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El pulso de la ciencia española durante la Segunda RepúblicaÁlvaro Ribagorda Con frecuencia los historiadores nos preguntamos por la dimensión y textura que tenían las clases medias sobre las que se asentó la Segunda República, su formación, sus aspiraciones o sus inquietudes sociales y culturales. Los resultados electorales del 12 de abril de 1931 y las siguientes convocatorias nos han llevado a focalizar en esas capas sociales asentadas en las ciudades el principal baluarte republicano en España, ante el predominio del caciquismo y la ausencia de una cultura difusa en gran parte del mundo rural. Pero carecemos aún de una explicación suficientemente detallada respecto a algunas de las claves sociológicas y culturales de esa pequeña y mediana burguesía urbana que aspiraba a modernizar España, y sus elementos de conexión con médicos, maestras y otros profesionales liberales del mundo rural, o con el afán de saber de los aldeanos que acogieron con entusiasmo iniciativas culturales como la creación de escuelas rurales, las bibliotecas populares, las Misiones Pedagógicas o La Barraca. O en qué forma y medida conectaban las aspiraciones de todos ellos con las inquietudes de esas amplias capas populares relativamente ilustradas que veían en la cultura un instrumento de desarrollo personal y promoción social. Este libro, con su fina mirada al diálogo entre los científicos, los divulgadores y sus públicos, nos da algunas claves para seguir completando esa cuestión. Una atenta visión a las iniciativas, lenguajes y medios de conexión entre las múltiples redes del sistema científico español, sus instrumentos de popularización y sus públicos, pone de manifiesto algunas de las formas más importantes por las que se promovió el desarrollo de una cultura científica amplia en España a través de las acciones de diseminación social de científicos, periodistas y divulgadores, que conectaban los laboratorios, universidades, institutos, escuelas, academias, asociaciones, revistas y conferencias con una multiplicidad de públicos insospechada, cuya importancia en algunos momentos de este libro debe ser señalada, pues los públicos de la ciencia fueron también protagonistas de ese triángulo1. En qué medida esa curiosidad científica fue generando una moral de la ciencia en nuestro país, qué clase de sociedad se estaba construyendo o cuál era su grado de implantación, siguen siendo elementos importantes para comprender en profundidad la sociedad española que se estaba construyendo en el primer tercio del siglo XX y en la Segunda República. Inauguración del instituto Nacional de Física y Química en 1932 (foto: jaeninnova.wordpress.com) La ciencia en el debate público El autor de esta monografía, Leoncio López-Ocón, ha dedicado muchos años a estudiar la popularización de los saberes, investigando cómo la ciencia llegó a convertirse en una res publica en nuestro país, fruto de la construcción de una importante élite científico-técnica en España con un carácter cada vez más internacional. La irrupción de ese despertar científico, que acompañó a la Edad de Plata de la cultura española, fue en buena medida fruto de una nueva orientación de las políticas culturales y educativas que, en una sociedad en un momento de desarrollo económico y social acelerado, favoreció el acceso a una educación de calidad creciente a un número cada vez mayor de españoles. Esa masa crítica que llegó a situar a los estudiosos de varias disciplinas en las fronteras del conocimiento se había creado gracias al sistema científico promovido inicialmente por la Junta para Ampliación de Estudios, que fue acompañado en su despliegue de todo un tejido científico y cultural más amplio, fruto del cual se fue extendiendo también una moral de la ciencia. Carecíamos hasta ahora de una cartografía de todo ese sistema científico y sus formas de popularización como el que se puede recorrer en estas páginas. La promoción de la educación y la cultura españolas fueron señas de identidad de la Segunda República, lo que dio lugar también a una gran floración científica no tan conocida. Sabemos ya muchas cosas del papel de los intelectuales en todo ese proceso, pero quizás no tanto del rol de los científicos como diseminadores de conocimiento entre el gran público, pero también como orientadores de la opinión pública en su más amplia extensión. El desarrollo educativo y cultural español de las primeras décadas del siglo XX se vio multiplicado por las acciones de la Segunda República, de tal manera que ―como explicaba Marañón en una cita recogida en el libro― en 1935 existía ya un ambiente «saturado de curiosidad científica», y a través de la prensa y la radio la ciencia llegó a ocupar buena parte de las inquietudes y conversaciones de amplias capas sociales en España, con una textura y dimensiones que eran aún desconocidas. Ese es el nudo central que aborda esta obra, donde al mismo tiempo que se cartografía el denso tejido científico de la España de los años treinta, con sus centros de investigación, universidades, laboratorios, congresos, publicaciones, sociedades y academias, se analiza también la labor de mediación cultural entre los científicos y sus públicos ejercida por la prensa general, pero también por revistas y boletines científicos, educativos y técnicos, en su momento de mayor esplendor. Se trata, pues, de una foto final del cenit de la ciencia española en vísperas de la tragedia del 36, construida como una historia social o sociocultural de la ciencia y la comunicación científica de la España republicana. Metodológicamente, el libro es una propuesta por volver a la prensa como fuente gracias a las posibilidades que ofrece su digitalización, a través de un barrido de diarios como El Sol, Ahora, La Voz, El Debate, Heraldo de Madrid o El Liberal, cuyas informaciones se completan con el apoyo de revistas ilustradas como Estampa, Mundo Gráfico, Crónica y otros boletines y revistas técnicas como Ingeniería y Construcción, Madrid Científico, Algo, Revista de Pedagogía o España Médica, y una extensa bibliografía. La prensa nos da la dimensión social que tenía la ciencia, y a partir de un trabajo minucioso nos permite reconstruir ese diálogo entre los investigadores ―en su afán de conectar con las preocupaciones sociales―, los mediadores culturales ―periodistas y divulgadores― y los públicos de la ciencia, triángulo sobre el que se reconstruye aquí la presencia de los científicos en el espacio público. Su espesor da buena muestra de la sed de conocimientos de amplias capas sociales en España, mientras que la calidad y profundidad de la prensa generalista pone de relieve una voluntad pedagógica y de servicio público admirables. Reportaje de Ahora sobre el VI Congreso Internacional de Entomología, celebrado en Madrid en el verano de 1935 Una cartografía de la ciencia en la España de la Segunda República Bien editado y muy bien escrito, el libro es enjundioso y prolijo en informaciones, pero de lectura ágil y amena, buen reflejo de la amplitud de horizontes y minuciosidad en el trabajo de su autor, quien muestra gran agudeza en la selección de temas y personajes, su ordenación y análisis, presentándolos de forma atractiva y rigurosa. Una de sus grandes virtudes es conseguir dar la profundidad suficiente a una variedad de temas muy amplia ―medicina, salud pública, psiquiatría, apicultura, entomología, aeronáutica, electricidad, construcción, etc.―, dando suficiente detalle y profundidad para que resulte apetecible y nutritivo al lector formado, pero ofreciendo también el contexto y la agilidad narrativa apropiados para que un lector no especializado pueda penetrar en los temas y personajes tratados sin necesidad de otros apoyos. Este libro tiene así al menos dos tipos de lectura: de un vistazo se pueden apreciar cuáles eran los temas científicos que estaban en las políticas públicas, los centros de investigación y la conversación española de los años 30. Eso se debe a la fuente, la prensa ―junto a una extensa bibliografía y algunos materiales de archivo― que actúa como un amplio mirador del campo científico. Pero una lectura más detenida puede encontrar en él un gran catálogo de la ciencia española ―en el mejor sentido― que reconstruye la textura y densidad del tejido científico español antes de la guerra, con un extenso racimo de temas, acontecimientos, personajes, instituciones e inquietudes del momento, que contienen las claves con las que se cartografía la situación de la ciencia española antes desastre del 36, fruto de la siembra de décadas anteriores, pero cuajado ya de una nueva generación floreciente, cuyos frutos ―bien apuntados aquí― fueron malogrados por el franquismo. Dividido en tres partes, la primera estudia el protagonismo español en la organización de grandes congresos científicos internacionales, reflejando así el relieve alcanzado por los científicos de nuestro país en temas como la entomología, la ingeniería agraria o la historia de la medicina, congresos a los que habían precedido en los años republicanos otros encuentros mundiales sobre temas como química, oncología, oftalmología, americanismo, derecho internacional o aeronáutica. La elección de España por distintos organismos internacionales como sede de todos ellos muestra el estatus de la ciencia española y su impulso por el nuevo régimen, que los respaldó vivamente. Su celebración y el eco alcanzado en los grandes medios de comunicación supuso además un gran reconocimiento a las dos generaciones de científicos que alumbraron el despegue de la ciencia española, personificadas en aquellas actividades en figuras como Ignacio Bolívar, Gregorio Marañón o la escuela de Cajal. Reunión Internacional de Ciencias Químicas celebrada en agosto de 1933 en la Universidad de Verano de Santander. En la misma participaron, entre otros, Richard Willstätter, Fritz Haber, Hans Van Euler, George Barger, Obdulio Fernández, Antonio Madinaveitia, Moles y Ángel del Campo (foto: uimp.es) La segunda parte es un vivo tapiz del «día a día de la colmena científica» republicana. Las grandes instituciones y sus científicos como Blas Cabrera, Pío del Río Hortega, Julio Rey Pastor, Ignacio Bolívar y los naturalistas del Museo de Ciencias Naturales, el ingeniero militar Emilio Herrera, o la sombra tutelar de Cajal y su escuela, tienen su peso en el libro. Sin embargo, la gran aportación de la obra radica más bien en su capacidad para cartografiar con viveza un tejido poblado de sociedades científicas, academias y asociaciones profesionales, cuyas actividades, conferencias y boletines nos ofrecen una textura inusitada de aquel paisaje. En él cobran un nuevo protagonismo coral eso que podríamos denominar las clases medias de la ciencia, con figuras como el psiquiatra Dionisio Nieto ―secretario de redacción de la revista Archivos de Neurobiología y colaborador del diario El Sol―, el entomólogo Sadí de Buen ―gran especialista en la lucha contra el paludismo―, el promotor del cine científico Guillermo Fernández López-Zúñiga, la bióloga alemana Kate Parisier ―acogida en España como algunos otros científicos alemanes huidos del nazismo―, el anatomista Pedro Ara ―embalsamador después de Manuel de Falla y Evita―, o el destacado jurista Antonio de Luna ―director del Instituto de Estudios Internacionales y Económicos desde 1933, y protagonista en 1939 en el golpe de Casado y el «bibliocausto» en la Universidad Central―, así como una amplia nómina de comunicadores científicos como José Gallego-Díaz, Aurelio Pérez-Rioja, Antonio Carpintier, Manuel García Llorens o Magda Donato, entre otros. Médicos e ingenieros protagonizan la tercera parte del libro, donde junto a los grandes investigadores biomédicos, los primeros muestran un gran protagonismo en la España republicana por su influencia y sensibilidad social, así como por su actividad en diversas campañas de salud pública lideradas por Marcelino Pascua. Mención aparte merecen los ingenieros, divulgadores de avances y necesidades del país también en la prensa general, así como en conferencias y revistas técnicas. Su relieve en la construcción de la España de los años veinte y treinta es tal que bien merecerían un estudio específico como el que se dedicó hace algún tiempo a los ingenieros de Franco, o de forma más reciente a los ingenieros del imperio español en América o al papel de este cuerpo en la creación del estado liberal en el XIX2. Otro tanto se podría decir de los médicos. El libro enfatiza además el hecho de que, en todas las instituciones y congresos, convivían científicos de distinto signo político, con presencia abundante en algunos grupos de ingenieros o geógrafos ―pero no solo en ellos― de los que colaboraron con la dictadura de Primo de Rivera o los que se sumarían después a la sublevación militar que dio lugar a la dictadura de Franco. De hecho, en la serie de entrevistas que se analizan en la segunda parte del libro se aprecia muy bien cómo se acerca el verano del 36, y economistas, matemáticos, astrónomos, biólogas, físicos, etc., de ideologías dispares, seguían haciendo planes, montaban equipos, organizaban congresos, transmitían avances y dialogaban entre sí, sin esperar el final violento de una época. Tal es el caso del astrónomo anarquista José Comas Solá que cada verano realizaba en Barcelona la fiesta del Sol siguiendo la tradición creada por Flammarion en el Observatorio de París, que Comas había trasladado a Barcelona en 1916, cuando la capital francesa quedó paralizada por la Gran Guerra. Comas preparaba además un gran congreso de astronomía en Barcelona para octubre del 36 y dirigía también una sección de divulgación científica en la interesante revista de ilustración popular Algo, para cuyos lectores ―niños y maestras, entre otros― organizó una visita guiada cuya imagen se recoge en la portada de este libro. El objetivo de aquella visita al Observatorio Fabra era enseñar a un público muy diverso a observar el cosmos, a mirar hacia un mundo más grande ―como nos enseña a mirar la ciencia― la tarde del 17 de julio de 1936. Profesores y alumnos del Laboratorio antipalúdico de Navalmoral de la Mata. Señalados, de izquierda a derecha, Sadí de Buen, Gustavo Pittaluga y Eliseo de Buen (foto: https://www.odebychijos.com/) El lugar de la ciencia en la identidad republicana La ciencia, al igual que la educación y la cultura, estaban empezando a construir un nuevo tipo de sociedad, como explicaba Alejandro Casona en una entrevista tras el estreno de Nuestra Natacha. En la convivencia con los universitarios de las Misiones Pedagógicas, el dramaturgo había descubierto «la más hermosa verdad del momento intelectual español», donde una «juventud responsable, sana y fuerte» estaba ya al servicio de una nueva forma de entender el cultivo de la ciencia y la educación, luchando «por una ciencia y un arte al servicio de la vida. Que no se estudia para saber, sino para curar, para construir, para abrir caminos y libertar al hombre, tanto del mal físico como del mal social. Así sienten hoy la cultura nuestros buenos estudiantes, socialmente: como el más bello y el más útil de los servicios públicos»3, según explicaba Alejandro Casona en uno de tantos valiosos testimonios analizados en este libro. Hace algunos años señalé en un artículo la dificultad de establecer si la ciencia española de la Segunda República constituía o no un periodo diferenciable de nuestra historia de la ciencia pues, aunque fueron muchas las iniciativas e inversiones del periodo republicano, fue muy escaso el tiempo para desplegarlas. Como posibles indicios de una identidad diferenciada apuntaba yo entonces el despegue de algunas instituciones científicas y la creación de otras nuevas, la floración de una nueva generación o el protagonismo de científicos como Marcelino Pascua, José Giral o Juan Negrín en la administración pública y la vida política4. Este libro, con su minuciosa reconstrucción del tejido científico republicano, ha puesto con gran claridad las cosas en su sitio. Hasta ahora se había focalizado mucho en la creación de escuelas y otras iniciativas culturales el componente sociocultural de la Segunda República, tan definitorio de su identidad. Las historias generales de la Segunda República siguen pasando por alto la aportación de los científicos a la historia española de los años treinta, a pesar de su amplia presencia en el Parlamento y los distintos gobiernos. Su influencia y protagonismo dentro de la sociedad española quedan constatados en esta obra. Resulta difícil entender con claridad el ADN del proyecto democratizador de la Segunda República sin incluir en las explicaciones globales la relevancia internacional de la ciencia española de los años treinta, así como el valor de su cultivo y de la diseminación del espíritu científico en la sociedad republicana, y también la sed de conocimiento de buena parte de los españoles durante aquellos años. La ciencia fue un elemento consustancial a la cultura política republicana. A pesar del proceso de polarización ideológica iniciado a finales de los años veinte en la sociedad española, los científicos de la Segunda República constituyeron una élite imperfectamente unida en casi todo el arco político, en la que el debate sobre el conocimiento científico estaba fuera del debate ideológico para la gran mayoría de los investigadores y divulgadores, a excepción de una exigua minoría en los sectores católicos más reaccionarios. Como estudió Thomas F. Glick, la ciencia era todavía un discurso civil5. Su meta común, hasta el verano del 36, fue trabajar desde distintas posiciones e ideologías con el objetivo de posicionar a España en el mapa de la ciencia y hacer avanzar las fronteras del conocimiento en sus correspondientes disciplinas, así como extender a un número creciente de españoles los conocimientos y valores propios de la ciencia. Mediante la observación de la actualidad científica en el momento final de la Segunda República, y el análisis del diálogo entre los investigadores, la prensa y sus diversos lectores, este libro nos demuestra que estudiar la ciencia, su dimensión social, sus medios y sus públicos, es una fina manera de tomar el pulso a la sociedad de cada momento, cuya esencia va mucho más allá de la política y sus avatares. Pío del Río Hortega, fallecido en el exilio el 1 de junio de 1945, es enterrado en Buenos Aires (foto: Archivo municipal de Valladolid/El Norte de Castilla) Notas Portada: El Laboratorio Foster, donde las estudiantes de Farmacia y Químicas que vivían en la Residencia de Señoritas hacían prácticas (foto: Fundación Ortega Marañón) Fuente → conversacionsobrehistoria.info La Voz de la República - Todas las Noticias RSS El Primer DNI Republicano
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