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Fusilamientos de 1975: un recuerdo personalJosé María Izquierdo El periodista José María Izquierdo relata cómo vivió en primera persona los últimos fusilamientos del franquismo, la llegada de los cuerpos al cementerio y el dolor inconsolable de los familiares entre el jolgorio de militares y policías 27 de septiembre de 1975, cementerio de Hoyo de Manzanares. No hace mucho que había amanecido. Día gris, unas nubes ocultan cualquier atisbo de sol. El bar frente al cuartel de Hoyo de Manzanares está lleno. Se oyen gritos y los habituales choques de vasos. Unos parroquianos juegan al dominó, como si nada hubiera pasado, mientras en un rincón, tomando café tras café, un pequeño grupo de personas llora su desconsuelo. Vicky, la hermana de Sánchez Bravo, agotada, con los ojos enrojecidos, ronca de tanto gritar y tanto llorar, cuenta a algunos abogados y a unos pocos periodistas que va a pedir a los militares que le dejen llevar el cuerpo de José Luis a Murcia. “No te van a dejar”, contesta alguno de ellos. En un momento dado se ve movimiento en la puerta del cuartel, y una pequeña escolta se sitúa por delante de un furgón. Se supone que allí van los cuerpos de los tres fusilados poco antes. A las 9,10, Ramón García Sanz; a las 9,30, José Luis Sánchez Bravo y unos minutos después, Xosé Humberto Baena. Tres periodistas de la revista Posible, Miguel Ángel Aguilar, Gustavo Catalán y quien esto escribe, decidimos irnos a toda velocidad en el mini del primero hacia el cementerio, mientras el grupo de reporteros se queda para seguir al furgón. Logramos entrar al pequeño recinto, valla de piedra de un metro que dejaba ver el secarral de la zona, antes de que llegara la comitiva. En la puerta, varios coches y jeeps de la policía y la Guardia Civil. Los agentes de la Brigada Política Social, el comisario Yagüe y el comisario Conesa, junto a Juan Antonio González Pacheco, Billy el Niño, todos ellos conocidos torturadores del régimen, charlaban a gritos entre grandes risotadas. Muchos llevaban chillonas corbatas de flores o dibujos de colores. También está aparcado en la entrada el R-12 de don Alejandro, el párroco de Hoyo que había asistido a los fusilados. En el interior, cuatro fosas abiertas a primera hora de la mañana esperan a los ajusticiados. Llega la comitiva y cesa el jolgorio cuando el coronel del Ejército al mando de la fúnebre comitiva les calla con un sonoro grito que retumba por todos los rincones del pequeño cementerio: “¡Silencio. Aquí van personas!”. Los tres periodistas, ya en el interior, nos ocultamos tras unas lápidas de gran tamaño, modestos panteones, para seguir aquel drama. Tras el coronel, un teniente y un sargento. Detrás, doce jóvenes soldados de la Policía Militar –cuatro por ataúd– llevan los féretros a hombros, el rostro desencajado. Con el casco en posición reglamentaria en la mano libre, ven cómo sus guantes blancos se tiñen de rojo porque la sangre no para de rezumar por entre los tablones de madera basta y sin ajustar de las cajas. Una vez los ataúdes situados al borde de las fosas, el coronel, por sorpresa, ordena abrirlos para su reconocimiento por los pocos familiares que han seguido el cortejo llorando a lágrima viva. Este periodista vio cómo al padre de Xosé Humberto Baena, muy mayor, se le doblaron las piernas en el camino y se acercó a él para sostenerle sin que nadie lo advirtiera. El impacto ante los cadáveres es terrible entre los familiares. A los lloros se suman los gritos. Yo estoy frente al ataúd de Baena agarrando por los hombros al padre, que al ver el cadáver de su hijo intenta tirarse al féretro. Una imagen terrible. La ropa flotaba en el cuerpo exangüe de aquel joven de 25 años. Chaqueta de lana marrón claro, pantalón azul y camisa blanca. Grandes manchones de sangre en el pecho, en una pierna y en la cara, que no ocultaban el reconocible bigote que todos habíamos visto en las fotos previas. Al fondo del ataúd, un charco de sangre se va filtrando a la tierra. El siguiente es García Sanz. En medio de aquel silencio –sólo se oyen los llantos de los familiares–, retumban los martillazos para abrir y cerrar los ataúdes. El coronel da las órdenes oportunas y los enterradores del cementerio y los soldados, con no poco trabajo, bajan los ataúdes a las fosas. Se lanza un primer puñado de tierra a la fosa de Baena. Lo hacen después otros familiares y abogados, y hasta el coronel, el teniente y el sargento hacen el mismo gesto. Después, educadamente, los militares, dan la mano a todos ellos. Don Alejandro, el párroco, blanco como la pared, ya sin roquete y estola, entraba en su R-12 para volver al pueblo. “Puedo decirles que estuvieron muy enteros, muy fuertes. Para mí todo esto ha sido muy desagradable porque cuando me llamaron no sabía para qué era… No, ninguno de los tres quiso auxilios espirituales”. Años más tarde, don Alejandro contaría que esa mañana habían llegado al cuartel de Hoyo varios autobuses con policías y guardias civiles –muchos de ellos borrachos– para asistir a los fusilamientos: “Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los fusilados, aún respiraba. Se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó”. Una hora después, este periodista escribe el relato de los hechos en la redacción de Posible, una revista democrática que dirigía un gran profesional, Alfonso S. Palomares, y que conseguía sobrevivir entre multas y secuestros. Pero eran tiempos de censura y aquella crónica se quedó en el cajón. Pasaron tres años hasta que una crónica similar a ésta pudo publicarse en una revista de historia, hoy desaparecida. Fuente → eldiario.es La Voz de la República - Todas las Noticias RSS El Primer DNI Republicano
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