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Decía responder a «una empresa nacional de pedagogía de la democracia». En su presentación a los ciudadanos, el nuevo semanario de información política rechazaba tanto a la extrema derecha, nostálgica de la Guerra Civil y empeñada en perpetuar sus privilegios, como a la extrema izquierda que, obcecada en una catastrófica y revisionista ruptura, podía dinamitar la convivencia. Corría el año 1970 y la publicación anticipaba el espíritu de la Transición. Aquella revista hoy olvidada se llamaba 'Criba' y se parecía a tantos otros espacios alternativos de diálogo existentes en el tardofranquismo. Significaba el punto de encuentro entre una generación crítica educada en el contradictorio ideario falangista del Régimen, que se situaba en este caso en la propiedad y el consejo editorial del nuevo medio de comunicación, y una joven redacción de reporteros pronto incorporados a la disidencia política. Ni unos ni otros habían participado en la contienda fratricida. Su objetivo principal pasaba precisamente por no repetirla. Pocos años después se reencontrarían, como reformistas y opositores, para protagonizar la reconciliación nacional de nuestro cambio democrático. El pasado mes de diciembre el presidente del Gobierno anunció públicamente que a lo largo de 2025 su Ejecutivo impulsaría «la conmemoración de los 50 años de libertad en España». El énfasis puesto por Pedro Sánchez en la memoria de la dictadura de Franco contrastó entonces con una única, escueta y prácticamente sumarísima alusión al «inicio de la Transición Española». Se entiende así que, tal y como se ha destacado en ABC, el comité científico de 'España en libertad. 50 años' no reúna la necesaria pluralidad ni parezca orientado a resaltar las bondades del episodio fundacional de nuestro sistema democrático. Tampoco se intuye que vaya a recuperar el espíritu de consenso propio de aquel tiempo y tan necesario en las circunstancias presentes. En su mayoría, el comité incluye a historiadores más especializados en la dictadura franquista, con especial atención a la represión y otros capítulos polémicos. Entienden estos, además, que en el origen reformista de la Transición, iniciada por los aperturistas del franquismo, anida un pecado original que lastra políticamente nuestro modelo de convivencia. A su juicio, esa presunta libertad impulsada «desde arriba» se habría alcanzado imponiendo un pacto de olvido. El miedo habría presuntamente garantizado la supervivencia política de sus impulsores, así como la de ciertos anacronismos autoritarios. Por ello, se hace preciso fijar el campo de juego de los fastos auspiciados por el Gobierno. Y, en consecuencia, urge trasladar a los españoles una interpretación comprensiva, integradora e, incluso, ilusionante de nuestra Transición, que fue obra política de todos y alumbró la primera Constitución de consenso de nuestra historia. Resulta irrebatible el hecho inédito de que nuestra carta magna fuera confeccionada y aprobada por la mayoría de fuerzas políticas con representación parlamentaria. No resulta difícil adivinar que una solapada operación de división de los españoles vaya a tomar como pretexto el modelo reformista de nuestra Transición. La iniciativa debe rechazarse y el modelo hay que reivindicarlo. En el pasado permitió lo que un historiador ha denominado «la convergencia de los moderados», esto es, que la oposición despejara sus dudas sobre la voluntad liberalizadora de la Corona y su Gobierno; y que estos últimos, reformistas, se convencieran de la voluntad democrática, que no revanchista, de los partidarios de la ruptura. El éxito de la Transición residió inicialmente en aplicar el cambio a la muerte de Franco gracias a su relevo en la persona de un rey reformista al que la legalidad autoritaria concedía amplios poderes para actuar. Juan Carlos I pudo promover entonces una nueva correlación de fuerzas políticas, aunque franquistas, también aperturistas. Confió entonces en su antiguo preceptor, Torcuato Fernández-Miranda, como presidente de las Cortes y en un hombre de su generación, Adolfo Suárez, que formó Gobierno integrando a buena parte de los integrantes de 'Tácito', un grupo de opinión de la llamada «oposición tolerada». Ambos lograron que después de casi cuatro décadas de dictadura, la clase política del franquismo apostara indiscutiblemente por la democratización «desde dentro», por el sorprendente visto bueno a un sistema parlamentario homologable al de cualquier democracia occidental. La Ley para la Reforma Política, aprobada por las Cortes aún franquistas en noviembre de 1976, constituye sin duda el nudo gordiano de la Transición, la auténtica clave para la devolución de la soberanía al pueblo español. El episodio fue tan exitoso, por excepcional e inesperado, que a juicio del sociólogo Juan Linz sentó un hito cuando «el modelo de reforma pactada-ruptura desde arriba no estaba entonces inventado». El protagonismo inicial del reformismo franquista no desacredita el cambio democrático. Plantea la afortunada singularidad del caso español. Si bien Huntington apuntó que las transformaciones suelen resultar más exitosas que los reemplazos, ¿acaso la tutela de la ocupación estadounidense implica rechazar las democracias de posguerra en Japón o la República Federal Alemana? Frente a estos casos de ruptura, tampoco el derribo de la URSS con inicio en la perestroika aseguraba una posterior democracia de calidad. Este paradigma de cambio «desde arriba», protagonizado en su primera fase –quizá, la decisiva– por la élite gobernante del sistema autoritario, supone una constatación polémica: el deseo democratizador existía entre una parte significativa de la clase política del último franquismo. Se entiende, pese a todo, la desconfianza de la oposición, inicialmente rupturista, pero también de quienes tanteaban la desvinculación de la dictadura desde dentro. El Partido Comunista, que había planteado desde 1956 una política «de reconciliación nacional» cuando aún obedecía a las consignas de Moscú, daría luego un ejemplo de patriotismo y moderación aceptando las reglas del juego democrático (bandera bicolor y corona incluidas). La oposición política en su conjunto se sumaría a esta transformación democrática pronto rebautizada significativamente como «ruptura pactada». La reconciliación que ya había protagonizado la sociedad española, y de la que había dado muestras evidentes aquella revista que citábamos al principio de esta Tercera, alcanzaba a la clase política. Lo había adelantado Fernando Suárez, uno de los ponentes de la citada Ley para la Reforma Política, al abogar por «una situación definitiva de concordia nacional (...) en la que no vuelvan a dividirnos las interpretaciones de nuestro pasado» y se destierre entre españoles «el concepto de enemigo irreconciliable» en favor del «más civilizado y cristiano concepto de adversario político pacifico, que tiene una visión del futuro tan digna de consideración, por lo menos, como la nuestra y el irrenunciable derecho de proponerla a los demás y de trabajar por su consecución, sin que ello deba producir nuevos desgarramientos y nuevos traumas». La Transición debe seguir siendo hoy sinónimo de concordia entre los españoles.
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