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Por Arturo Pérez-ReverteHe hablado de Nápoles en esta página, y también en mis novelas. De todas las ciudades del mundo es mi favorita, quizás porque se trata de la única ciudad oriental, Estambul aparte, que se encuentra geográficamente en Europa. Desprovista de complejos, bulliciosa, transgresora, asombrosamente viva, por fortuna todavía peligrosa a ratos, la vieja Parténope claudica como el resto del mundo ante el turismo depredador y otros disparates, pero lo hace con razonable dignidad, sin ponerlo fácil. Manteniendo, para quien aún sabe moverse por tan singular escenario, la grandeza del viejo estilo. Con ese Vesubio cercano cuya ladera está abarrotada de casas, al que cada mañana miras de reojo preguntándote si será hoy cuando estalle de nuevo y sus moradores, impermeables a las lecciones de la Historia, corran hacia la playa entre regueros de lava como en tiempos de Plinio el Viejo. Esta vez la vieja ciudad, la Nápoles de toda la vida donde un semáforo en rojo o una señal de prohibido son simples sugerencias, me acoge apenas subo al taxi, recién llegado al aeropuerto. El taxista pretende torearme por los dos pitones y yo me dejo querer, que para eso entre otras cosas vengo aquí. Lo secundo en la faena y agradezco el arte con la propina adecuada. Pero en todo caso, concluyo mientras Darío, el veterano portero del hotel, se hace cargo de mi equipaje, nadie llega a la altura del legendario conte Onorato: el taxista al que introduje, sin cambiar nada de lo real a lo literario, en El francotirador paciente. Ocurrió hace quince años. Se detenía el taxi ante el mismo hotel y el mismo portero cuando el taxista —flaco, pelo teñido, bigotillo fino, muy parecido al actor Gilbert Roland— pidió treinta euros por una carrera de veinte. Miré el taxímetro y lo miré a él. —¿Por qué me roba? —pregunté, divertido—. No soy turista alemán, ni americano. Soy español… ¿Por qué me roba? Bajó de su asiento y abrió mi puerta con un digno ademán ofendido. Después señaló al portero del hotel. —Yo no robo, señor. Pregunte a mis colegas, o pregúntele a Darío —se llevó una mano al pecho—. Entérese. Soy el conde Onorato. Aquello me pilló descuidado. Vacilé, y se dio cuenta. Esperó a que le alargase tres billetes con la suma pedida, y cuando los tuvo delante movió la cabeza. —Un noble partenopeo no roba a nadie —sostuvo, creciéndose en la suerte—. Usted se equivoca con Nápoles y conmigo. Así que ¿sabe qué le digo?… Que no me pague. Está invitado. Discutí, pero siguió negándose. El portero escuchaba con sonrisa guasona. —Díselo —le dijo el taxista—. Dile al señor si soy o no soy el conde Onorato. —Lo es —confirmó Darío. Me dedicó el fulano una ojeada triunfal, majestuoso como Vittorio de Sica cuando hacía de aristócrata ludópata en El oro de Nápoles. No me quedaba sino excusarme por mi indelicadeza y meterle a la fuerza el dinero en el bolsillo, pero se resistía. —No quiero su dinero, digo. Lo invito. Es gratis, y que le sirva de lección. Forcejeábamos cortésmente, y de vez en cuando el taxista se volvía al portero para dirigirle rápidas parrafadas en dialecto napolitano, poniéndolo por testigo del desafuero al que se veía sometido. Hacía ademán de irse y yo lo agarraba. Saqué otro billete de la cartera y le puse los cuarenta euros delante del bigote. —Me excuso, conde. No quise ofenderlo. Pero no puedo aceptar que no me cobre. Le ruego que acepte el dinero. Al fin, como haciendo un esfuerzo que violentaba su conciencia, el taxista trincó los cuarenta mortadelos y se los metió en el bolsillo. Cuando arrancaba con su taxi, me volví hacia Darío, que con una sonrisa de oreja a oreja cogía mi maleta. —¿De verdad es un conde, ese individuo? El portero se encogía de hombros con naturalidad. —Es un apodo de familia —aclaró—. Le viene heredado. Su padre era un conocido estafador, y se estuvo haciendo pasar por conde hasta que lo metieron en Poggioreale. —¿En dónde? —En Poggioreale, señor Reverte. La cárcel de Nápoles. © XLSemanal
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