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Sobre el supuesto fin de las novelas

Nadie se hace lector ni escritor porque leer sea bueno, importante o saludable. Es un lenguaje vomitivo. Y así y todo, decir que da lo mismo que la literatura y la lectura se vuelvan disciplinas de museo me parece un exceso de cinismo. Leo en la revista The New Yorker sobre un libro que todavía no salió a la venta pero ya me tienta lo suficiente como para anotarme en la lista de espera; se llama Stranger Than Fiction: Lives of the Twentieth-Century Novel (“Más extraño que la ficción: las vidas de la novela del siglo XX”) y básicamente, por lo que dice la nota de la New Yorker, se pregunta si existe algo así como la novela del siglo XX. Según dice, también, la nota de la New Yorker, el libro contesta que sí, y que la novela más o menos muere con el siglo XX: para Edwin Frank, autor del mentado libro y de la colección de clásicos de la revista New York Review of Books, el siglo XX es el que lleva a la novela a su estadio revolucionario; son los autores de esta época los que terminan el camino que condujo a la novela desde el entretenimiento al arte, produciendo a veces novelas casi ilegibles, pero siempre valientes. Este mismo siglo, dice Frank, agota a la novela. Frank dice haberse inspirado, para este libro que escribió, en El ruido eterno, el excelentísimo ensayo del crítico musical Alex Ross sobre la música del siglo XX. A mí, que leí varias veces El ruido eterno y lo considero uno de mis ensayos favoritos, me sirve el dato para entender por dónde va su hipótesis. No creo que las novelas hayan muerto, del mismo modo en que no creo que haya muerto la música académica, pero me queda claro a lo que se refiere: la relevancia cultural de un compositor contemporáneo hoy es incomparable con la de Shostakovich. Ningún novelista hoy, tampoco, va a tener un peso cultural que se acerque al que tuvieron Philip Roth o Gabriel García Márquez hace pocas décadas. Uno puede amar la música y la literatura, pero todo eso es innegable. Y es probablemente igual de innegable que la vitalidad de una forma artística está vinculada, aunque de maneras indirectas, con el lugar que cumple en la cultura de su época. No es que no sea posible hoy escribir una excelente novela o una pieza de cámara; pero las condiciones para que esas obras sean vibrantes y dialoguen con el presente están menos dadas que hace cincuenta años. Louis Menand, el autor de la nota de The New Yorker, desarrolla una tesis relativista que no termino de entender si es suya o la saca del libro (lo sabremos después del 19 de noviembre): la novela efectivamente ya no cumple el rol que cumplió en el siglo XIX ni el que cumplió en el siglo XX. Ese espacio, dice Menand, ha sido ocupado hoy por las series: la gente ya no te pregunta qué estás leyendo, sino qué estás mirando. Menand se pregunta, entonces, cómo influye esto sobre las novelas del siglo XXI; si, por ejemplo, las novelas del siglo XXI se escriben ya pensando en la venta de derechos audiovisuales (y se escriben, entonces, para “ser filmables”). Personalmente creo que el asunto es más complejo, o más triangular: seguramente muchas ficciones se escriben ya con la adaptación cinematográfica en el horizonte, a nivel más o menos consciente, pero pienso que le falta un vértice a esta forma de pensar. La verdadera cuestión, me parece, es que las novelas que llegan a ser exitosas en general son las que más se parecen a la experiencia de ver una película o ver una serie: cortas, visuales, construidas en torno de personajes que uno puede seguir con amor u odio. Ana Karenina es una novela que ha sido adaptada muchísimas veces, pero su lectura se parece poquísimo a la experiencia de mirar una serie o una película. La trama central tiene mucho de eso, pero hay que comerse páginas y páginas de discusiones ininteligibles sobre manejar un campo para llegar a ella; difícilmente un editor no te cortaría esas locuras hoy si pensara que tenés entre manos un best seller (si tenés la suerte de no tenerlo, en cambio, podés poner todo lo que quieras). Hay excepciones a esto que digo; escribí la semana pasada sobre Fortuna, de Hernán Díaz, una serie que tiene mucho de “adaptable” (y seguramente ya tiene sus derechos vendidos), pero también trabaja con algunas herramientas muy puramente “textuales” que brillan justamente porque se trata de una novela. Quiero decir, con todo esto: no es solo que los escritores tengan la mente formateada por las series; es quizás más importante el hecho de que las audiencias las tengan, y entonces, de todas las novelas que se publican cada año, elijan masivamente esas, las más “visuales” de todas, para convertirlas en modestos éxitos.  Digo que la tesis de Menand es relativista porque lo que dice es que da igual que en el centro de la cultura estén las series o la literatura; que es una cuestión circunstancial, que los lectores de los siglos XVIII y XIX (e incluso los autores) estarían profundamente sorprendidos de lo en serio que nos tomamos sus novelas, y entonces no tiene sentido pensar que hay algo más intrínsecamente banal o intrínsecamente serio en la lectura que en el visionado de series. Pienso que tiene razón en un sentido muy sustancial: he escrito una serie, y veo muchas, y creo que es una forma que tiene el mismo potencial que cualquier otra. Dicho lo cual, y esto lo digo muy a mi pesar, la experiencia de leer es algo profundamente distinto que la experiencia de poner una serie; lo saben todas las personas que te dicen que les cuesta un montón tener tiempo para leer y ponen cualquier serie para quedarse dormidas todas las noches. Es deprimente, la verdad, dedicarse a una disciplina tan profundamente moralizada: nadie se hace lector ni escritor porque leer sea bueno, importante o saludable. Es un lenguaje vomitivo. Y así y todo, decir que da lo mismo que la literatura y la lectura se vuelvan disciplinas de museo me parece un exceso de cinismo; una desconexión, sobre todo, de la batalla por la atención que se disputan las corporaciones en nuestros dispositivos 24-7. Es una pena auténtica que la lectura tenga que ser reivindicada por lo que hace por nuestro cerebro, o por lo que hace por nuestros niños, porque ese es el otro discurso moral en el que curiosamente ha quedado atrapada la lectura. La derecha norteamericana está hace años proscribiendo libros de las escuelas; hace pocas semanas, la derecha mileista que le copia la batalla cultural arrancó con la misma cantinela. Es profundamente deprimente; como escritora nada me resulta más triste que pedirle a la gente que lea libros porque hace bien o hablar de que a los niños los libros les “abren la cabeza”; me siento como si estuviera vendiendo suplementos dietarios. Y así y todo, evidentemente: la potencia de la lectura como eso que simbólicamente le hace frente a la guerra que se libra por la formación de las mentes, sean las infantiles o las adultas (que a estas alturas ya tienen un attention span peor que las infantiles), está en un momento quizás mucho más importante de lo que nos imaginamos quienes leemos todo el día por deformación profesional, o algún otro defecto personal. Quizás la novela no haya terminado de abrir todas las discusiones que vino al mundo para dar.  TT/DTC

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