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En nuestra sociedad tecnológica, el miedo a la muerte ya no se configura únicamente como “una versión del miedo a la pérdida del deseo”. Hoy, la ciencia permite extender la vida más allá de la realización de los deseos, pero eso no elimina el miedo: lo transforma. En lugar de habernos dado una sabiduría de vida, la longevidad instaló más fuertemente el miedo a la posibilidad de morir. Recuerdo la conversación con un varón de alrededor de sesenta años, que tiene cáncer de próstata y debe hacerse una operación muy compleja. Y puede salir muy bien, pero una consecuencia adversa puede ser que él no vuelva a tener una erección. Y él me dijo: “Si eso pasa, yo me muero, no me interesa la vida sin eso”. Su actitud me recordó un caso que comenta Freud en su libro Psicopatología de la vida cotidiana, en el capítulo “El olvido de nombres propios”. Sigmund Freud conversa en el tren con un hombre de origen árabe, que le dice que la vida sin sexualidad no es vida, y a Freud le impacta la frase. Por esta vía, el miedo a la muerte es una versión del miedo a la pérdida del deseo, pero ¿todavía esto es así? Nuestra sociedad tecnológica, en la que la ciencia puede extender la vida más allá de la realización del deseo, ¿tiene otros modos de miedo? Curiosamente, la nuestra es una sociedad que avanza cada vez más hacia modos de vida en los que hay miedo a la muerte desde jóvenes; muchos se manifiestan a través de episodios de pánico y vidas desexualizadas. Como si conserváramos la vida sin ningún deseo. El miedo a la muerte empezó a ocupar el lugar que ocupaba antes el miedo a la pérdida del deseo. Entonces, la pregunta que surge en ese punto es por qué tenemos tanto miedo a morir. Y yo creo que la forma de entender esto es que el miedo a la muerte no es un miedo personal. Porque, como en su momento ya lo afirmaron algunos filósofos, nadie le puede tener miedo a algo de lo que no va a hacer la experiencia. Uno podría pensar que es miedo al dolor, pero no es de esto de lo que hablamos cuando decimos miedo a la muerte. Pienso que, psíquicamente, el miedo a la muerte es el miedo a la muerte de los padres. Y, sobre todo, es el miedo a morirse uno, pero no en un sentido personal, ya que la muerte de uno es la muerte del hijo. De ahí que el duelo por la muerte de un hijo sea el único que no tiene nombre: es el duelo imposible, el duelo contra la naturaleza. Esto permite entender una escena bastante frecuente; en algunas personas es común que, cuando ya son mayores y están entrando en la fase terminal de su vida, empiezan a tener, si no alucinaciones, al menos visiones de que sus padres las vienen a buscar. Como si, en ese momento, hubiera una regresión al lugar del hijo que busca a los padres. Para mí, ese es un indicador claro de que el que se muere siempre se muere como hijo. En última instancia, la pregunta con respecto al miedo a la muerte que se continúa, que se prolonga a lo largo de la vida, es si en los casos de las personas que están a punto de morir lo aceptan en la medida en que sienten que sus padres las vienen a buscar. Uno podría interpretar eso como que se reedita la escena con ellos. Y esto es totalmente independiente de cómo uno se lleva con los papás. Alguien puede pensar que sus padres son las peores personas del mundo y, sin embargo, seguir dependiendo de su realidad psíquica. Creo que una cuestión muy significativa es cómo alguien puede morir en paz, si es posible aceptar la muerte. Sobre todo, insisto, cuando hoy en día la posibilidad de vida se extiende y, aunque suene duro esto, cada vez más gente vive con una enfermedad. El modelo de vida contemporáneo es que se vive con un mal crónico durante muchos años y hemos meditado sobre la eutanasia, porque el tema de fondo es cómo conservar una vida digna. El debate también se produjo en el interior del psicoanálisis. En 2022 se quitó la vida el psicoanalista Néstor Braunstein. Él dejó una carta. En ella cuenta que, desde hacía un tiempo, tenía una enfermedad degenerativa; que había trabajado mucho a lo largo de su vida, que estaba muy agradecido con la profesión, con el psicoanálisis, que le había permitido hacer muchas cosas. Y también estaba muy agradecido con su familia, pero que el avance de esta enfermedad lo había llevado a tomar la decisión de tener con él unas pastillas de fenobarbital (un barbitúrico) y que, en la medida en que esa enfermedad degenerativa avanzara, él no iba a optar por una hospitalización, porque ya no estaba disfrutando de la vida. Durante el último tiempo se había dedicado a viajar, a disfrutar, y el avance de la enfermedad lo había llevado a una conclusión: él prefería decir “hasta acá” porque seguir padeciendo el avance de la enfermedad iba a implicar para él perder su condición subjetiva y su dignidad en la vida. Esto generó un enorme debate; muchos podían pensar que el suicidio había sido producto de una depresión, pero esa carta no era la de un deprimido. Entonces, se planteó una cuestión ética, como las que se arman hoy acerca de la conclusión de la vida, acerca de cómo alguien puede llegar, en determinado momento, a decir “hasta acá, mi vida es suficiente”. Esto solo puede ocurrir si quien permanece en la vida no siente que tiene que mantener vivo al hijo de los padres; es el doble juego entre hacer el duelo por los padres y, en paralelo, tener que mantenerse vivo para sus padres, aunque estos puedan estar muertos hace mucho tiempo. Claramente, el temor a la muerte no tiene que ver con el miedo a una experiencia, sino que lo que está en el núcleo de esa despedida final se vincula con lo que se juega en el propio proceso de filiación, con una última revisión que uno le da a su proceso filiativo. Simbólicamente, cuando la gente vivía hasta los cincuenta o sesenta años, era mucho más taxativo el corte de ciertos procesos, esto es, hasta los dieciocho años, eras menor, una vez cumplida esta edad, eras adulto. Los cortes simbólicos con las dependencias filiativas eran mucho mayores. Hoy en día esto tiende a extenderse y es mucho más difuso. A mí me parece sumamente interesante esta cuestión “difusa”; en el caso de algunas pacientes, mujeres mayores (cincuenta, sesenta años, a veces incluso con hijos grandes), en quienes el tema central de su análisis es, en particular, la muerte de la madre, cómo acompañar y posicionarse respecto de su eventual muerte. Algunas mujeres viven durante muchos años con sus madres enfermas, lo que significa tener que acompañarlas. Hay algo ahí que también muestra lo particular de la relación madre-hija. En el libro El lado oscuro de la familia traté de pensar por qué este vínculo es tan particular, qué es aquello que reside en la vida adulta de algunas mujeres que las conduce a cuidar a la madre; mujeres que pasaron toda su vida criando a sus hijos y, cuando estos son adolescentes y ellas pueden desligarse de las tareas de cuidado, empiezan a cuidar a la mamá. Este es un tema para una columna específica, en otra ocasión.
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