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Las conversaciones para el final de la guerra de Ucrania que mantienen en Riad representaciones de los gobiernos de Rusia y Estados Unidos componen una visión tan sesgada hacia el invasor que lo que de allá salga no podrá considerarse como un acuerdo de paz, sino otra cosa. Se trata más bien de una rendición impuesta de la que debemos desconfiar, no solo porque evidencia la falta de capacidad de Europa de representar sus intereses o siquiera de definirlos con cierta nitidez, sino porque establece un esquema que legitima al agresor. Cabe sospechar de las conversaciones de Arabia Saudí empezando por el escenario en el que tienen lugar. Que estén auspiciadas por una dictadura y que un régimen como el saudí vaya a ser garante de este acuerdo perfila cuál será la esencia de las conversaciones y del naciente orden internacional al que asistimos, con el que no podemos mostrarnos optimistas. Desde el Departamento de Estado norteamericano se alude a que «Estados Unidos desea la paz y utiliza su fuerza en el mundo para unir a los países». Los términos sobre los que gravita el encuentro retratan una simetría que no existe. La paz justa y duradera necesitaría que una de las partes dejara de agredir a la otra. Esta es una realidad inapelable que aquí se difumina a propósito en favor de la deseable ausencia de conflicto y t ambién del cebo económico que el Kremlin tiende ante Washington y que incluye negocios e inversiones a gran escala. La paz no es suficiente para la Administración de EE. UU., que ambiciona validar y blanquear a un nuevo socio comercial. Que a la Casa Blanca le convenga parar la guerra de Ucrania en las condiciones que sean necesarias y a cualquier precio no es necesariamente bueno. La propia definición de conversaciones de paz esconde una injusticia sobre la que debemos llamar la atención. No se puede olvidar que la contienda no tiene su origen en la escalada militar de dos potencias enfrentadas y alejadas de lo razonable a las que se pueda obligar a entenderse para terminar con la sinrazón, sino en la agresión unilateral de una de ellas, Rusia. Ni siquiera se puede apelar al paso del tiempo o a los hechos consumados, pues la invasión ocurrió hace solo tres años. La paz aquí se invoca en una inaceptable equivalencia de las partes y la proposición de un acuerdo en cuanto uno de los contendientes no está sentado en la mesa y muy probablemente se vea obligado a aceptar los términos que se le impongan. El esquema que se propone como un enfrentamiento al que Rusia y Ucrania deben poner fin es más bien el de una víctima (Ucrania) que se ve invadida y agredida por un victimario (Rusia) a causa de una supuesta provocación que Moscú no ha sabido justificar y que no ampara el derecho internacional. Este ha sido el motor de una guerra unilateral en la que Kiev no hace otra cosa que defenderse y que ha tenido un costo de vidas inimaginable para ambos. Pero que haya muertos en sendos bandos no debe llevar a la falsa conclusión de que los dos son culpables. Si Trump pretende una paz justa que detenga la matanza no tiene más que invitar a Rusia a que deje de matar. Desde el comienzo de la invasión, hace ya tres años, la rendición de Ucrania como camino para poner fin a una carnicería se ha sostenido por parte de la izquierda populista antioccidental. Los españoles recordamos cómo Podemos –tan propenso a la retórica de la resistencia en otros ámbitos– pretendía que los ucranianos se rindieran para no hacerse daño. En su alineación con los intereses de Putin se dan perfectamente la mano con el populismo de derechas y trumpista que amenaza con la deconstrucción del antiguo orden mundial.
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