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Cuando escuchamos la expresión “derechos humanos” es común asociarla con protestas, reclamos o escenarios de conflicto. Pero en su esencia más profunda, los derechos humanos son una afirmación serena —y radical— de la dignidad de toda persona. Y afirmar la dignidad humana ha sido siempre una tarea universitaria. Desde sus orígenes, las universidades fueron más que centros de formación técnica. Eran espacios donde se buscaba la verdad, se cultivaba el pensamiento crítico y se exploraban las grandes interrogantes del espíritu humano. Mucho antes de que existiera el lenguaje moderno de los derechos fundamentales, ya había una preocupación por la justicia, por el bien común, por la libertad de conciencia y por la responsabilidad ética del conocimiento. Las primeras universidades medievales nacieron alrededor del estudio del derecho, la teología y la filosofía. Y en el fondo, todas esas disciplinas compartían una misma inquietud: ¿qué es lo justo?, ¿qué merece cada persona por el hecho de serlo? Con el paso del tiempo se incorporaron nuevas ciencias, nuevas técnicas, nuevas herramientas, pero algo permaneció constante: la centralidad de la persona. La medicina para sanar su cuerpo, la ingeniería para mejorar sus condiciones de vida, la arquitectura para diseñar entornos humanos, la economía para buscar la justicia distributiva. Incluso las ciencias más abstractas, como las matemáticas o la física, encontraron en la universidad un lugar no sólo para generar fórmulas o teorías, sino para preguntarse qué hacer con ellas. Cómo aplicarlas al servicio de las personas, cómo evitar que el conocimiento se deshumanice. En ese sentido, la universidad nunca ha sido neutral, siempre ha tenido, aunque a veces lo olvide, una vocación ética. Hoy en un mundo profundamente desigual, atravesado por la exclusión, la violencia, el racismo, la corrupción o la indiferencia, esa vocación se vuelve aún más necesaria. La universidad no puede limitarse a transmitir información o entrenar habilidades. Está llamada a formar personas completas: profesionales con criterio, ciudadanos con conciencia, líderes capaces de comprometerse con la transformación de su entorno. Por eso, los derechos humanos no deben verse como un tema de nicho o como una especialización más. Son una manera de mirar el mundo. Son una brújula que orienta la enseñanza, la investigación y la convivencia universitaria. Investigar sobre la dignidad humana no es un lujo teórico. Es una forma de intervenir en la realidad. Enseñarla no es adoctrinar. Es abrir preguntas. Y promoverla no es propaganda: es una responsabilidad que nace de lo más hondo de nuestra identidad. Defender los derechos humanos implica también revisar la vida universitaria desde dentro: cómo nos relacionamos, cómo se toman las decisiones, cómo se vive la inclusión, cómo cuidamos la libertad académica, cómo respetamos el valor de cada miembro de la comunidad. La coherencia empieza en casa. No podemos formar a otros en la justicia, si no buscamos ejercerla nosotros mismos. Y esta búsqueda, claro, no se agota. Es una construcción permanente. Requiere estudio, diálogo, capacidad de escucha y sobre todo, humildad. Requiere que sigamos preguntándonos cuál es el lugar de la persona en medio del saber. No como una categoría teórica, sino como una presencia viva que interpela nuestras decisiones cotidianas. Al final, educar en derechos humanos es educar en humanidad. Es recordar que no hay ciencia sin conciencia ni saber que valga si no está al servicio del otro. Es hacer de la universidad algo más que un lugar de paso: convertirla en una comunidad que piensa, que siente y que actúa con sentido. Columnista: Fernanda Llergo BayImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0
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