Me doy cuenta de que me gusta estar en las terrazas con amigos. Estar por encima de la polis, mirando la calle, en terrazas altas o bajas. ...
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Una vez Leónidas Lamborghini me dijo que uno de los problemas que podía tener la poesía era que era oracular, que podía adivinar el futuro y eso era peligroso. Mi primo cruzó el patio cantando una canción, iba del baño a su pieza o venía de su pieza e iba al baño. Tal vez con la toalla al hombro, para darse una ducha en alguno de los tres baños precarios que había en la vieja casa de mis padres. Yo estaba en mi pieza, que quedaba arriba, sobre un balcón que por medio de una escalera daba al patio donde mi primo, muy joven, con jeans y suecos, pasaba toalla en mano e iba a ducharse, o venía, tal vez, con su largo pelo mojado del baño hacia su cuarto, que quedaba en la pieza de adelante, pegada al patio principal y donde yo entraba a veces para ver los comics que tenía de Corto Maltés o usar sus lápices y témperas para pintar en sus telas. La pieza de mi primo –como todas las de los hermanos mayores– era un lugar de inspiración y emancipación: ahí se cocinaba algo. Mi primo cantaba un estribillo extraño mientras cruzaba el patio: “Te encontraré una mañana dentro de mi habitación y prepararás la cama para dos”. Pensé que era una historia sexual, o de amor. Lo maté a preguntas. Era de un grupo que se había separado recientemente y que se llamaba Sui Generis. Y la que lo esperaba en la habitación para meterse en la cama era la muerte. Eso me rompió la cabeza. Empecé a comprar los discos de Sui Generis y a escucharlos en mi winco blanco –lo habíamos pintado con mi amigo el Tano Fuzzaro una tarde que nos pasamos con el Talasa– una y otra vez. Supongo que Sui Generis es el bastión de los que le gusta Charly por encima de todos. En su momento el grupo tuvo una difusión notable y llenó dos Luna Park, pero los músicos contemporáneos de ellos eran reticentes con Sui, les parecían demasiado blandos, muy de fogón, demasiados hippies para los duros, demasiados chicos para morir. Canciones, decían los detractores, como las de María Elena Walsh. Pero para mí en su momento Sui Generis fue clave. Y ahora cuando lo escucho, sigo sintiendo esa potencia que te queda en algún lado si de verdad fuiste adolescente alguna vez. Estos días de invierno, bajo la llovizna fría, me encontré cantando varias veces Confesiones de invierno, la canción del disco homónimo que sacaron Charly y Nito en el 73 –junto a la obra maestra de Spinetta, Artaud–. Antonin Artaud ya había entrado a la clínica de Rodez de donde iba a salir sobregirado por los golpes eléctricos, y el disco que no entraba en ninguna batea por su formato me enloqueció. Pero no se puede vivir solo con Artaud. Y Confesiones de invierno es un buen polo opuesto para entender ese tendal de fuerzas que es la vida en la tierra. De hecho, en la vida cotidiana, Charly iba a estar internado muchas veces e iba a estar más cerca de Artaud, en su vida, que Spinetta. Charly y Spinetta son dos genios asintóticos. Pero quiero hablar un poco de la canción Confesiones de invierno. Es el cuarto tema de un disco que desde el principio se electrifica más que el anterior Vida (1972), pero esta canción toma la operación mental de Dylan. Es larga, acústica, cuenta una historia, una biografía y, como en algunas canciones de Dylan, donde debería aparecer el estribillo –ese que cantaba mi primo– esta vez hay tono de estribillo pero no hay letra de estribillo. Lo echan de su cuarto. Y le dicen que no tiene profesión. Después viene una obviedad: en invierno no hay sol. Pero la canción la resiste porque la música es encantatoria. El protagonista habla de alguien que debe estar entre las calles, pero que él, nos dice, no sabe cómo llegar. ¿Les suena? Y después pasa a una de los momentos fundamentales para un adolescente. Dice: “Dios es empleado en un mostrador/ da para recibir”. Bien, yo hasta ese entonces no me había imaginado a Dios como empleado –con un delantal gris– haciendo toma y daca en el capitalismo de nuestra vida privada. Pero inmediatamente la crítica a Dios se suaviza –el que canta duda, tal vez se pasó de rosca y Dios no es un empleado, y agrega: “Quién me dará un crédito mi Señor/ sólo sé sonreír”. El Señor suena a la forma en que se alude a Dios o a su hijo único o adoptado Jesús, o tal vez hable de el Señor dueño de una discográfica. No importa, todas estas opciones están habilitadas por la potencia polisémica de la letra. En la versión en vivo de Confesiones de invierno que debo haber escuchado mil veces en mi cuarto, cuando el joven de la canción se pelea con el policía, dice que “la fianza la pagó un amigo/ las heridas son del oficial”. Esos versos punk, antisistema, fueron muy celebrados en esas jornadas del Luna Park en el 75 . Y me pregunto si algo de ese tono no está en el nombre de El Mató a un policía motorizado. García le pidió a Mestre cuando grabaron el disco que él quería cantar esa canción. Le preguntó si no le molestaba. Nito no tuvo problemas. ¿Por qué García querría cantar esta canción? Una vez Leónidas Lamborghini me dijo que uno de los problemas que podía tener la poesía era que era oracular, que podía adivinar el futuro y que eso era peligroso. Estábamos en un departamento de Once donde yo lo estaba visitando. Él recién había vuelto de México. En Confesiones…, sobre el final, el chico que narra, dice que termina en un lugar que uno puede suponer como una clínica de rehabilitación: “Hace cuatro años que estoy aquí/ y no quiero salir/ya no paso frío y soy feliz/Mi cuarto da al jardín”. Nosotros sabemos que en el futuro del adolescente van a existir sucesivas internaciones y que no va haber cuartos donde esté feliz, ni jardín ni nada. Pero esa es la vida real. En la vida de la canción –donde vale la pena quedarse un rato largo para recuperar el aliento– el personaje se pregunta “¿Quién me dará algo para fumar?” y aclara que “aunque a veces me acuerdo de ella, dibujé su cara en la pared”. Fumar y dibujar, para qué complicar. FC/DTC
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