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En unas cuantas horas se celebrará la Nochebuena. Al menos, para quienes así lo decidan, se presenta una nueva oportunidad en la que los buenos deseos, las acciones generosas y la esperanza de vivir un momento de paz sean como los faros que terminan por iluminar el tráfago de lo cotidiano. Se entiende que también son días en los que se viven profundas contradicciones, pues no siempre termina por imponerse la luz de esas buenas intenciones ante el peso de una realidad que está llena de complejidades, injusticias y en la que se va imponiendo la barbarie –y sus diferentes rostros con los que se comparte la calle y la respiración–, así como la podredumbre de la cortesilla política que no deja de ver como un simple botín electoral y económico a la sociedad. Resulta extraño ir a contracorriente de todo aquello que diariamente termina por darnos más de un motivo para perder la esperanza, para conformarse con esa angustia que se anida en el alma mientras observamos las escenas dantescas que se desarrollan a lo largo de nuestro país y el mundo. Así, mientras la época se antoja propicia para formular los buenos deseos que nos hacen tanta falta, entendemos que, quizá, se trate de un momento cuya duración no va más allá de un profundo suspiro, el tiempo necesario para que una pequeña vela sea la que resista esos jirones de la obscuridad con la que envolvemos nuestros días. Y, sin embargo, la trascendencia de estos momentos radica en mantener esa breve luz mientras las tormentas sean una constante amenaza, en ello se cifra la posibilidad de marcar una diferencia en la vida. Desde hace unos días, en medio de toda la parafernalia que también nos habla de la dimensión comercial de estas celebraciones navideñas, se asomaban unas pequeñas historias que no dejan de ser inquietantes y que, a fin de cuentas, son como breves guiños de esa posibilidad que se resiste a ser derrotada. Quizá basta con recordar aquellas viejas anécdotas en la que las celebraciones navideñas fueron el principal motivo para detener una guerra, para pactar una tregua de vida y permitirse un respiro lleno de nostalgia mientras la muerte dejaba de ser la titiritera de la desgracia. Esto fue lo que sucedió en Harleem, en el año 1573, cuando los tercios españoles y la férrea resistencia holandesa pactaron que, durante dos días, la fuerza de la destrucción se invirtiera en intercambiar provisiones, se entonaran cantos y tal vez se miraran a los ojos con la misma tranquilidad. Tal vez eso mismo ocurrió en la legendaria Navidad de 1914, en los albores de la Primera Guerra Mundial, cuando los soldados alemanes decidieron adornar sus trincheras y cantar Stille Nacht, la Noche de paz, que recibió como respuesta villancicos en inglés que se lograban escuchar en el otro extremo de un campo con olor a muerte –en efecto, se trata de aquel momento en que se no faltaron los intercambios de provisiones y el famoso torneo de futbol entre quienes entendieron que no todo se podía reducir a la destrucción–. Quizá ese mismo impulso se manifestó en el año 1936, en España –cuando la Guerra Civil dinamitaba los cimientos de su sociedad y las familias, de la vida en comunidad y la democracia–, mientras los batallones republicanos y los nacionalistas del franquismo decidieron pausar su encarnizado fratricidio en el Monte Kalamua (en la región de Bizkaia y Gipuzcoa) para celebrar la Navidad y recordar a sus familias con la melancolía de quien sabe que el postrero telón quizá cerraría sus ojos. Tal vez más una persona concluya que estas pequeñas historias son ejemplos de un fracaso, de una apuesta perdida que suele ser el conflicto, pues hoy conocemos las terribles consecuencias de esos tres episodios en la historia de la humanidad. Sin embargo, hay otra mirada que se concentra en esos momentos que parecen capítulos aislados de la larga historia de la barbarie: por ello, a la distancia, hoy lo recordamos como la posibilidad de un orden diferente, de nuestra capacidad para mirarnos y reconocernos como parte de una opción de vida, para detener por unas horas las jugadas en el tablero que gobierna la muerte y levantar los faros que orienten al marinero que está a punto de naufragar en sus propias tormentas. Así, no es necesario explicar la importancia de estos breves respiros que se regalaron aquellos seres humanos y que hoy nos heredan como parte de las historias que son dignas de compartir en nuestras casas, en donde se brinda por la esperanza en el porvenir y los nuevos amaneceres. Lectora, lector, dejo en tu mesa mi agradecimiento por regalarme la oportunidad de dialogar contigo y desearte que las celebraciones de estos días, bajo el motivo religioso o social por el que optes, sea la luz de esa pequeña vela que ilumine el mar, que oriente la vida en medio de las tormentas y encienda la esperanza que tanto necesitamos. ¡Felices fiestas! Columnista: Carlos CarranzaImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0
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