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Existen pocas palabras alemanas tan características y autóctonas como 'Schadenfreude'. La alegría por el mal ajeno, que es su traducción, ha sido una fuente de placer y sufrimiento en la sociedad alemana como la envidia en la española, donde parece más común entristecerse por los éxitos que alegrarse por los fracasos. En nuestro diccionario de la lengua se recoge la acepción de regodearse muy parecida a 'Schadenfreude': complacerse maliciosamente con un percance, apuro, etc., que le ocurre a otra persona. Pero el regodeo es mucho más sensual y festivo que su supuesta traducción alemana. Se confunde con complacerse en lo que se goza o estar de chacota, que son sus otras dos acepciones académicas. En comparación con el alemán, el 'malin plaisir' de los franceses es tan débil como nuestro regodeo y los ingleses renunciaron a una palabra propia y utilizan la alemana para describir esta enfermedad del espíritu. La 'Schadenfreude' es un sentimiento destructivo para el que lo padece. Aún más si se trata de alegrarse por algo que nos va a perjudicar directamente aunque le suceda a otro. Vaya esto a cuento de las elecciones alemanas de este domingo. Hay una percepción generalizada, en gran medida justificada, de que a Alemania le va mal y que tras el 23 de febrero le puede ir aún peor. Esta vez sí, los alemanes no van a poder recuperarse y van inexorablemente camino a un lento declive. Esta percepción se alimenta también de un deseo por desmontar de una vez por todas el mito alemán, poner en su sitio a un país que desde su fundación ha dominado para bien y para mal la historia europea y buscar una alternativa en la que nos sintamos más cómodos. En todo caso es innegable que algo ha ocurrido en el mundo y en Alemania para explicar el supuesto fin del milagro alemán. Las razones coyunturales son muy poderosas. El gas ruso, el mercado chino y la 'pax' americana son cosas del pasado que daban a la industria alemana una gran ventaja competitiva y que han desaparecido más o menos abruptamente. La pobre digitalización, las deficientes infraestructuras, la falta de renovación de su modelo económico y la debilidad de su sistema financiero se citan con frecuencia para entender los motivos que hipotecan el futuro alemán. Yo añadiría una razón menos contingente para estar preocupado. Alemania, la tercera economía del mundo por tamaño de su PIB, solo crece cuando tiene superávits por cuenta corriente. Dicho de otro modo: depende de la exportación para crecer a tasas comparables a sus vecinos o incluso para no entrar en recesión como viene siendo el caso estos últimos dos años. Esta dependencia del sector exterior hace que Alemania sea muy vulnerable a los cambios que se están produciendo en el entorno internacional, tanto por la eclosión de China como por el deterioro del sistema multilateral. Estas dificultades para la economía alemana se traducen en riesgos para la Unión Europea. Alemania supone más del 24 por ciento del PIB de la Unión Europea. Su crisis es la nuestra, tanto en términos de capacidad económica como de proyección política. Nadie está en condiciones de sustituir el liderazgo alemán en Europa. Quizá no suceda lo mismo si hablamos de Defensa. La tradición pacifista alemana, moderadamente derogada por el supuesto 'Zeitenwende' tras la invasión de Ucrania, da más espacio a un liderazgo compartido en materia de Defensa con Francia y ahora Polonia. Quién sabe si esto podría definir un nuevo triunvirato en la Unión Europea, en el caso de que Italia y España no espabilen. Hay por último un tercer factor en esta ecuación de liderazgo por incomparecencia que se refiere al funcionamiento de los sistemas políticos. En esto, Alemania tiene una ventaja inmensa sobre los socios de la Unión Europea y sobre el hasta ahora principal aliado transatlántico. Es el único gran país de la Unión Europea que mantiene un nivel de excelencia en calidad institucional y que tiene una clase política mayoritariamente funcional. Los grandes partidos alemanes, a pesar del pujante populismo de extrema derecha, llegan a acuerdos de gobierno razonables y estables. Echo en falta este factor en el análisis sobre la decadencia alemana. Un análisis que podríamos completar con su sistema educativo –con problemas pero de gran calidad en muchas especialidades–, sus instituciones de investigación, sus fundaciones y sus medios de comunicación. Entre todos dibujan un paisaje en el que a muchos nos gustaría estar a pesar del mal tiempo. Las elecciones de este domingo son un acontecimiento europeo y global, que por desgracia ha dejado de ser aburrido. El resultado es previsible pero los matices le darán a la lectura de lo que pase una trascendencia continental. Es probable que los votos le permitan a la CDU proponer a Friedrich Merz como canciller. Los socialdemócratas y/o los Verdes, quizá los liberales, le acompañarían. Dos o tres socios de gobierno. Queda por saber qué grado de apoyo tendrá la Alternativa por Alemania (si superará el 20 por ciento), si los liberales llegarán al 5 por ciento que les permite entrar en el Bundestag o qué ocurrirá con el partido de Sahra Wagenknecht, pero lo más importante sucederá después. En las negociaciones para formar la coalición de gobierno. Ahí es donde Europa se juega realmente su futuro. Tras la Segunda Guerra Mundial, Alemania desarrolló un sistema económico diferente al liberalismo anglosajón. Un modelo llamado 'ordoliberal' en el que mandan los abogados. Una economía moderadamente neomercantilista regida por leyes más que por mercados. Una alternativa que parece ahora en declive ante el dinamismo de las economías china y estadounidense. Este modelo alemán, que ha inspirado no solo a los Estados miembros sino a la propia Unión Europea, necesita urgentemente reformarse . Adaptarse a una revolución digital que se le ha escapado y a un futuro inestable en el que las reglas se supeditan a una nueva realidad tecnológica y social. De la capacidad de Alemania de cambiar dependemos todos los europeos. En realidad, depende gran parte de la civilización mundial que quiere seguir siendo lo que ha sido, sin renunciar al futuro. Parece un empeño improbable. Pero se convertirá en imposible si nuestros socios alemanes no consiguen cambiar y liderar en el cambio. Esta es la trascendencia de las elecciones de este 23 de febrero en Alemania y de las negociaciones que nazcan de sus resultados. Bruselas, y con ella prácticamente todas las capitales europeas, esperan a Berlín.
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