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¿Cuándo me empezó a gustar comer palta? No era común comerla en la casa donde nací. Mi mamá, una gran cocinera, manejaba varios platos de todo tipo –hasta comida sefaradí–, pero no nos incluía, en la dieta, la palta. Espacio, no tiempo. Estamos en Chile por primera vez. Voy con G. No sabía todavía que Santiago se iba a convertir en uno de los lugares que más me gustan en el mundo. Vamos en un viaje, para decirlo de alguna manera, que es tanto de vacaciones como de trabajo. Somos artesanos y alguien nos habló de una feria de artesanía célebre que queda en Horcón, una caleta de pescadores que está a unas horas en bus de Santiago, sobre el Pacífico. Pero como tenemos que pasar dos días en Santiago, quedamos en parar en la casa de un matrimonio de poetas que no conocemos. Llevamos para ellos una caja con libros que me dio Juan Gelman. Al poniente dice el metro en las salidas: y eso me parece espectacular. Nos dan una comida riquísima: palta con varias cosas. Pruebo la palta por primera vez. Desde ahí siempre me gustó más la palta que la plata. Cuando nos vamos a dormir, la mujer del matrimonio de super poetas nos lleva hasta el altillo de la casa. Es una habitación pequeña, con libros y cosas que no se usan en el resto de la casa y una cama donde nos acostamos. Nos dejan toallas e indicaciones de dónde queda el baño. El techo de la casa está bien bajo y tiene un vidrio roto. Si lloviera, el agua pegaría directo en mi ojo izquierdo. Está el cielo estrellado, hipnótico y polucionado de Santiago de Chile. G se duerme rápido. Yo no, y cuando finalmente cedo, me despiertan unos ruidos de movimientos en la casa. Gente que habla, sillas que se corren. Como si de golpe, en medio de la madrugada hubiesen decidido mudarse. Vuelvo a dormirme. Desayunamos de nuevo la maravillosa palta con panes riquísimos y huevo y café. El matrimonio que nos alberga está con los ojos rojos, como si no hubieran podido dormir en toda la noche. Nos indican cómo llegar en el metro hasta la estación de micros para tomar el tren hasta Horcón. Sentado en uno de los bancos de la sala de espera, leo en los diarios que durante la noche se escaparon los miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez que estaban detenidos por haber intentado matar a Pinochet. Dicen que la fuga fue espectacular, que se sospecha que los guerrilleros están en algunas casas de Santiago, escondidos, y que después se van a fugar a exterior. La policía y el ejército están en alerta. Tengo 23 años. Pasaron muchísimos más y estoy en una verdulería de Belgrano. Una joven boliviana me vende una palta y me cobra mil pesos por ella. Es carísimo. Pero le pago y me la llevo. Van a pasar dos años, un debate presidencial –¿Por sí o por no?– y una elección fulminante, y la palta va a estar al precio que me lo vendió la chica boliviana. Es decir que yo la juzgaba mal, pensaba que era una despiadada con el precio y, en realidad, ella sólo venía del futuro. Sale un libro de clases de Kurt Vonnegut y trato de conseguirlo. Pero no puedo. La editorial no lo manda. La guita que sale es muy alta. No sé porque intuyo que el libro debe ser genial. Hace unos días voy al cumpleaños de Caaman y Rufo Palacios me trae un regalo a mí, que no cumplo años. Me dice: pensé que este libro te iba a gustar. Es el de Vonnegut. Cuando uno desea algo, no sabe en verdad que tal vez el libro también desea juntarse con vos y pone en acción ciertos movimientos para que esto se pueda cumplir. Quedo tan impresionado por el regalo que apenas demuestro emoción. Garchi, un amigo al que le gusta picantear, le dice a Rufo: Mirá que insensible que es este hijo de puta, le traés un libro y le importa un carajo. Garchi es lo contrario de Roberto Carlos, tiene un solo amigo de verdad, yo. Y ese es un gran orgullo. Aunque el orgullo es un pecado, porque depende siempre de la mirada de los demás. Estoy con el auto, cargándole nafta. El operario se acerca y me dice: Qué caño que es este auto. ¿Cuántos kilometros tiene? Se los muestro. Impecable, dice. Me explica que el motor de mi auto es muy bueno y que ya no se hace más. Me pregunta por qué está tan abollado en los dos costados. Porque me trataron de robar unos motoqueros y los tiré a la mierda, le digo. Me ofrecieron sacar los bollos por 20 mil pesos, pero me gusta el auto así. Yo soy fanático del auto, me dice, lo tengo impecable. Yo quiero a mi auto, la verdad, no soy fan, si sos fan no podés quererlo. Igual no soy tuerca, le digo. Lo lavo de vez en cuando y le hago services en lo de mi amigo Jorge. ¿Lo vendés?, me dice. Si lo vendés estoy siempre acá en turnos rotativos, preguntá por mí. Me pasa su nombre en un papel. Lo pongo en mi billetera. ¿Un payaso? Por qué considerás que sos un payaso. Porque hago este programa donde entrevisto gente y produzco pequeños sketches y me considero un payaso. Porque a los payasos la gente los ve de lejos, aún entre la multitud. Y yo quiero que dos personas me vean y me busquen. Podría parafrasear a Causa, ese poema hermoso de Ezra Pound: “Para dos personas hago este programa/ aunque otros pueden verlo/ pero lo siento por vos/ oh mundo/ no conocés a esas dos personas”. FC/MF
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