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Matías Bianchi* y María Esperanza Casullo** Se cumple un año de la presidencia de Javier Milei en Argentina. Como ya nos había alertado en su campaña, su gestión ha estado plagada de prácticas autoritarias, de violencia institucional y verbal, y de políticas que abiertamente cercenan derechos de la ciudadanía. Sabemos que Argentina tiene un importante capital democrático acumulado. La pregunta que nos hacemos es cuánto durará este capital como para resistir a la oleada libertaria. Durante la campaña presidencial de 2023, Asuntos del Sur publicó un estudio en el que evaluó los niveles de autoritarismo de los candidatos a presidente. Ese análisis se basó en el marco teórico elaborado por los investigadores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias (Editorial Ariel, 2018), donde se plantea una inquietante paradoja: en la actualidad, las democracias no son erosionadas “desde afuera”, sino desde adentro, por liderazgos elegidos democráticamente. En el estudio de Asuntos del Sur, el candidato Milei hizo sonar las alarmas en todas las dimensiones que proponían los autores. En el 2024, Asuntos del Sur retomó la indagación para evaluar qué había sucedido en el primer año de gobierno. Si hay algo que no se le puede reprochar a Javier Milei es que no haya sido consecuente con sus promesas. En el estudio Alerta democrática: marcadores críticos de riesgo autoritario en el primer año de gestión de Javier Milei analizamos los discursos, las imágenes de redes sociales y las políticas públicas implementadas en ese periodo. Lo que encontramos es una visión del mundo y de su país, la Argentina, totalmente consecuente, sin fisuras: la política como un conflicto maniqueo, moralizante y sin matices entre una figura con características mesiánicas y una serie de adversarios supuestamente inmorales y malignos. Sectores sociales enteros son caracterizados por el presidente como comunistas, socialistas, colectivistas, delincuentes, parásitos, adoctrinadores de la juventud. Este antagonismo maniqueo es funcional para la negación de la legitimidad de sus oponentes políticos, uno de los criterios de riesgo autoritario señalados por Levitsky y Ziblatt. Esta visión del mundo se plasma de manera directa en la gestión de gobierno. Por un lado, el discurso antipolítica y antiestatista es el fundamento de una verdadera guerra del estado contra sí mismo: no se trata de mejorar procesos o de alcanzar grados mayores de eficiencia, sino que se trata de achicar el Estado porque todo lo público es malo, comunista, adoctrinador. Sin embargo, no se trata de achicar todo el Estado: algunas áreas, como las del policiamiento interno, se fortalecieron. Se trata de achicar al máximo o eliminar todas las áreas del Estado que ofrecen protecciones de derechos por fuera del mercado: protección frente a la enfermedad, frente a la vejez, frente a la violencia de género, frente a la pobreza. Un riesgo que hay que monitorear muy de cerca es que estos discursos y políticas violentas se traduzcan en violencia social no planificada por parte de seguidores contra aquellos señalados como enemigos: científicos, educadores, diversidades sexuales, personas estigmatizadas como pobres o racializadas. Hemos visto ataques contra lesbianas, equipos del Conicet y a una persona que simplemente tomaba mate en un lugar supuestamente exclusivo. Son casos aislados, pero es un fenómeno novedoso y preocupante en una cultura política que desde 1983 fue pacífica. La erosión de las prácticas políticas es real. Sin embargo no se han propuesto cambios o suspensiones de las reglas constitucionales ni se ha alterado el funcionamiento del Congreso, aunque hay que notar el uso recurrente del DNU. Los riesgos, hasta ahora, son moderados. La realidad es que la democracia aún funciona. Milei es un líder elegido por voto popular y con una legitimidad vigente. El Congreso funciona, y el presidente utiliza hábilmente las tácticas de la política para mover su agenda para negociar con gobernadores y líderes de partidos opositores. La justicia, de parcialidades problemáticas, no muestra un desempeño diferente al de otros periodos presidenciales. Es decir, no estamos hablando de una dictadura ni de un régimen autoritario. Sin embargo, las alarmas mencionadas son preocupantes porque van cocinando a baño maría el capital democrático que tanto ha costado construir en la Argentina. La degradación de la discusión política pacífica, el creciente cuestionamiento de los derechos de sectores de la sociedad, la intolerancia a la disidencia y la protesta social, y el desfinanciamiento de derechos adquiridos por parte de la ciudadanía, van erosionando el contrato democrático de nuestra sociedad. Que no nos pase como a la rana del laboratorio que cuando se da cuenta que el agua está demasiado caliente, ya es tarde para escapar. Sabemos, con Levitsky y Ziblatt, que los gobiernos que quieren avanzar contra la democracia dependen de la inacción de los partidos, la justicia, y los formadores de opinión para poder hacerlo. Este es el momento de volver a construir coaliciones de fuerzas democráticas, que refrenden pactos de respeto al debate público, a la disidencia, y a los principios de derechos ciudadanos. Tenemos que recordar que, si bien puede parecer que la deslegitimación y la violencia discursiva son soportables mientras tienen de blanco a otros, si no son limitadas terminan inevitablemente formando una marea que tapa a todos. Quizás allí, podremos volver a ganar terreno en la batalla cultural en pos de una reconstrucción de un contrato social que impulse la recuperación y la ampliación de la democracia. * Fundador y director de Asuntos del Sur, think tank dedicado al diseño e implementación de innovaciones políticas. ** Profesora e investigadora de la Universidad Nacional de Río Negro y doctora en Gobierno por laUniversidad de Georgetown. Columnista: Columnista Invitado NacionalImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0
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