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Se dice que el parque Antonio José de Sucre se construyó en 1910 en honor al prócer de la independencia con dineros aportados por Victoriano Villegas, inspector de policía de la época. Aquel lugar y sus alrededores pronto se convirtieron en zona residencial y en referente urbano de una ciudad en crecimiento. Hasta ahí llegaban las procesiones de Semana Santa que venían por la calle de Encima ―carrera 13― y se regresaban hacia la plaza de Bolívar por la Calle Real ―carrera 14―, de allí partían comparsas y desfiles en las celebraciones aniversarias de la ciudad, también fue sede de reuniones políticas y lugar de llegada de vueltas a Colombia en bicicleta. En su kiosco se hicieron recitales y actos culturales como las inolvidables retretas o funciones musicales nocturnales que en los años treinta y cuarenta ofrecía la banda municipal bajo la batuta del maestro Rafael Moncada. En sus primeras décadas tuvo rejas, puertas de entrada y varias piletas que cambiaron con el paso de los años; además de jardines y zonas verdes cuidadas con esmero por el Club de Jardinería de Armenia y la Sociedad de Mejoras Públicas. Fueron tiempos en los que su vegetación exuberante acogió perezosos y ardillas, y cientos de vistosas aves. En su entorno hubo casonas de reconocidas familias y también las sedes del cuartel del Cuerpo de Bomberos de Armenia y de los colegios Los Ángeles de Alicia López, la Sagrada Familia de las hermanas Capuchinas y el Oficial de Señoritas. A una cuadra se hallaba la escuela «El Sacatín» en el barrio Guayaquil lugar donde originalmente se destiló aguardiente y ron. También hacen parte de su historia la panadería «La Muñeca» de don Darío Leyva Troncoso y la tienda de don Agapito Agudelo, así como la heladería «Americana». Sus andenes y espacios públicos fueron sitio de encuentro de varias generaciones de jóvenes estudiantes y parejas de enamorados, y también lugar de esparcimiento familiar. Asimismo, allí reposan las cenizas de la poetisa Carmelina Soto Valencia (1916 – 1994), «la alondra de América», acompañada de una placa donde se lee: «He vuelto para besar en cada esquina de tus calles un recuerdo pintado de íntimas nostalgias». También recuerdo que las ventas de frutas y verduras de las Galerías Centrales estuvieron allí por varios meses cuando estas cerraron sus puertas luego del terremoto de 1999, convirtiéndose en una improvisada plaza de mercado al aire libre, único lugar de abastecimiento de perecederos en una Armenia semidestruida por el sismo. Años más tarde este paraje se convirtió en el punto de inicio de la peatonal de la Calle Real en homenaje al beneficio del café, obra que ocupó el primer puesto en la XXI Bienal Colombiana de Arquitectura en 2008. Por siempre en este emblemático lugar ha existido un testigo de excepción, me refiero a su gran Ceiba ―nombre que escribo con mayúscula―, cuya siembra se le atribuye a don Juan Crisóstomo Rivera, padre del recordado Alberto «Toto» Rivera, hecho que algunos sitúan a principios del siglo y otros en 1928. Esta Ceiba, guardiana de la historia de Armenia, se las ha arreglado para mantenerse en medio de la admiración de unos y de la indiferencia y la indolencia de otros. Por fortuna, sigue ofreciendo su sombra protectora con su imponente presencia mientras en silencio observa una ciudad que a veces evoluciona y otras retrocede. El parque de Sucre es depositario y vigía de recuerdos y esperanzas ciudadanas, y testigo de sucesos y acontecimientos que han dejado huellas imborrables. Cada que paso por aquel espacio patrimonial no dejo de mirar su Ceiba centinela que custodia la ciudad desde antes que lo fuera, esa que nos recuerda lo que fuimos y lo que somos. Al verla como es, grandiosa y esbelta, me dan ganas de decirle: «¡Tú sí que has sabido vivir pese a las indiferencias y olvidos! Gracias por la sombra y el abrigo que nos has dado por tantos años sin pedir nada a cambio, y también por esa belleza que despliegas cada que mudas tus hojas y reverdeces de nuevo en un acto de renovación y vida. Disculpa porque en los últimos cien años te condenamos a vivir rodeado de muros, jardineras y andenes que limitan el espacio vital que deberías tener, confinamiento que compartes con un par de pinos romerones, una palma zancona, algún carbonero y hasta con un corpulento samán. Sin embargo, te adaptaste a esa realidad dura y gris para recordarnos que somos naturaleza y no dueños de ella, que tú formas parte de nosotros y nosotros de ti, que como sociedad debemos reverdecer y renacer una y otra vez sin importar las crisis que enfrentemos, que ser buen ciudadano es mucho más que poner un letrero cerca de tu tronco que diga «Yo amo Armenia», que tu presencia guardiana y protectora sigue altiva sin importar el bullicio y el caos hay a tu alrededor». Las ciudades deben tener zonas sagradas adonde ir a pensar en las cosas importantes que pasaron allí, lugares simbólicos que encarnan el espíritu colectivo. Esto es precisamente lo que representa la Ceiba del parque Antonio José de Sucre de Armenia, un árbol sagrado enraizado en un sitio hierático de la «Ciudad Milagro», un lugar con sombra amiga lleno de una espiritualidad que invita al diálogo, el recogimiento y el compromiso ciudadano. Armando Rodríguez Jaramillo Correo: arjquindio@gmail.com / X: @ArmandoQuindío / Blog: www.quindiopolis.co
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