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Dublín entonces, ¿qué Dublín? Pues cualquiera de los que describe John Banville en "La alquimia del tiempo". Ese Dublín de las calles melancólicas, de St. Stephen’s Green; de los puentes con las puertas de hierro forjado; de legendarios pubs, el McDaids y el Horseshoe Bar del Shelbourne Hotel; de casas georgianas y canales de color negro y plata, de algunas buenas librerías. Ese Dublín plomizo de los años cincuenta y sesenta de las novelas del doctor Quirke y el inspector Hacket, que no era precisamente un parque de atracciones y del que Joseph O’Connor recordaba un aburrimiento sin paliativos: la capital del tedio. "Allí sencillamente no había nada que hacer, y ningún sitio al que ir, salvo que se diera la casualidad de que uno fuera una monja". El Dublín al que llegó Banville con 18 años desde Wexroth, la pequeña ciudad de provincias, "aislada en su propio pasado", donde había nacido. Tal es así que las ganas por perderla de vista habían hecho de la capital gris y sin gracia un lugar mágico de promisión para el alma joven del escritor, lo mismo que Moscú lo era para Irina en "Las tres hermanas", de Chéjov. El propio Banville escribe: "No hay nada más novelesco que un niño pequeño, como Robert Louis Stevenson sabía mejor que nadie".
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