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La concesión del Premio Nacional de Tauromaquia a Albert Serra por 'Tardes de soledad', documental que antes se alzó con la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, galardón compartido con la Real Unión de Criadores de Toros de Lidia, entidad fundada en 1905 y distinción indiscutible, ha devuelto actualidad al cine taurino. Se trata de un género que cuenta con infinidad de películas en su haber, con rigor estudiado por Carlos Fernández Cuenca en 'el Cossío' y que se considera inaugurado en 1909 por 'Tragedia torera', del catalán Narciso Cuyás, un adelantado de las adaptaciones de obras de la literatura española al cine ('Don Quijote', 'Don Álvaro o la fuerza del sino'), cinta al parecer irreparablemente perdida cuyo título recuerda aquella sentencia del gran Valle Inclán: «En los toros la tragedia es real». Y eso, precisamente eso, es lo que se siente en las películas taurinas que, instaladas en la verdad del toreo, transmiten en su intensidad más honda la sombra del drama y el embrujo de la belleza. Pienso, por ejemplo, en 'Tarde de toros' de Luis Vela, español transterrado en sinrazón de la guerra incivil, figura clave en el cine mexicano que supo llevar a las pantallas el miedo y los triunfos del gran Luis Procuna, retirado por las cornadas y por la muerte de Manolete, pero que volvió a los ruedos en busca de esa faena perfecta con la que nunca dejan de soñar los toreros, sobreponiéndose a unas asechanzas vencidas en el vuelo de su capote y el temple de su muleta. Estrenada con honores en el cine Chapultepec de la capital mexicana el 9 de mayo de 1957 con música de la Orquesta Sinfónica Nacional, en 'Tarde de toros' se descubren los sueños de un niño que despertó a la vida cargando bultos en el mercado y ayudando a su madre en las mil hazañas pardas que las circunstancias sociales adversas exigen para superar la miseria. Un peliculón en el que se comparten las quimeras, se palpan las dificultades, se revelan los temblores y se manifiesta la maravilla del arte de torear. Y otro peliculón sería, a mi juicio, 'Yo he visto a la muerte' de José María Forqué (1967), con guion (como suyo) magnífico de Jaime de Armiñán, en el que cuatro figuras míticas, nada menos que Antonio Bienvenida, Álvaro Domecq, Andrés Vázquez y Luis Miguel Dominguín reviven sus experiencias cuando la vida se les nublaba: a los tres diestros la suya y a Domecq la de su yegua Espléndida, el animal y el hombre unidos por vibraciones incomprensibles para quienes desconocen la relación que los rejoneadores establecen con sus caballos. Película memorable, en 'Yo he visto a la muerte' se presentan los cuatro maestros en una autenticidad sazonada y cuajada en el peligro. «¡Que no quiero verla!/ Dile a la luna que venga,/ que no quiero ver la sangre/ de Ignacio sobre la arena», cantó Lorca en 'Llanto por Ignacio Sánchez Mejías', el torero que dio aliento a la Generación del 27, poetas para la historia y poetas taurinos desde Federico García Lorca y Rafael Alberti, creadores de dos de las tres mejores elegías de la literatura española (la primera, claro está, las 'Coplas por la muerte de su padre' de Jorge Manrique) a Gerardo Diego, cuya obra cumbre es 'La suerte o la muerte', y Manuel Altolaguirre, con poemas en los que no se suele reparar. Qué cuatro poetas taurinos y qué cuatro historias tan bien encadenadas en la película: —Antonio Mejías 'Bienvenida' encarnando la responsabilidad de ser y saberse torero cuando explica a su hermano Pepe, que esperaba su retirada después de un 'percance' casi mortal, que «ahora no me puedo ir de los toros, una cornada no me puede echar y necesito terminar ese muletazo que empecé con el mismo traje blanco y oro». —Andrés Vázquez o la memoria ardiente de la dureza del inframundo de unas capeas que en la España profunda se libraron a cara de perro durante las décadas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo. 'Romance de valentía' que cantaba Conchita Piquer, «escrito con luna blanca/y gracia de Andalucía/ en campo de Salamanca». —Luis Miguel Dominguín, que revive todo el peso de los fantasmas negros al recordar a un feriante que «toreaba con Manolete aquella tarde», mostrándose torero en torero y no torero en actor, turbios los ojos y vulnerada la voz, con el dolor en puntas. —Y Álvaro Domecq, figura del rejoneo, recreando la hora de la hora de Espléndida, la yegua legendaria de su padre, madre de caballos famosos, unidos el hombre y el animal en una relación orgullosa y bella con fundido en triste, pero tristeza de gloria. En 'Tarde de toros' y 'Yo he visto a la muerte' no se cuenta el toreo sino que se siente, diferencia sustancial. Para explicarla, valen, 'mutatis mutandis', las palabras de Umbral a propósito de lo que va del ensayo a la novela: «En el ensayo, leemos que se abre la puerta y entra un gitano con un cerdo al hombro; en la novela, se escucha el sonido de la puerta y se ve entrar al gitano con el cerdo al hombro». En 'Tardes de soledad' nos alcanza en crudeza , sin tapujos, la soledad del torero y la soledad del toro, ambos emplazados en la encrucijada de la incertidumbre. La sensación del sobrecogimiento dominado y la rebeldía de Roca Rey ante las asechanzas del miedo y su transformación en valor. Serra ha traspasado la raya, y lo ha hecho descarnadamente y sin concesiones. Miradas vidriosas, la cercanía del abismo, estremecimientos, sobresaltos, los diálogos de la cuadrilla, quizá con un exceso de repeticiones. Mucha angustia, aunque ni una verónica completa; mucha inquietud, pero ni un natural interminable. Lo visto y no visto, que diría Alberti. Presencias y ausencias para la controversia. Esa ha sido su opción artística, una opción refrendada por el jurado de un Premio Nacional de Tauromaquia sectariamente abolido y democráticamente recuperado ¿Que algunos se quejan o censuran esta restauración necesaria? Pues, como escribió Cervantes en 'Don Quijote', a ese respecto yo «no oigo otra cosa sino muchos balidos de ovejas y carneros».
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