Juan León FerreraUna de las deformaciones del marxismo en Cuba radica en que los principios de la democracia proletaria no dieron origen a un...
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La era de las revoluciones. Historia de dos generacionesNathan Perl-Rosenthal IntroducciónLa larga vida de John Adams empezó en un mundo y acabó en otro. El año de su nacimiento, 1737, la mayor parte de Europa y una porción nada desdeñable del continente americano estaban gobernadas por un puñado de reyes. Adams se crió en un mundo de imperios erigidos con arreglo a jerarquías sociopolíticas que separaban a los dirigentes de sus súbditos. En 1826, año de su muerte, este antiguo régimen se había visto barrido en gran medida por las revoluciones que se habían producido a uno y otro lado del Atlántico: la estadounidense, la francesa y la haitiana; los movimientos de independencia de Hispanoamérica; y todo un rosario de alzamientos de menor calado. En el mundo que engendraron, florecieron las repúblicas y los derechos individuales, aunque no necesariamente la igualdad. Pese a que variaban en su alcance y sus objetivos, quienes vivieron aquella época percibían una clara unidad en su diversidad: Thomas Paine, escritor y legislador, hablaba en nombre de muchos cuando consideró que el período constituía una sola «era de las revoluciones». Las revoluciones que la conformaron tuvieron tanto luces como sombras. Hicieron trizas los imperios que habían abarcado todo el Atlántico, lo que dio origen a docenas de Estados nuevos; pero fue, en parte, mediante una sucesión de guerras destructivas. Francia, Norteamérica, España y una porción nada desdeñable de la Europa occidental vieron caer reyes, cuando menos de forma temporal, e instaurarse en su lugar regímenes republicanos. Gobiernos basados en la soberanía del pueblo que concedieron a la plebe una voz que hasta entonces no poseía en el ámbito de la política. Sin embargo, la mayoría negó la plena ciudadanía a las mujeres y los habitantes no blancos. No faltaron casos en los que los dirigentes de las naciones recién formadas se sirvieron de las elecciones para obtener y retener poderes dictatoriales. Y, si bien hubo revolucionarios que plantaron cara a la institución de la esclavitud, esta se perpetuó y aun creció en muchas jurisdicciones. Las vidas de los protagonistas de estas revoluciones quedaron documentadas en todo un archipiélago de papel extendido por tres continentes. Sirva el ejemplo de Louis-Augustin Bosc, nacido en Francia cuando Adams contaba veintidós años. Sus cartas y sus diarios, conservados en dos bibliotecas parisinas de techos altos, revelan la historia de una profunda amistad con los cabecillas de la Revolución francesa y de las décadas que tuvo que pasar luchando para salir adelante después de que los asesinaran en los tiempos del Terror. O el caso de María Rivadeneyra, priora de linaje acomodado de un convento peruano. Su historia está recogida en voluminosos legajos que se guardan en el Archivo General de Indias de España y en delgados expedientes que pueden consultarse en los archivos de Cuzco. En 1780, mientras Adams viajaba por Europa en calidad de emisario del Estados Unidos revolucionario, la madre María sopesaba la conveniencia de apoyar una rebelión multitudinaria encabezada por indígenas. Tres décadas después, su sobrino participó en algunos de los primeros movimientos que condujeron a la independencia hispanoamericana. Una caja de documentos mercantiles de esmerada organización contenida en cierta colección familiar de un archivo de Filadelfia es lo único que ha llegado a nosotros de Marie Bunel, próspera comerciante del antiguo régimen nacida en la esclavitud en la colonia insular francesa de Saint-Domingue y confidente de Toussaint Louverture, el egregio dirigente de la Revolución haitiana. El Comité de los Cinco presenta el borrador de declaración de independencia al Segundo Congreso Continental de Filadelfia. De izquierda a derecha: John Adams, Roger Sherman, Robert Livingston, Thomas Jefferson y Benjamin Franklin. Pintura de Johnn Trumbull (1818) En torno a la transformación del mundo político que propiciaron estos y otros revolucionarios gira el presente libro, la primera historia de la era de las revoluciones que abarca todo el período que va de la década de 1760 a la de 1820 a uno y otro lado del océano Atlántico. Por más que no hay estudio historiográfico que pueda decirse exhaustivo, es mi intención entender dicha etapa como un todo, tanto en lo geográfico como en lo cronológico. Este fue el reto que lanzaron hace más de sesenta años dos grandes historiadores del período: R. R. Palmer y Eric Hobsbawm, quienes hicieron patente que, para entender el papel que representó esta etapa en procesos históricos más amplios, desde el auge de la democracia hasta el surgimiento del capitalismo, se hacía necesario observar más allá de una sola revolución. Con todo, sus libros, aunque fundacionales, no pueden considerarse definitivos, pues, desde la publicación, en 1964, del segundo volumen de Palmer, se ha acumulado una cantidad ingente de información nueva, sobre todo en lo concerniente al pueblo llano y la cultura revolucionaria. Además, ambos autores relegaron dos regiones, el Caribe e Hispanoamérica, que desempeñaron una función decisiva en cómo se desarrolló la era revolucionaria. En estas páginas, sigo la senda que trazaron Palmer y Hobsbawm pero que ellos mismos no llegaron a recorrer: una historia que atraviesa los sesenta años de aquel período sin dejar atrás ninguna de las orillas del Atlántico ni de las clases sociales que las habitaban. En el centro de la relación que aquí presento se halla la intención de mostrar cómo se organizaron y movilizaron políticamente los revolucionarios. Las causas de las revoluciones políticas son muchas: ideas nuevas, tensiones sociopolíticas, cabecillas dispuestos a hacerse con las riendas…; pero lo que hace que se produzcan, en el sentido más inmediato, no es sino la organización y la movilización políticas. Quienes las protagonizan se organizan mediante la creación de conexiones mutuas y de los medios, informales o institucionales, que les permitan colaborar en pro de fines comunes. La movilización supone ganar para su causa a un segmento significativo de la población, paso esencial para que se produzcan cambios de relieve y duraderos en un sistema político. Mi teoría es que en la era de las revoluciones atlánticas hicieron falta dos generaciones para que emergieran movimientos políticos multitudinarios duraderos. La primera de ellas, que dominó las revoluciones previas a 1800, fracasó en gran medida a la hora de engendrar tales movimientos, mientras que la segunda, surgida a principios del siglo XIX, fue la que lo logró. El lento desarrollo de la política de masas a lo largo de dos generaciones tuvo hondas consecuencias, pues dio forma a cada una de las revoluciones del período y dejó su huella en las culturas e instituciones políticas a las que dio a luz aquella era. Durante las tres primeras décadas de tumultos en el mundo atlántico, entre 1765 y 1799, aproximadamente, los patriotas se afanaron en organizar movimientos políticos que pudiesen aunar clases sociales y grupos raciales. Las revoluciones de este tiempo comenzaron en Norteamérica, donde las colonias británicas se alzaron contra los impuestos y las reformas imperiales, y en la Sudamérica española, donde las rebeliones armadas enfrentaron a colonos, indígenas y Gobierno imperial. Las siguió, en la década de 1780, cierto número de revueltas menores en las Provincias Unidas de los Países Bajos, la Confederación Suiza y Bélgica (en aquel momento parte del Imperio de los Habsburgo). En 1789, el reino de Francia estalló en una revolución destinada a convertir en una república al país más poderoso del continente en menos de cuatro años. En 1791, las gentes esclavizadas de Saint-Domingue, destacada colonia caribeña de Francia, dieron principio a una batalla revolucionaria por la emancipación que duraría dos lustros.* Después de 1795, los ejércitos franceses provocaron el derrocamiento de los Gobiernos de los Países Bajos, Suiza y partes de Italia y Alemania. La propia Francia experimentó a mediados de la década de 1790 nuevos cambios políticos que culminaron en 1799 con la toma de poder de Napoleón Bonaparte. La cosmovisión de quienes participaron en esta primera oleada de revoluciones debía su forma al mundo jerarquizado de los imperios atlánticos de mediados del siglo XVIII en que se formaron. Una cosmovisión, o un habitus, por usar la terminología del sociólogo Pierre Bourdieu, es una matriz o conjunto de principios mentales que nos permite movernos por el mundo. El habitus de cada uno se crea en las primeras etapas de su vida a partir del tipo de sociedad en la que se desarrolla. Sus primeras experiencias se transforman en una plantilla interior, un conjunto de expectativas sobre cómo funciona el mundo, que influye en el comportamiento posterior del individuo. Todos los integrantes de la primera generación revolucionaria, desde el súbdito esclavizado hasta el príncipe, se habían criado en un mundo en el que la condición que poseían en la sociedad, inamovible en gran medida, constituía un «hecho social» ineludible, una realidad vivida que permeaba todo su entorno. Su edad más temprana los había enseñado a convivir con la jerarquía, a estar, hablar y actuar de un modo tal que resguardase su condición sin dejar por ello de aprovechar cualquier ventaja que pudieran obtener. Las estructuras y la estratificación sociales no eran las mismas en todo el mundo atlántico, desde luego; pero las variaciones que se daban consistían en diferencias de grado, no de especie. Aun en regiones con tradiciones igualitarias sólidas, la jerarquía sociopolítica era un hecho vital. Revolución holandesa de 1781-1795: Exercitiegenootschap (milicia ciudadana) de Sneek, obra de Hermanus van der Velde ( Fries Scheepvaart Museum, Sneek/Wikimedia Commons) Los reflejos jerárquicos de estos revolucionarios de la primera generación, que actuaban como barrera entre clases y grupos raciales, les complicaron la labor de formar movimientos políticos que pudieran sostenerse. El problema se hizo ya evidente durante las crisis políticas de la Norteamérica británica y el Perú español con que se inauguró la era de las revoluciones. El movimiento patriótico norteamericano se vio dividido en dos alas: una constituida por la minoría selecta y otra por la clase obrera. Ambas excluían en gran medida a los americanos negros y adoptaron estrategias diferentes de resistencia al Gobierno británico. Desgarrado por divisiones internas, el movimiento estuvo en numerosas ocasiones debatiéndose al borde del colapso entre 1765 y 1775, y lo cierto es que la mayoría de sus victorias se debió a los pasos en falso que daba el Gobierno imperial. De hecho, la política de Estados Unidos siguió estando muy ligada a la posición social después de que las colonias declarasen su independencia en 1776. No fueron muy distintas las divisiones que debilitaron el movimiento revolucionario del Perú español. La poderosa revuelta indígena de 1780 se vio aplastada por el Gobierno con la ayuda de colonos que habían visto la luz en América. A esto siguió un conflicto prolongado por el dominio administrativo de la región entre las autoridades imperiales y dichos colonos que acabó con la derrota de estos. Los revolucionarios europeos de la década de 1780 y principios de la de 1790 tuvieron más problemas aún a la hora de unir a poblaciones con cosmovisiones divergentes. El desmoronamiento, en 1787, de un movimiento patriótico que había comenzado con gran fuerza en los Países Bajos se produjo en gran medida por la falta de acuerdo sobre cómo debían colaborar la clase alta y la trabajadora que lo conformaban. La Revolución francesa de 1789 tuvo mayor éxito y una repercusión más amplia y, sin embargo, su centro, en París, no llegó a librarse nunca de una notable inestabilidad: entre dicho año y 1799 conoció media docena de regímenes y sufrió repetidas purgas sangrientas entre sus dirigentes. Aunque fueron muchas las causas de esta falta de constancia, el meollo de la cuestión se hallaba en los radicalmente distintos enfoques organizativos y las ideas sobre quién debía gobernar que poseían los patriotas de las minorías selectas y la clase obrera. Este patrón de nocivas divisiones intestinas se repitió, con variaciones, en los muchos Estados satélites que creó la Francia revolucionaria tras 1794, las llamadas «repúblicas hermanas». Saint-Domingue, donde en 1791 estalló la primera revolución antiesclavista moderna, experimentó otra variante de este patrón inicial. La isla se hallaba más fracturada por estructuras de dominación que cualquier otro lugar del mundo atlántico. Se trataba de una sociedad esclava gobernada por una población poco numerosa de gentes libres que mantenían en permanente estado de servidumbre al 90% de los habitantes de la isla. Dentro de estas dos categorías se daba una cantidad considerable de sutiles gradaciones que incluían diferencias mayores entre los terratenientes acaudalados y otros blancos, así como una población considerable de gentes libres de color que ocupaban un espacio intermedio entre los ciudadanos libres y los esclavizados. La revolución tomó forma en torno a estas complejas divisiones y en su interior. La revuelta inicial de los esclavizados se había visto precedida por otra rebelión fallida encabezada por isleños libres de color adinerados. Una vez empezada la revolución, muchos de los grupos de casta y de clase desarrollaron sus propias fuerzas militares y trataron de defender sus prerrogativas frente al resto, y, cuando empezaron a desarrollarse colaboraciones entre estos colectivos, lo hacían siempre bajo la sombra de la sospecha. Llegado 1799, la incapacidad de los patriotas para sostener movilizaciones políticas a gran escala había dejado tambaleantes a ojos vista a muchas de las revoluciones. El Gobierno republicano de Francia, junto con los de muchos de sus Estados hermanos, se hallaba al borde del colapso; los antiguos esclavizados se habían hecho con las riendas de Saint- Domingue, pero su libertad seguía estando seriamente amenazada; Hispanoamérica volvía a encontrarse bajo el yugo de su Gobierno imperial, y aun Estados Unidos, que contaba con un Gobierno republicano relativamente estable, adolecía de una amarga fragmentación interna y corría el riesgo de verse arrastrada a guerras que no podía ganar. La suerte de aquella primera ola de revoluciones parecía muy incierta. Sus promesas variadas, entre las que se incluían la independencia, un Gobierno republicano, autonomía local y una gran igualdad social, no llegaron a satisfacerse de forma plena en ninguna parte. Revolución haitiana: batalla de Crête-à-Pierrot (4 – 24 de marzo de1802). Ilustración original de Auguste Raffet, grabado de Ernst Hébert (Wikimedia Commons) Esta primera serie de revoluciones, no obstante, logró alterar las estructuras sociales, económicas y políticas de los imperios atlánticos del siglo XVIII. Los resueltos cambios políticos erosionaron parte de los cimientos del antiguo régimen, incluidas las monarquías, los privilegios legales y una serie de cuerpos aristocráticos dirigentes. No menos importancia tuvieron los efectos indirectos de aquella transformación y, en particular, el caos provocado por las guerras a las que dieron pie las revoluciones, conflictos bélicos que arrastraron a decenas de miles de personas a un torbellino de destrucción. Se ganaron y se perdieron fortunas, lo que infundió una notable movilidad —tanto en ascenso como en descenso— a las sociedades atlánticas. La crisis que afectó a finales de dicho siglo a todas ellas fue la incubadora en la que vio la luz, creció y llegó a la madurez la segunda generación revolucionaria. Quienes vinieron al mundo después de 1760 en la mayoría de las regiones del mundo atlántico conocieron de primera mano las perturbaciones que causaban las revoluciones. Napoleón Bonaparte, nacido en 1769, constituye un buen ejemplo, pues apenas era un crío durante la Revolución estadounidense y contaba solo veinte años cuando cayó la Bastilla. El hecho de crecer en un mundo que había echado a rodar, un mundo caótico, fascinante y aterrador, hizo que la cosmovisión de estos jóvenes revolucionarios adoptase una forma muy diferente de la de sus mayores. Los integrantes de esta segunda generación daban por sentado que la condición social no era un elemento fijo, sino mudable (aunque, como es natural, se daban excepciones en uno y otro sentido: los cambios generacionales siempre se producen a lo largo de un espectro de cierta amplitud). Cuando alcanzaron la madurez, en torno a 1800, los componentes de esta generación se convirtieron en motor de un cambio cultural de consideración. En aquella época proliferaron teatros, salones de baile y otros espacios públicos en los que coincidían miembros de distintas clases y castas en pie de relativa igualdad. Caballeros de lugares tan distintos como Washington D. C. o Cuzco empezaron a socializar con cierto grado de llaneza con gentes de a pie. Los jóvenes que pertenecían a las clases privilegiadas también aceptaban mucho más que sus padres la existencia de una marcada movilidad social. En la práctica, estos cambios se vieron acompañados por un imaginario social diferente. Los dramaturgos y los artistas visuales dieron con auditorios receptivos ante personajes que cruzaban los confines de casta y clase. En ambas orillas del Atlántico florecieron los movimientos religiosos, cristianos y también judíos, que replanteaban el éxito espiritual para ponerlo al alcance de todos los creyentes y no solo de una escasa minoría selecta. Estos jóvenes devinieron en protagonistas de una segunda oleada de revoluciones que incluía tanto la prolongación de movimientos revolucionarios anteriores como la extensión de la agitación política a ámbitos nuevos. En 1804, Haití declaró su independencia y consolidó un Gobierno nacional. En 1808, siendo ya emperador Napoleón Bonaparte, Francia invadió España y derrocó de hecho a la monarquía española. Esto desencadenó en Hispanoamérica una crisis política que duraría más de dos décadas. Sus habitantes crearon formas innovadoras de Gobierno, se hicieron con el dominio del poder estatal y declararon su independencia. Entre 1806 y 1814, las armas y la diplomacia francesas provocaron en toda Europa cambios políticos de gran envergadura que se verificaron nada menos que hasta Polonia. La restauración de la monarquía francesa en 1815 tras la caída de Napoleón dio paso al regreso de numerosos Gobiernos regios en dicho continente, aunque difícilmente puede hablarse de una vuelta al antiguo régimen. En América, los Estados independientes del hemisferio siguieron cambiando con rapidez, lo que incluyó ampliaciones radicales del sufragio, huelgas contra la esclavitud y la creación de nuevas instituciones políticas. Estas transformaciones culminaron a principios de la década de 1820, cuando logró independizarse casi toda Hispanoamérica. Gran rebelión de Perú: batalla de Sangarará (18 de noviembre de 1780)(óleo sobre lienzo de Pedro Osorio Chávez, Wikimedia Commons) Habituados a compartir espacios socioculturales desde la infancia, los revolucionarios de la minoría selecta y la clase obrera posteriores a 1800 se sentían mucho más cómodos que sus predecesores participando en movimientos políticos en los que se mezclaban los estratos sociales. Si los patriotas de clase alta de 1780 habían considerado deshonroso o poco respetable asociarse de forma demasiado estrecha con patriotas proletarios, semejante estigma había menguado considerablemente en 1820. La aceptación de la movilidad social hizo posible que los activistas de las capas más bajas alcanzaran puestos de autoridad y las minorías selectas los apoyasen. Los cabecillas de humilde cuna se hicieron más numerosos y destacados tras 1800. Dicha movilidad también obligó a lo más granado de la sociedad a prestar atención a las exigencias de «los de abajo». Los dirigentes patricios, conscientes de que la posición que ocupaban no era inmutable, adoptaron medidas resueltas para gestionar sus coaliciones. Todo ello ayudó a fomentar movilizaciones políticas mucho más duraderas, en general, y abarcadoras que las de finales del siglo XVIII. Estas movilizaciones a gran escala y sostenidas en el tiempo podían, como un arado moderno, roturar a más profundidad la tierra política. Las que se dieron con posterioridad a 1800 podían lograr cambios que no habían sido posibles con anterioridad, cosa sobradamente visible en las formas nuevas, más perdurables, de vida política que emergieron. En Estados Unidos se afianzaron los partidos y tanto Saint-Domingue como la Europa occidental obtuvieron sus primeros regímenes políticos estables desde 1789. En Hispanoamérica, donde la revolución se había visto frustrada con anterioridad, brotaron tras 1808 nuevas unidades políticas a una velocidad sin precedentes. Estos regímenes inéditos lograron introducir reformas políticas de gran alcance, incluidas algunas que habían fracasado antes, como la ampliación del sufragio, mejoras en la Administración y el derecho y la abolición o limitación de la esclavitud. La poderosa movilización política que se produjo tras 1800 tomó rumbos diversos. Es lo que da a entender Alexis de Tocqueville, el gran observador y teórico político francés decimonónico, en cierto pasaje de De la democracia en América en el que presenta dos maneras en que podía reflejarse en política la «igualdad»: «deben concederse los derechos a todos los ciudadanos o no concedérselos a ninguno». Las gentes «deben elegir […] entre la soberanía del pueblo y el poder absoluto de un rey». Tocqueville simplificaba en exceso la situación al hablar solo de dos opciones, pues, en la práctica, no hubo Estado revolucionario que no optara por otorgar derechos a algunos y no a otros. Con todo, su intuición de que la política de masas construida sobre ideas igualitarias podía tomar diversas direcciones da en el clavo. La movilización de multitudes podía desembocar en una disposición democrática en la que todo el mundo estuviera dotado de un trocito de la soberanía… o servir de sostén a la tiranía y la autocracia. Durante el primer cuarto de siglo del siglo XIX, muchos de los movimientos revolucionarios del mundo atlántico tomaron derroteros antiliberales. En la región se desarrollaron monarquías e imperios nuevos, primero en Francia, con Napoleón, y luego en el resto de Europa. Tales monarquías, aunque conservadoras en la forma, poseían sus propios proyectos revolucionarios. La neerlandesa, por ejemplo, creada entre 1814 y 1815, modernizó el sistema político y el económico de su territorio. En Saint-Domingue, Estados Unidos e Hispanoamérica, los movimientos políticos impulsaron la igualdad para la mayoría a expensas de las minorías. Las gentes esclavizadas, las personas de color libres y los pueblos nativos se vieron expulsados del círculo venturoso del Estado para que en su interior pudiese reinar la igualdad. Los avances que se habían alcanzado en lo relativo a los derechos de la mujer dieron marcha atrás en una serie de territorios, lo que en algunos de ellos supuso la pérdida de la facultad de votar y de divorciarse que se había adquirido. Los movimientos multitudinarios emprendidos tras 1800, en resumidas cuentas, hicieron realidad algunos de los sueños más grandiosos del primer período revolucionario, pero solo mediante el sacrificio de otros, que se vieron abandonados o traicionados. * El autor, siguiendo la tendencia actual que propugna el uso de una denominación que subraye la condición impuesta y no natural de la esclavitud, emplea enslaved people («esclavizados» o «gentes esclavizadas») con preferencia a slaves («esclavos»). (N. del t.). Discusión del Código Civil en el Consejo de Estado (1800-1804), bajo la presidencia del primer cónsul, Napoleón Bonaparte tiene a su izquierda a Jean Jacques Regis de Cambaceres. Grabado del siglo XIX de autor desconocido. (meisterdrucke.es, Imagen de ID: 1456498) Conclusión En 1826, el año que siguió al de la independencia de Perú, estaban desapareciendo los últimos componentes de la primera generación revolucionaria, la mayoría de los cuales hacía mucho que se había apartado del compromiso político activo. Jacques-Louis David, el prodigio de la pintura que en 1793 y 1794 había formado parte con entusiasmo del Gobierno jacobino de la república, dejó este mundo los últimos días de diciembre de 1825. La muerte lo encontró en Bruselas, donde se había exiliado tras la restauración de la monarquía francesa. En Estados Unidos, por una extraordinaria coincidencia, John Adams y Thomas Jefferson murieron el 4 de julio de 1826, cuando se celebraba el cincuentenario de la independencia de su nación. Juan Bautista Túpac Amaru, hermano de Túpac Amaru que tanto tiempo llevaba expatriado, regresó al fin a Sudamérica en 1822. Murió en Buenos Aires en 1827, sin haber llegado siquiera a ver de nuevo los Andes. La oleada de revoluciones que habían conocido Adams, David y Túpac Amaru en las seis décadas anteriores había convertido el mundo atlántico en algo que a ellos mismos les habría costado reconocer de jóvenes. Aquel fue un universo de repúblicas emergentes, crecientes culturas de masa y emancipación, pero también de dictaduras represivas, exacerbación del racismo y exclusión. La doble cara de la transformación revolucionaria se hizo visible en todas las regiones a las que había llegado la rebelión. Hace más de sesenta años, tanto R. R. Palmer como Eric Hobsbawm ofrecieron sendas explicaciones a la transformación política bifronte de la era revolucionaria. Palmer —para quien las revoluciones surgieron de un enfrentamiento a tres bandos entre los monarcas, los «órganos constituidos» y los «demócratas»— interpretó los resultados antiliberales de dicha época como prueba de la resiliencia de los «conservadores» y los «intereses creados» frente al empuje de los demócratas que buscaban la «igualdad». Dado que entendía el anhelo de esta última como la esencia de la política revolucionaria, Palmer consideraba que las formas de desigualdad que seguían dándose eran elementos externos a la «revolución» propiamente dicha, producto de los fracasos del movimiento revolucionario o de las concesiones que debía hacer al conservadurismo. La explicación de Hobsbawm era casi la inversa: el continuismo de la era revolucionaria era parte integrante de la ideología de la propia Revolución francesa. Esta, en cuanto «revolución burguesa », se había emprendido, argumentaba, «contra la sociedad jerárquica de privilegios para los nobles, pero no en favor de una sociedad democrática o igualitaria». Los revolucionarios franceses habían pretendido, en todo momento, crear un Gobierno «de contribuyentes y propietarios». El antiigualitarismo y la falta de liberalismo eran, a su entender, elementos fundamentales de las ideologías revolucionarias del período. El argumento que he sostenido en este libro es el de que la falta de liberalismo de la era revolucionaria no era ni intrínseco a la ideología de sus protagonistas ni externa a su movimiento, sino que, en gran medida, surgió de la dinámica de la organización política revolucionaria. Los movimientos políticos duraderos emprendidos a gran escala eran un fenómeno inédito a finales del siglo XVIII. Los revolucionarios necesitaron una larga etapa de formación para aprender a crearlos y sostenerlos. Cuando se embarcaron en aquella pugna prolongada por ejercitarse en la creación de movimientos de masas, tuvieron que lidiar no solo con las estructuras jerárquicas de sus sociedades, ya de por sí imponentes, sino también con sus propias presunciones arraigadas acerca de la naturaleza del orden social y el lugar que ocupaban en él. Tableaux mémorables qui ont donné lieu à la Révolution, reproducción de un grabado de Letourmy alusivo a las conquistas de la revolución entre 1789 y 1791 (Museo Carnavalet, parís) La espada de doble filo de los resultados de la era revolucionaria se forjó en las distintas dificultades que tuvieron que arrostrar las dos generaciones revolucionarias a la hora de organizar movimientos políticos de masas. Para la primera generación, que dominó las revoluciones habidas desde la década de 1760 hasta mediados de la de 1790, el reto principal consistió en superar los reflejos jerárquicos condicionados por el antiguo régimen atlántico de mediados del siglo xviii en el que se habían criado. Estos hábitos bien arraigados, aunque se hallaban conectados de manera inextricable a la posición social que ocupaban los protagonistas en el antiguo régimen, no equivalían a la pertenencia a clases sociales diferentes ni bien definidas. La sociedad que los vio crecer era jerárquica, pero no se había organizado, aún, en torno a clases sociales de forma consciente. En aquellos años, los revolucionarios de la elite trataron repetidamente de dirigir el cambio político por decreto desde arriba, en tanto que los del pueblo llano se afanaron en adaptar sus tácticas, conformadas por las experiencias adquiridas en el antiguo régimen, a un movimiento político más transformador. En consecuencia, muchas de las primeras coaliciones revolucionarias fracasaron enseguida. Las instituciones relevantes y perdurables que surgieron de este período, de las cuales constituye un ejemplo destacado la Constitución estadounidense de 1787, poseían un claro sesgo elitista. Este enfoque de la primera oleada de revoluciones tiene algo en común con una antigua interpretación «social» de la historia revolucionaria. Los académicos que han tomado esta vía, y que dominaron la historiografía de las revoluciones francesa y estadounidense durante la primera mitad del siglo xx, concebían las luchas entre grupos y clases sociales como el motor de la política revolucionaria. Esta perspectiva quedó eclipsada a finales de siglo, cuando los historiadores culturales e intelectuales pusieron de manifiesto que los estudiosos precedentes habían reducido con demasiada frecuencia todos los aspectos de la ideología política a cuestiones de clase, y complejas reacciones políticas a simples oposiciones binarias. Con todo, pese a sus defectos, la interpretación «social» acertó en un aspecto clave que a menudo han pasado por alto los estudios posteriores: todos los movimientos revolucionarios eran coaliciones entre integrantes de lo más granado de la sociedad y grupos de gentes corrientes. Para entender cómo se unieron los movimientos y qué los llevó a triunfar o fracasar, debemos observar muy de cerca su composición social y cómo se hicieron y deshicieron sus coaliciones. A medida que se extendían tras 1800, la cultura de masas y la organización política a gran escala hicieron más profundos algunos de los cambios revolucionarios que se hallaban ya en proceso, al mismo tiempo que creaban nuevas divisiones entre ricos y pobres. La organización política multitudinaria consolidó la gobernabilidad republicana en Norteamérica y la abolición de la esclavitud en Haití, y permitió a Napoleón ampliar muchas de las transformaciones legales que habían comenzado en Francia durante la década republicana; pero el comienzo triunfal de la política de masas tuvo también un lado oscuro, pues no tardó en convertirse en la base sobre la que se sustentarían las formas modernas de autocracia. También se trocó en instrumento de exclusión: en todo el mundo revolucionario, la capacidad para crear movimientos a gran escala fue de la mano del destierro de las minorías raciales y de la mujer al extrarradio de la esfera política. Hasta en Hispanoamérica, donde los varones no blancos gozaban de una mayor inclusión en política que en cualquiera de las naciones del Atlántico norte, el trato ambiguo que recibió la emancipación de los esclavos constituyó una solución intermedia entre la necesidad de organizarse a gran escala y la búsqueda de la mayor expansión posible de las libertades personales y políticas. Por desalentador que pueda resultar enfrentarse de este modo al ubicuo antiliberalismo de la era revolucionaria, se trata de una labor tanto necesaria como útil, pues, entre otras cosas, podría marcar el camino de salida de los encendidos debates actuales sobre la intolerancia de la Revolución estadounidense. Los académicos y personajes públicos llevan varios años discutiendo con vehemencia acerca de si la exclusión de los pueblos nativos y los estadounidenses negros y la violencia ejercida contra ellos fueron aspectos fundamentales de dicha revolución y de la constitución de Estados Unidos en nación. La historia generacional de la era revolucionaria hace pensar que esta disputa se ha estado manteniendo en un terreno demasiado angosto. La experiencia revolucionaria estadounidense distaba mucho de ser única en este sentido. En lugar de analizar la experiencia norteamericana por las virtudes o defectos únicos que la hicieron antiliberal, deberíamos trazar los contornos de la variación que se dio en ella de un tema más amplio: el de la lucha de los revolucionarios del siglo XVIII y finales del XIX por poner en funcionamiento ideas radicales mediante prácticas del antiguo régimen. Entender por qué las dos generaciones de revolucionarios estadounidenses introdujeron jerarquías raciales y de clase en la política de la nación requiere mirar más allá de Estados Unidos. George Washington supervisa el trabajo de las más de 300 personas esclavizadas que trabajaban en su plantación de Mount Vernon en el momento de su muerte (pintura de Junius Brutus Stearns)(UNIVERSAL HISTORY ARCHIVE/UIG VIA GETTY IMAGES) Índice de la obraIntroducción Primera parte. El peso del antiguo régimen (1760-1783) Un mundo jerárquicoLa primera crisis imperialLa Revolución estadounidenseLas revoluciones andinas Segunda parte. Revoluciones restringidas (1778-1798) Noticias de la guerraRevoluciones de arriba abajoLa revolución comienza en ParísPolítica de masas y sociedadesAtaque a la esclavitud Tercera parte. Movimientos y culturas de masas (1795-1815) Ruina y reconstrucciónLos límites del republicanismoEmerge un nuevo orden socialEl Estado haitianoTransformación cultural Cuarta parte. Revolución triunfal y fracasada (1805-1825) Los mundos que creó NapoleónLos viajes de Louis-Augustin BoscCortapisa a las revolucionesConstituciones promulgadasLa nación en armas Conclusión Fuente: páginas 13-24 y 523-527 del libro de Nathan Perl-Rosethal La era de las revoluciones. Historia de dos generaciones, Barcelona, Pasado & Presente, 2024 Portada: «Plantación de un árbol de la Libertad», Gouache sobre cartón de Jean-Baptiste Lesueur, 1790-1791, Paris, musée Carnavalet (Wikimedia Commons) Fuente → conversacionsobrehistoria.info La Voz de la República - Todas las Noticias RSS El Primer DNI Republicano
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