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Maroc Maroc - ELDIARIOAR.COM - A la Une - 28/Jan 19:43

Un recuerdo de Javier Trímboli

Fue el primero que puso en palabras la disconformidad con un mandato que muchos sentíamos, pero todavía no atinábamos a expresar: había que ser hiperespecialista en algo, cuanto más acotado mejor, escribir papers que solo tenían sentido y resultaban comprensibles para la pequeña cofradía de los habitantes de esos claustros. Fue el primero de nosotros que se rebeló. Murió el historiador y docente Javier Trímboli En un tiempo nos frecuentamos, pero no fuimos amigos, ni colegas muy cercanos. De todos modos, Javier Trímboli tuvo una influencia bastante decisiva en mí. No creo que él lo supiera, pero así fue.  Era un poco más grande que yo cuando ambos estudiábamos Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Corrían los años noventa. El país se caía a pedazos bajo los efectos de las reformas de Menem. El debate nacional era un páramo: los que no estaban cayendo desempleados vivían en la creencia bobalicona de que estábamos, por fin, entrando al Primer Mundo. El Muro de Berlín había caído hacía poco y, con ello, había llegado el fin de la Historia, nos decían. El capitalismo liberal reinaría sin sobresaltos y nos traería bienestar a todos, sólo había que esperar un poco. Quien planteaba otra cosa parecía un nostálgico empedernido o se había quedado en el ’45.   A Filosofía y Letras había llegado ese clima. Nadie era menemista allí, claro, pero la idea de que el mundo de las clases sociales, los sindicatos, el socialismo y las revoluciones había llegado a su fin un poco había calado. Era “El fin de los grandes relatos”, según lo planteaba una moda intelectual que entonces parecía ineludible. La generación de nuestros profesores, los que habían rearmado la carrera luego de la dictadura, se había formado en otro mundo, en los años setenta, cuando esos grandes relatos moldeaban vidas y gestas colectivas y las pasiones políticas lo habían permeado todo, la Universidad incluida. Un poco por reacción a eso, nos formaban en la creencia de que un buen historiador debía mantenerse al margen de esas demandas. Las pasiones políticas podían “contaminar” nuestra labor. Había que mantenerse aséptico a toda costa. Quizás exagero un poco, pero no mucho. A los que estudiábamos en ese contexto, Filosofía y Letras se nos aparecía como un monasterio medieval: tras las gruesas paredes de sus claustros cultivábamos saberes esotéricos –la filosofía de Wittgenstein, la influencia de la Ilustración escocesa en el Río de la Plata, el gerundio en Lope de Vega– aislados del mundo exterior, entonces más interesado en los primeros teléfonos celulares y las inversiones bursátiles. En todo caso ese aparecía como el mandato ineludible: había que ser hiperespecialista en algo, cuanto más acotado mejor, escribir papers que solo tenían sentido y resultaban comprensibles para la pequeña cofradía de los habitantes de esos claustros.  Javier fue el primero que puso en palabras la disconformidad con ese mandato que muchos sentíamos, pero todavía no atinábamos a expresar. Fue el primero de nosotros que se rebeló. Había algo de desmesura en él, una inquietud, una disconformidad vital que nos terminó contagiando a los demás. No era en su caso una pose: para resaltar la insignificancia que sentía, solía decir que a su edad Napoleón ya había conquistado Europa. Tal era su urgencia y su vara. Por iniciativa suya, en 1997 un grupo de estudiantes y graduados jóvenes nos juntamos a rumiar nuestro malestar. Nos propuso escribir un texto, una especie de proclama que redactó él y el resto ayudamos a mejorar. Lo publicamos en octubre de ese año con el rimbombante título de “Manifiesto de Octubre: para una crítica de la razón académica”. Además de Javier y quien escribe, lo firmaron Ana G. Alvarez, Karina Bermudez, Jorge Cernadas, Ignacio Lewkowicz, Juan Manuel Obarrio, Elsa Pereyra, Horacio Tarcus, Julio Vezub y Fabio Wasserman. En un lenguaje bombástico y bastante enrevesado, muy del gusto de Javier, proponíamos una reconexión entre academia y política: salir de los claustros, quitarnos el corset de la hiperespecialización, recuperar la politicidad de nuestras prácticas, reencontrarnos con las demandas de sentido y las preguntas de la sociedad en su conjunto. Queríamos que la producción intelectual volviera a relevante, incluso peligrosa. Quien quiera puede leerlo.   Lanzamos el texto en un encuentro público, por supuesto, dentro de Filosofía y Letras. ¿Dónde más íbamos a ir entonces? La generación mayor, nuestros profesores, nos ignoraron olímpicamente (la única excepción fue José E. Burucúa, que se tomó el trabajo de respondernos).  En 1997 yo apenas me había recibido. Todavía ni había empezado a hacer mis primeros palotes académicos. Ni siquiera recuerdo bien cómo fue que terminé integrando ese colectivo en el que todos eran un poco mayores. Méritos no tenía, creo. Como sea, viendo retrospectivamente, me doy cuenta de que todo lo que hice como historiador desde entonces fue intentar estar a la altura de ese Manifiesto, que –pronto lo supe– me quedaba enorme. A mí y a todos.  Algún tiempo después Javier, harto, nos anunció que mandaba a la mierda a la academia. Desde entonces, su impaciencia vital lo llevó a volcar su ambición en otros ámbitos: brilló en la literatura y el ensayo y por supuesto en la docencia, donde se sentía a gusto. Su compromiso con el pensamiento, con la palabra y con la política se mantuvo incólume. Me gusta creer en el poder de la palabra justa, dicha en el momento oportuno. En su capacidad para torcer destinos, incluso si quien la pronuncia ni se entera. Las palabras, una vez dichas, tienen vida propia. Afectan la vida colectiva de maneras impensadas. La palabra de Javier incidió en mi camino y estoy bastante seguro de que no soy el único. Ojalá lo haya al menos sospechado antes de partir.  EA

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