “En las zonas latifundistas de Salamanca, Extremadura y Andalucía, los trabajadores sindicados eran víctimas de una versión rural de los cierres patronales, ya fuese porque los terratenientes dejaban tierras sin cultivar o porque les negaban el trabajo al grito de «Comed República»”[12]. La hostilidad de la CNT por su desencanto con la II República iba en aumento. El cénit fueron los sucesos de Casas Viejas (Cádiz) en enero de 1933. La brutal represión a la huelga general acabó con la vida de 24 personas. Casas Viejas debilitó la coalición, especialmente la credibilidad de los socialistas para sus propios partidarios del campo, y provocó un abismo entre el Gobierno y los cenetistas. 1933 fue el año más agudo de la crisis económica: la peor cosecha del campo, el mayor aumento del paro desde el 14 de abril del 31, la mayor caída de la producción industrial, etc. En este contexto, “se produce un aumento de las luchas obreras en todo el Estado, y el número de jornadas perdidas por huelga es mayor que en los cinco años anteriores juntos. No sólo se dobla el número de huelgas respecto a 1932, sino que el 40% de ellas son ganadas por los trabajadores”[13]. En 1931-1932 se perdieron 3,8 y 3,5 millones de jornadas laborales en huelgas, mientras que en 1933 este dato se disparó hasta los 14,4 millones: se sucedieron las huelgas en Asturias, Sevilla, Jaén, Córdoba, Barcelona, Madrid, Valencia o Zaragoza. La nueva Constitución, la reforma agraria, la legislación social, el Estatut, las reformas de la Iglesia y el Ejército…, no frenaron los conflictos laborales ni la tensión social. El clima de expectativas con el que floreció la primavera de 1931 se había aborrascado de manera vertiginosa. Me centraré ahora en la recomposición de las derechas durante este primer bienio, culminando en la creación de la CEDA. La amalgama de grupos que conformaba la derecha opositora a la II República se organizaron según dos tácticas distintas: los accidentalistas – que “adoptaron una táctica legalista basada en la idea de que las formas del régimen eran accidentales y lo que realmente importaba era el contenido social del régimen”[14] – y los catastrofistas – cuyo fin era demoler la República por la vía del alzamiento militar –. Los primeros estaban organizados en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, El Debate y la Confederación Nacional Católico-Agraria; tenían influencia, además, en la prensa, el poder judicial y las profesiones liberales. José María Gil Robles supo agruparles en la nueva Acción Popular. Los grupos catastrofistas eran principalmente tres: Comunión Tradicionalista – carlista, con su milicia Requeté –, los monárquicos alfonsinos – con su revista Acción Española y su partido Renovación Española – y los fascistas españoles – agrupados en las JONS (1931) de Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo y Falange Española (1933) de José Antonio Primo de Rivera –. En marzo de 1933, 500 delegados de 42 partidos de derecha, mayoritariamente vinculados a AP, formaron la CEDA en Madrid. “Nos hallamos ante un partido político de masas, que hábilmente se ha desligado del cadáver político de la monarquía, que ha prescindido de los nexos con los pequeños funcionarios y burócratas y que está vinculado al latifundismo agrario, pero básicamente a aquel que incursiona en el comercio y la industria rural”[15]. Era el partido más enlazado al genuino capitalismo español; con un proyecto ideológico que combinaba la religión, el orden, la patria, la tradición y la propiedad privada; y que aglutinaba a una base social con enorme poder (grandes capitalistas, ingenieros y técnicos, jóvenes fascistas, banqueros, curas de pueblo, pequeños propietarios rurales, clases medias aburguesadas…). ¿Y cómo llegaba el movimiento obrero a la primavera de 1933, el segundo aniversario de la II República? Podría resumirse con dos palabras: desencanto y división. El movimiento sindical era un auténtico mosaico: CNT, Sindicatos de Oposición a la CNT, Sindicatos excluidos de la CNT, FNTT, UGT, sindicatos autónomos independientes… Políticamente, la situación era similar: FAI, BOC, PSOE, PCE, ICE… La FNTT creció exponencialmente en esos dos años. Tenía cerca de 400.000 afiliados y era el 40% del número total de la UGT. Pese a los intentos de contención de su dirección orgánica, las huelgas se dispararon, especialmente en 1933: en una situación cada vez más precaria, los jornaleros y trabajadores rurales se radicalizaron mientras las direcciones de la organización se veían obligadas a ir a su rebufo. La CNT era una organización descomunal. Sin embargo, en su congreso extraordinario de junio de 1931 se escindió en dos partes. La FAI ganó el congreso y un grupo de treinta sindicalistas – encabezados por Ángel Pestaña y Joan Peiró – publicó el manifiesto de los treintistas en desacuerdo con la nueva línea de la organización anarcosindicalista. La nueva dirección mantuvo una evidente línea revolucionaria e insurreccional sumada a una enconada rivalidad con la UGT. Las conclusiones políticas en el seno del PSOE ciertamente fueron dispares. La corriente reformista de Julián Besteiro opinaba que “por falta de preparación económica y de evolución del país, no puede realizarse una obra socialista, sino que tiene que realizarse una obra distinta al socialismo, meramente reformista (…), una obra esencialmente burguesa”[16]. Por su parte, Indalecio Prieto mantenía una opinión parecida: “yo no participo del criterio de quienes creen que se puede implantar neta y totalmente el socialismo en España”[17]. En cambio, Largo Caballero sí leyó el bienio reformista como un fracaso y su corriente protagonizó el bandazo político más importante en la historia del PSOE. Por su parte, los balances del PCE eran simples: “los esfuerzos de la democracia republicano-socialista por atenuar la lucha de clases, por impedir la revuelta de los campesinos, se estrellan contra la trágica situación de los obreros del campo”[18]. Es decir, el PCE rechazaba la labor legislativa del Gobierno y acusaba al PSOE y a UGT de socialfascismo: “los jefes socialistas sirven a la contarrevolución y al fascismo”[19]. Por último, el comunismo antiestalinista, representado fundamentalmente por ICE y BOC, consideraba que el reformismo había sido tan sólo un humo de ilusiones democráticas disipado y criticó el papel de contención del movimiento obrero y de sostenimiento de la burguesía jugado por el PSOE[20]. El año 1933 fue convulso para el Gobierno que más tiempo perduró en la II República. Demasiado convulso. Las repercusiones de Casas Viejas y la oposición entre Alcalá Zamora y Azaña desencadenaron la crisis en verano. Azaña propuso un reajuste en el Consejo de Ministros a principios de junio para sustituir a Jaume Carner – ministro de Hacienda –, que estaba gravemente enfermo. Alcalá Zamora forzó entones a Azaña a formar un nuevo Ejecutivo, que le permitió continuar ejerciendo durante el verano con dificultades crecientes. A principios de septiembre, tras las elecciones para el Tribunal de Garantías Constitucionales, Alcalá Zamora se apoyó en estos resultados para justificar el encargo a Lerroux de un nuevo Gobierno, el cual tuviera mayoría radical. Los socialistas, de la boca desolada de Prieto, anunciaron el fin de la coalición con los republicanos. A principios de octubre, Alcalá Zamora encargó al radical Martínez Barrio la formación de un nuevo Gobierno que convocara elecciones a Cortes para noviembre. Para ilustrar sucintamente la insólita situación que atravesaba el PSOE: en el marco de la campaña electoral, El Socialista recogió en el mismo día – 14 de noviembre – las posiciones políticas de las tres corrientes socialistas. La de Besteiro, que representaba una ortodoxia añeja que acababa en el aparatismo: “nuestra candidatura representa el espíritu activo de la revolución”; la de Prieto: “la reacción, del brazo de Lerroux, quiere destruir la obra de la República”; y la de Largo Caballero: “si se nos cierra el paso por la violencia, ahogaremos a la burguesía por la violencia”[21]. Los comicios se convocaron el 19 de noviembre de 1933. La izquierda acudió esta vez dividida y la derecha, habiendo aprendido la lección, lo hizo en coalición. “Decidido a ganar a cualquier precio, el comité electoral de la CEDA optó por un frente contrarrevolucionario único. Así, la CEDA se presentó a las elecciones, en algunas zonas, en coalición con grupos catastrofistas como RE y los carlistas; en otras, con los corruptos radicales”[22]. Acusaciones de fraude, coerciones y cacicadas; primera vez que las mujeres ejercían, por fin, el sufragio en España; la desproporción del sistema electoral (los partidos unidos de derechas consiguieron 3.345.504 votos y 212 escaños; la izquierda desunida cosechó 3.375.432 sufragios y tan sólo 99 escaños); la alta abstención (casi un 33%) promovida por la CNT … Todos estos factores cartografían el mapa de las elecciones de 1933. Los resultados fueron despiadados para la izquierda: CEDA, 115 escaños; PRR, 102; PSOE, 59; PAE, 30; Lliga Catalana, 24; Comunión Tradicionalista, 20; ERC, 17; mauristas, 17; RE, 14; PNV, 11; AR, 5; PCE, 1; PRRS, 1. La victoria de la CEDA era cierta, pero más precaria de lo que parecía. De hecho, Alcalá Zamora decidió proponerle la formación de Gobierno al radical Alejandro Lerroux, porque preveía que sólo a él le darían los números parlamentariamente y porque un Gobierno de antirrepublicanos galvanizaría la izquierda. Gil Robles, en esa coyuntura, encontró otra solución: teledirigir el gobierno de Lerroux. “El Debate lo explicó con esta consigna: «Apoyar a Lerroux, primero; colaborar con Lerroux, después; sustituir a Lerroux, más tarde»”[23]. La CEDA puso sus condiciones: amnistía para los encarcelados por la Sanjurjada, reformas de las leyes sobre cuestiones religiosas, derogación de las leyes sociales de Largo Caballero y de la Reforma Agraria. Esto contradecía la propia campaña del PRR, que ofrecía reformas graduales. Pero Lerroux no estaba dispuesto a rechazar su última oportunidad de tocar poder. El nuevo Gobierno, que continuó hasta marzo de 1934, estaba formado por mayoría de radicales – Martínez Barrio, Diego Hidalgo, Juan José Rocha, Antonio Lara o José Estadella –, por la ORGA, la DLR y el PAE. La primera insurrección de oposición gubernamental fue convocada por la CNT el 8 de diciembre de 1933. Se declaró el estado de emergencia, se detuvieron a los dirigentes de la CNT y de la FAI, se censuró sus aparatos de prensa y clausuraron los sindicatos. Hubo huelgas en zonas con arraigo anarquista: Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía o Galicia. Fue en Zaragoza donde cobró un carácter insurreccional: el Ejército tardó cuatro días en rendir a los sublevados. Es necesario detenerse en lo que supuso para las organizaciones obreras la derrota electoral de 1933, qué conclusiones sacaron de la nueva coyuntura, qué discusiones internas tuvieron, qué estrategias y tácticas dispusieron para el nuevo periodo que se abría. Aunque era previsible un revés electoral, en el PSOE cundió el desconcierto. Diversas interpretaciones de los motivos de la debacle se difundieron en el seno del partido de masas obrero. No fue tanto que los socialistas sólo pensaron en la revolución cuando los desahuciaron del poder, como diría el anarcosindicalista José Peirats; fue más bien que hasta el momento de perder el poder parlamentario que atesoraban no pudieron pensar en la revolución. “Los hechos y las circunstancias habían atrapado al PSOE. Sólo quedaba ser consecuente o no ante estos hechos. Mirar o no la revolución de frente, o hurtar el cuerpo y mostrarle la espalda”[24]. El PSOE atravesó entonces la que, sin duda, ha sido su principal crisis ideológica. La tendencia de Caballero – que contaba con las JJSS, el grupo madrileño de Araquistáin y Álvarez del Vayo – anunció un regreso a Marx y levantó la bandera de la revolución social. A finales de 1933, una reunión conjunta de las ejecutivas de UGT y PSOE adoptaron el acuerdo de preparar un plan revolucionario en el caso de que la CEDA accediese al poder. Fue la primera vez que Prieto se posicionó con Largo Caballero contra Besteiro. La campaña interna por la radicalización arreció en el interior del PSOE desde finales de 1933 y durante los primeros compases de 1934: El Socialista se definía revolucionario, la Agrupación Socialista de Madrid era ganada por el sector caballerista, Besteiro y Saborit renunciaban a la dirección de UGT, Ricardo Zabalza se convertía en director de la FNTT, el ala revolucionaria de las JJSS desplazaba a los besteiristas… En unos meses, el ala caballerista se hizo con el aparato para lanzarlo hacia la revolución social. Otro elemento es central para entender las posiciones de las organizaciones obreras a partir de 1933: la perspectiva internacional de ascenso del fascismo. Los sucesos de Alemania perturbaban a las organizaciones obreras: en enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado canciller imperial; un año después, se autoproclamó Führer, desmantelando la República de Weimar por el Tercer Reich. En Austria, el régimen dictatorial y autoritario de Engelbert Dollfuss – cercano a Mussolini y Hitler – reprimió con violencia el levantamiento de los socialistas y del movimiento obrero en conjunto en febrero de 1934. El impacto internacional de la resistencia de la Viena roja fue enorme por ser la primera vez que se combatía con armas al fascismo: la consigna «Antes Viena que Berlín» se extendió entre las organizaciones obreras de toda Europa, como interpretación de que había que luchar firmemente contra el fascismo antes que dejarse derrotar por él sin ofrecer resistencia. La segunda lectura que compartió el movimiento obrero fue la necesidad de actuar conjuntamente, porque la división y el enfrentamiento disminuía las posibilidades de victoria ante un enemigo fuerte. En esa coyuntura, el PSOE empezó a defender la unidad de acción antifascista y con vocación revolucionaria; el comunismo antiestalinista se movía también en esas propuestas; y el PCE prosiguió con el discurso del socialfascismo – atribuyendo únicamente las culpas a la socialdemocracia – hasta el verano de 1934. Las posibilidades de un fascismo en España se vieron como reales y encendieron todas las alarmas. De hecho, las organizaciones de extrema derecha se reforzaron en ese tiempo. Además de las perspectivas electorales exitosas de la CEDA, la derecha catastrofista se preparó en tres frentes: la conspiración militar, las milicias carlistas y la guerrilla urbana fascista[25]. Las JONS se fusionaron con Falange Española en febrero de 1934. Apenas unos meses antes, en El Escorial, varias organizaciones de derechas firmaron un pacto de colaboración para una conspiración militar que reinstaurara la monarquía: allí estuvieron RE, representantes del ala más conservadora del Ejército y Primo de Rivera. Falange tendría que actuar como el instrumento de desestabilización política, provocando disturbios callejeros que provocaran un clima de anarquía que justificara el golpe militar. Por su parte, las milicias carlistas, al mando de su nuevo líder – Manuel Fal Conde – y del coronel africanista José Enrique Varela, recibieron financiación económica de Mussolini e instrucción militar del Ejército italiano. El temor del movimiento obrero a la fascistización de España por la vía parlamentaria de Gil Robles tampoco era infundado. En la propia campaña electoral, el caudillo de la CEDA ya fijaba unas posiciones filofascistas: “La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamente se somete o le hacemos desaparecer (…), es necesario en el momento presente derrotar implacablemente al socialismo”[26]. Abordaré ya una interpretación de lo ocurrido en 1934 para explicar cómo se fue configurando el clima de tensión social – el extraño revoloteo – que envolvió la revolución de octubre. Atenderé a tres factores que creo centrales: las mutaciones de la situación sociopolítica con las actuaciones gubernamentales, las nuevas estrategias y tácticas de las organizaciones obreras y la escalada de los conflictos de clase. El nuevo Gobierno de Lerroux integraba mayoría de radicales, agrarios y republicanos galleguistas. Su propósito, desde el inicio, fue moderar las reformas del anterior bienio. En febrero, Diego Martínez Barrio – ministro de Guerra – denunció la presión que ejercía la CEDA y la consecuente política derechista del Gobierno y decidió dimitir. Así, en marzo, Lerroux formó un nuevo Gobierno que incorporaba a los radicales Diego Hidalgo y Rafael Salazar Alonso como ministros de Guerra y Gobernación, respectivamente. El nuevo Ejecutivo cedió aún más a las presiones de Gil Robles, cuyo cénit fue la amnistía el 24 de abril de 1934 a los participantes en el golpe de Estado de Sanjurjo. Aquella Ley de Amnistía fue el desencadenante de nuevas fricciones entre Alcalá Zamora y Lerroux. Éste último presentó su dimisión, el Presidente de la República la aceptó y propuso a Ricardo Samper – ministro de Industria y Comercio – formar un nuevo Gobierno. La crisis se abrió en el seno del PRR y veinte diputados abandonaron el partido en mayo, dejando la formación aún más al albur de la CEDA[27]. El nuevo Ejecutivo – que pervivió hasta el 4 de octubre – contaba con Hidalgo en la cartera de Guerra, Salazar Alonso en la de Gobernación y al radical José Estadella en la de Trabajo. La actuación de estos tres gobiernos se centró en la contención y represión de las huelgas y protestas obreras y campesinas y en la reversibilidad de las reformas del primer bienio – especialmente las de contenido social de Largo Caballero –. El plan de la CEDA después de las elecciones de 1933 comprendió tres etapas. “La primera, permitir que los radicales gobernaran con su apoyo desde fuera del poder. La segunda, introducir en el Gobierno a miembros de la CEDA, previo agotamiento político de los radicales. La tercera, tomar el poder”[28]. El 20 de abril celebraron su I Congreso, donde desarrollaron sus posiciones nacionalistas: “España es una afirmación en el pasado y una ruta hacia el futuro. Sólo quien viva esa afirmación y camine con esa ruta puede llamarse español. Todo lo demás (judíos, afrancesados, masones, marxistas) fue y es una minoría discrepante al margen de la nacionalidad y por fuera frente a la Patria: es la antipatria”[29]. Apenas dos días después, anunciaron un mitin en El Escorial que sería una provocación antirrepublicana, donde aclamaron a Gil Robles al grito de «¡Jefe!» al más puro estilo fascista y prometieron una marcha sobre Madrid para tomar el poder. Sólo una huelga exitosa del movimiento obrero logró impedir sus planes. La necesidad de cerrar el paso a una organización que decía por boca de su portavoz que “el fascismo hay mucho de aprovechable: su exaltación de los valores patrios, su neta significación antimarxista, su enemistad a la democracia liberal y parlamentarista…”[30] para las organizaciones obreras se hacía ineludible. Como expuse antes, la mayor parte del movimiento obrero recompuso sus tácticas hacia la necesidad de actuaciones conjuntas: en su propio lenguaje, el frente único. Esta propuesta llevaba un tiempo siendo defendida por el comunismo antiestalinista – BOC e ICE – y a ella se adhirieron el PSOE y la UGT. “Hay que ir a la formación del frente único sobre la base de un programa de lucha, no impuesto previamente, sino elaborado en común y que sea aceptado por los obreros de las organizaciones de todas las tendencias. La formación de ese frente único constituiría un dique ante el cual se estrellaría inexorablemente el fascismo”[31]. Fue en Cataluña donde surgió la primera Alianza Obrera a finales de 1933, la cual integraron BOC, ICE, PSOE, UGT, USC, los Sindicatos de Oposición a CNT y la Unión de Rabassaires. No se unieron ni el PCE ni la CNT-FAI. El fenómeno aliancista tuvo un gran impacto y no tardó en expandirse por el resto del Estado: País Valenciano – Alcoy, Sagunto o Elda –, Andalucía, Madrid o Asturias. Fue una táctica claramente defensiva frente al auge de proyectos de carácter fascista, pero al mismo tiempo reconocía la potencialidad política que tendría la unidad de un movimiento obrero cuya división y enfrentamiento eran sangrantes. A lo largo de 1934 aumentaron las dificultades de los trabajadores del campo. El Decreto de Términos Municipales de Largo Caballero se derogó justo antes de la cosecha, permitiendo a los terratenientes contratar mano de obra barata de Portugal y Galicia[32]. La dirección de la FNTT agotó las vías legales – escritos y requerimientos a diferentes ministerios – y, ante la inacción del Gobierno, convocó una huelga para el 5 de junio: “ambiente de tragedia se respira en el campo por la falta de trabajo, la persecución sistemática y la desesperación (…) la clase patronal anuncia burlonamente a nuestros hombres que le sobran máquinas y cuadrillas de segadores a bajo precio para prescindir y matar a braceros organizados”[33]. El seguimiento de la huelga fue mayoritario en 29 provincias españolas, extendiéndose por más de 1.000 municipios. La UGT y el PSOE decidieron no extender la huelga a la industria y otros campos económicos. La represión gubernamental de la mano de Salazar Alonso fue brutal: detenciones en masa, traslados a punta de pistola, clausura de centros obreros, disolución de consistorios municipales, penas de cárcel para dirigentes… La FNTT y la organización sindical rural quedó abatida hasta prácticamente 1936. Ese verano ocurrieron también otros sucesos importantes. Uno de ellos fue el cambio estratégico del PCE auspiciado por el viraje de la dirección de Moscú. Durante el estío se sucedieron en cadena pactos de unidad de acción socialista-comunista (Francia, Italia o España), con el objetivo de crear frentes antifascistas. Así, en septiembre el PCE decidió sumarse a la Alianza Obrera, la misma a la que hacía unos meses tildaba de contrarrevolucionaria. El comunismo antiestalinista, por su parte, también se fragmentó durante el verano: la propuesta de Trotski de hacer entrismo en el PSOE para radicalizarlo fue rechazada por la mayoría de los dirigentes a excepción de un grupo reducido – Esteban Bilbao, Fersen o Munis –. El PSOE mantuvo una posición contradictoria durante el estío: por una parte, continuó en la retórica revolucionaria – “la fase actual de la lucha de clases en España cuadra ya una sola táctica: la de la huelga general netamente política (…) vamos a arrebatarles el poder para construir el Estado socialista”[34] –; por otro lado, defendió la necesidad de una estrategia de contención para reservar fuerzas – “a la clase trabajadora le interesa reservar sus energías para jornadas decisivas”[35]. Y la CNT, por último, siguió sin aceptar las Alianzas Obreras. Septiembre de 1934 supuso un auténtico punto de no retorno. La CEDA presionó durante todo el verano a Alcalá Zamora para que les introdujese en el Gobierno y confirmó a Samper que su gabinete no era del agrado de los derechistas. El 9 de septiembre convocaron un mitin en Covadonga, utilizando la simbología de la cruzada religiosa y exaltando su nacionalismo tradicionalista y conservador. Finalmente, el 1 de octubre se retomaron las sesiones parlamentarias tras la pausa veraniega. Gil Robles, en tribuna, anunció su deseo impostergable de entrar al Gobierno. Samper se quedó solo, sin apoyos de los agrarios o de los propios radicales. A las seis de la tarde se leyó el decreto de su dimisión y a las siete renunció el Gobierno en conjunto. Por la noche, el grupo socialista se reunió. Sólo atisbaban dos posibilidades: o Alcalá Zamora daba el poder a los republicanos para que convocaran unas elecciones que podrían volver a ganar las derechas o permitía que la CEDA entrara al Gobierno. Muchos diputados socialistas salieron esa noche tras la reunión hacia sus ciudades de provincia, por si el movimiento estallara con ellos en Madrid. El día 2, Alcalá Zamora consultó a los diferentes grupos. Por un Gobierno mayoritario: la Lliga, los liberales melquiadistas, la CEDA, el PRR y los agrarios. El resto de los grupos abogaron por un Gobierno de transición que convocara elecciones. Los socialistas advirtieron de que la entrada de la CEDA supondría una declaración de guerra. El Presidente de la República, a las siete de la tarde, ofreció a Lerroux formar Gobierno, sabiendo que la CEDA entraría en el Ejecutivo, pero proponiendo limitar su participación a una cartera. Gil Robles insistió en tener tres. El nuevo gabinete se hizo público, finalmente, la noche del 3 de octubre y figuraban tres ministros de la CEDA: Rafael Aizpún – Justicia –, José Anguera de Sojo – Trabajo – y Manuel Giménez – Agricultura –. Lo completaban Samper – Estado –, Hidalgo – Guerra –, Eloy Vaquero – Gobernación – o los agrarios Cid – Obras Públicas – y Martínez de Velasco, como ministros más destacados. Gil Robles reconoció más adelante en las oficinas de AP durante el mes de diciembre de 1934 sus intenciones provocadoras con la izquierda: Yo tenía la seguridad de que la llegada nuestra al poder desencadenaría inmediatamente un movimiento revolucionario (…) «Yo puedo dar a España tres meses de aparente tranquilidad si no entro en el Gobierno. ¡Ah!, pero ¿entrando estalla la revolución? Pues que estalle antes de que esté bien preparada, antes de que nos ahogue». Esto fue lo que hizo Acción Popular: precipitar el movimiento, salir al paso de él; imponer desde el Gobierno el aplastamiento implacable de la revolución.[36] El PSOE, después de pasar el verano incitando a la distensión y la provisión de fuerzas, hizo en septiembre la mayor denuncia política de la II República en su prensa: “Estamos igual que en la monarquía (…) las clases patronales, los señoritos feudales, los monárquicos dueños de las tierras (…), España tiene el derecho y el deber de sacudirse a esos parásitos. El camino de la legalidad está cerrado para todos (…) la opinión está en la calle reclamando el poder para el proletariado, tendremos que conquistarlo”[37]. Sin embargo, a medida que las tensiones aumentaban en el Gobierno, el PSOE iba retrayéndose: desorientado, sin atreverse a lanzarse a la revolución cuando veía cercana la posibilidad y haciendo públicas sus intenciones y sus dubitaciones. “¿Qué va a ocurrir? La verdad es que nadie lo sabe (…) el mes próximo puede ser nuestro octubre (…) en estas fechas hay algo que hacer a toda prisa: organizar, organizar, organizar”[38]. La formación del nuevo Gobierno frustró su mayor esperanza: que las amenazas revolucionarias convencieran a Alcalá Zamora de convocar nuevas elecciones. La escasa preparación revolucionaria y las dudas acerca de su propia finalidad caracterizaron a la socialdemocracia esos primeros cuatro días de octubre. El PSOE y la UGT no creyeron en las posibilidades insurreccionales: habían utilizado esa estrategia más como chantaje que como plan. Sus enemigos también lo sabían. El propio Araquistáin lo relató con esta anécdota: “dos días después de constituirse el gobierno de Lerroux un banquero de Madrid fue a decirle a Alcalá Zamora que estaba seguro de que la entrada de Acción Popular sería la señal de la revolución. ¿Quiénes la harán? – replicó el Presidente con una sonrisa –, ¿los socialistas? Esos no hacen revoluciones”[39] No cabe duda de que 1934 fue un año trascendental en la II República porque supuso un auténtico giro con respecto a los anteriores. La ruptura del PSOE, la colaboración de las organizaciones de izquierdas en las Alianzas Obreras y el incremento significativo de las tensiones sociales – especialmente en el medio rural y por conflictos laborales – conformaron un ambiente agitado, un clima convulso, un extraño revoloteo. El PSOE y la UGT fueron, seguramente, los actores políticos más interesantes en este viraje. La pérdida del Gobierno incitó lecturas críticas de su acción reformista en algunas corrientes y aumentó de manera generalizada la sensación de malestar con la desviación de la República. Al perder el poder, además de una manera que consideraban injusta, los socialistas pudieron por fin mirar a su alrededor: a sus bases, al contexto internacional, al resto de organizaciones obreras. Pudieron distanciarse como no lo habían hecho hasta entonces. El temor al auge fascista y la radicalización revolucionaria de sectores con fuerza interna – Juventudes Socialistas, FNTT y Largo Caballero y el núcleo madrileño – lanzaron al PSOE hacia posiciones nunca imaginadas. La amenaza democrática que suponía la CEDA y el antagonismo creciente entre el movimiento obrero y el Gobierno radical ocasionaron una atmósfera irrespirable. Los radicales invalidaron en apenas unos meses las reformas del anterior bienio, que ya entonces contentaban apenas a buena parte de la clase trabajadora organizada. No supieron ni quisieron calibrar sus decisiones y políticas para integrar parte de los intereses y demandas de los descontentos. Por su parte, la CNT-FAI continuaba férreamente su línea insurreccional, pero sin ser capaces de plantear alternativas verosímiles a la legalidad republicana. El comunismo, estalinista y antiestalinista, constituía una parte marginal del movimiento obrero. Sin embargo, los antiestalinistas jugaron un papel importante al conseguir la colaboración entre organizaciones que antaño apenas podían coincidir en un mismo espacio. La entrada de la CEDA al Gobierno era la línea de lo permisible. Así se había firmado en todos los pactos aliancistas. No fue la causa de la revolución de octubre, pero sí fue la señal para su estallido.Notas[1] Con la melodía de Asturias, patria querida. Interpretada por Nacho Vegas en Cantares de una revolución. Recogida en Ramón Lluís Bande, Cuaderno de la Revolución (Oviedo: Editorial Pez de Plata, 2019), pág. 98. [2] Pelai Pagès i Blanch, “Las revoluciones de octubre, las alianzas obreras y la fundación del POUM”, en Manuel Grossi Mier, La insurrección de Asturias (Gijón: Fundación Andreu Nin Asturias, 2014), pág. 23. [3] Cantar en francés sobre la revolución de 1934 que aparece en la película Buenaventura Durruti, anarquista. Traducción propia al castellano. [4] Paul Preston, Un pueblo traicionado. España de 1874 a nuestros días: corrupción, incompetencia política y división social (Barcelona: Penguin Random House, 2019), pág. 224. [5] Ibidem, pág. 259. [6] Ibidem, pág. 265. [7] Ibidem, pág. 270. [8] Ibidem, pág. 276. [9] Paco Ignacio Taibo II, Asturias: octubre 1934 (Barcelona: Editorial Planeta, 2013), pág. 18. [10] Ibidem, pág. 20. Cursivas en el propio texto. [11] Paul Preston, Un pueblo traicionado…, op. cit., pág. 267. [12] Ibidem, pág. 274. [13] Antonio Rubira León, 1931-1936. República y revolución. El movimiento obrero y sus partidos. Teoría política aplicada (Barcelona: Laertes, 2017), pág. 219. [14] Paul Preston, Un pueblo traicionado…, op. cit., pág. 260. [15] Paco Ignacio Taibo II, Asturias…, op. cit., pág. 13-14. [16] Julián Besteiro, “En memoria de Manuel Llaneza”, El Socialista, 4 de julio de 1933. [17] Antonio Rubira León, 1931-1936. República y revolución…, op. cit., pág. 222. [18] Mundo Obrero, 22 de junio de 1933. [19] Mundo Obrero, 23 de marzo de 1933. [20] Comunismo, marzo de 1933. [21] El Socialista, 14 de noviembre de 1933 [22] Paul Preston, Un pueblo traicionado…, op. cit., pág. 281. [23] Ibidem, pág. 286. [24] Paco Ignacio Taibo II, Asturias…, op. cit., pág. 22. [25] Paul Preston, Un pueblo traicionado…, op. cit., pág. 289. [26] Paco Ignacio Taibo II, Asturias…, op. cit., pág. 15. [27] Paul Preston, Un pueblo traicionado…, op. cit., pág. 294. [28] Paco Ignacio Taibo II, Asturias…, op. cit., pág. 16. [29] Ibidem, pág. 16. [30] Ibidem, pág. 17. [31] Andreu Nin, Comunismo, abril de 1933. [32] Paul Preston, Un pueblo traicionado…, op. cit., pág. 294. [33] Antonio Rubira León, 1931-1936. República y revolución…, op. cit., pág. 295. [34] El Socialista, 11 de julio de 1934. [35] El Socialista, 8 de agosto de 1934. [36] Paul Preston, Un pueblo traicionado…, op. cit., pág. 299. [37] El Socialista, 19 de septiembre de 1934. [38] El Socialista, 27 de septiembre de 1934. [39] Luis Araquistáin, Marxismo y socialismo en España (Barcelona: Fontamara, 1980), pág. 104. Fuente → fundanin.net La Voz de la República - Todas las Noticias RSS El Primer DNI Republicano

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