Antonio Cazorla, historiador: "La derecha española nunca ha sido antifascista" / Marta Borraz El historiador de la Universidad de Trent (Canadá)...
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En la Baviera de finales del siglo XVIII, Adam Weishaupt formó una orden iniciática con tintes esotéricos para crear una humanidad ‘mejor’. Pese a los magros resultados, construyó la piedra de toque del 'lore' conspiranoico moderno, una visión que ha tenido a la ultraderecha cazando gamusinos durante más de dos siglos. ¿Por qué sigue vivo el mito?De qué hablamos cuando hablamos de conspiración: el estilo paranoide en la política americana En Baviera, a finales del siglo XVIII, no había mucho que hacer. Una, esperar sentado la descomposición del Sacro Imperio Romano; otra, contribuir a su debacle. A eso decidió dedicar su vida el joven filósofo Adam Weishaupt (1748-1830). En 1774 consiguió convertirse en profesor de Derecho de la Universidad de Gotinga; pero sabía que la endogamia universitaria y el rechazo de la institución a abrirse a nuevas ideas serían un obstáculo a su carrera. Así, el profesor se cansó de ser cola de león y se propuso convertirse en cabeza de ratón: el 1 de mayo de 1776 nacía la Orden de los Perfectibilistas más conocidos como los Iluminados de Baviera. Weishaupt tenía mucho de iluminado —incluso de flipado—, también un ego superlativo, pero nadie niega que compartiera sinceramente las ideas de la Ilustración. Eso sí, se reservó la cúspide de su organización, de estructura piramidal, para que nadie desafiara su autoridad. Por encima de él, que se hacía llamar Espartaco, pululaban unos misteriosos seres dotados de una sabiduría sin igual (que solo existían en su imaginación), y de cuyas ideas se alimentaba la orden. Una idea que Weishaupt robó de los Rosacruces para dárselas de original y no reconocer que sus doctrinas, como entonces los niños, venían de París. Más de pensamiento que de acción, la orden iba camino de desaparecer de no haberse cruzado en su camino el aristócrata Adolph von Kingge, gran conocedor del mundo masónico, que supondría el verdadero despegue de la institución. Von Knigge marca el principio y el fin de los Illuminati. Por un lado, consiguió extender su influencia más allá de Baviera y sumar a la causa a profesores, funcionarios, escritores, abogados, médicos… incluso religiosos; por otro, no parece que tuviera más motivación que el dinero. Incluso fue acusado de vender los distintos grados al mejor postor. El malestar produjo una pequeña revolución interna, pues algunos miembros se sintieron engañados e hicieron públicos los textos internos de la organización. Se mascaba el fin. Detalle de un retrato de Adam Weishaupt (1748-1830), por Friedrich Roßmäßler Para la Baviera de la época, aquellos documentos convirtieron a los Illuminati en una especie de Al Qaeda, pero en afrancesados. En realidad, no eran más que unos conspiradores de salón. Cierto que abogaban por el fin de las religiones o las monarquías, pero sin violencia, a través de un proceso de formación que debía llegar a las masas y hacer que el sistema cayera por sí mismo. Tan peligrosos eran que, cuando la orden fue prohibida, apenas contaba con unos dos mil miembros (otros rebajan la cifra hasta poco más de 500). Entre mediados de 1784 y principios de 1795, el príncipe elector de Baviera, Karl Theodor, se encargó de acabar con la orden por su carácter secreto; pero, como el peligro real que representaban era cercano a cero, nadie fue a la cárcel. De hecho, Weishaupt se trasladó a la vecina Gotha donde sobrevivió tranquilamente escribiendo libros en defensa de los Illuminati y como profesor (bien pagado) para hijos de la nobleza local. El ojo que todo lo ve, símbolo de los Illuminati, en un billete de un dólar El mito La historia de los Illuminati sería hoy una simple nota a pie de página de no ser por la Revolución Francesa. La idea era buena, aunque el resultado —sobre todo el Terror— dejó algo que desear. El desmoronamiento del Antiguo Régimen no podía atribuirse a una única causa. Fue el resultado de una crisis económica e institucional; de un sistema que se agota mientras otro pide paso; de decisiones individuales, de las ideas de la Ilustración… pero algunos no estaban para matices. En 1797, cuando la I República francesa daba sus últimos coletazos, el exjesuita francés Agustín Barruel y el filósofo y masón escocés John Robison publicaron, de manera independiente, dos obras que les inmortalizaron: Memoria para servir a la historia del Jacobinismo, el primero, y Pruebas de una conspiración, el segundo. Utilizando como fuente las exageraciones que se habían impreso en Baviera sobre los Illuminati, los convirtieron en los verdaderos artífices de la Revolución Francesa. La visión policiaca de la historia (Karl Popper dixit) o la causalidad diabólica (expresión de León Poliakov) habían llegado para quedarse. Illuminati de extremo centro Las homilías de Robison y Burke dejaron una semilla ideológica que caló en el ala más a la derecha del ultracentro del siglo XIX y XX. Ellos abonaron el terreno en el que florecieron Los protocolos de los sabios de Sión. El mensaje de fondo era que solo la intervención de un grupo de malhechores, escondidos tras las bambalinas para engañar a todo el mundo, podía explicar algún intento de socavar el orden natural de las cosas establecido por Dios, en el que había que aceptar con humildad el destino que él hubiera decidido para cada uno. Después de todo, siervo o señor, todos estaban en el mismo barco. Si los ricos y los poderosos aceptaban llevar con resignación su cruz, ¿no deberían hacer lo mismo los pobres? Aunque las ideas de Robison y Barruel sobre los excesos de la Revolución, lograron cierto predicamento y se extendieron por toda Europa, otros autores —como el moderado Edmund Burke o el talibán católico Joseph de Maistre— tuvieron más éxito diciendo lo mismo, pero sin necesidad de recurrir a los Illuminati. Sin embargo, cuando los de Weishaupt estaban a punto de caer en el pozo del olvido, llegó al rescate la filonazi inglesa Nesta Webster (1879-1960). Pionera injustamente olvidada de la conspiranoia moderna, aseguraba ser la reencarnación de una condesa que perdió la cabeza en la Plaza de la Concordia durante el Terror y que se la tuvo que llevar a casa en una cesta. Beyoncé haciendo un triángulo con los dedos durante la Superbowl de 2013, lo que para los conspiranoicos delata su pertenencia a los Illuminatis Webster fue enormemente popular (y polémica) en su día, y contó entre sus devotos al orondo Winston Churchill. En obras como The French Revolution: A study in democracy (1919) o World Revolution: the Plot Against Civilization (1921) exprimió las teorías de Robison y Barruel hasta el infinito: todos los grandes acontecimientos de la historia habían sido objeto de un complot de alguna oscura organización, cuya última encarnación (tras los templarios, los rosacruces…) eran los Illuminati. Hasta el inicio de la II Guerra Mundial —esa época en la que ser nazi estaba mal visto— sus ideas eran compartidas por cientos de miles de lectores; luego, tras la caída el III Reich, parecían condenadas a su hábitat natural, el basurero de la historia, pero… De manera inesperada, los disparates de Webster resucitaron durante la Guerra Fría en Estados Unidos. Sus escritos se convirtieron en la referencia intelectual de la ultraderechista Sociedad John Birch, uno de los blancos del ensayo El estilo paranoide en la política americana, del historiador Richard Hofstadter. La entidad, fundada en 1958 por Robert W. Welch Jr. (1899-1985), llegó a tener millones de seguidores y defendía a pies juntillas que los Illuminati eran la mayor amenaza de la Guerra Fría. Pero no porque fueran peores que los comunistas sino porque ¡eran los que controlaban a los comunistas! Y, de paso, a la ONU, la Casa Blanca, la Reserva Federal, el Banco Mundial, Hollywood, la industria musical… Los Illuminati se convirtieron así en el coco de la ultraderecha, aunque fuera de estos círculos no eran más que un lejano rumor. Entonces llegó un libro lo cambió todo. 'The Illuminatus' En los años 70, los Illuminati estaban prácticamente amortizados, alpiste pseudointelectual para salpimentar teorías ultras y poco más. Entonces, dos escritores seguidores del movimiento Discordiano, Robert Anton Wilson y Robert Shea, publicaron The Illuminatus (1975). Esta trilogía es un desvarío conspiranoico, tan adictivo como difícil de seguir, en el que dos policías investigan a una antigua sociedad secreta que quiere dominar el mundo. Illuminatus es, sin duda, una de las referencias de la literatura underground americana —anticipó El péndulo de Foucault (Umberto Eco, 1988) o La broma infinita (David Foster Wallace, 1966)—, pero su mayor contribución fue convertir en iconos pop a los herederos de Weishaupt. Los discordianos eran grandes aficionados a sembrar el caos —de hecho, es el principio básico de su religión— y eran buenos en lo suyo. Es imposible saber cuántos de los mitos modernos, que la parroquia conspiranoica asume como verdades eternas, no nacieron en acciones de guerrilla ontológica. Y su legado sigue vivo: qué parte de QAnon eran frikis con ganas de diversión y qué parte eran adictos a los doritos con más tiempo libre que neuronas es una pregunta que sigue pidiendo respuesta. Portada de los libros de la trilogía The Illuminatus!, de Robert Anton Wilson y Robert Shea, en la edición de Dell Science Fiction El universo conspiranoico de la ultraderecha y el discordianismo habían nacido para encontrarse. ¿Acaso rendirse a Eris, la diosa grecorromana de la discordia, es distinto de tomar la pastilla roja que abre la puerta a la conciencia? En ambos casos, es el inicio de un trayecto por la madriguera del conejo. Ovnis, viajes en el tiempo, satanistas, el asesinato de Kennedy, la fluoración del agua, el control mental de la CIA, el Nuevo Orden Mundial, los reptilianos…: todo está conectado para el que sabe unir los puntos. En ambos casos existe un universo regido por el caos y un deus ex machina que explica el mundo desde una visión religiosa a partir del eterno relato del bien contra el mal. Y toda visión religiosa, no se olvide, es esencialmente autoparódica, lo que explica lo fácil que les resultó a ambas formas de pensar establecer una relación simbiótica. El discordianismo es la gramática de la conspiración, ya que ambas viven de una pretendida coherencia interna cuya única premisa es confirmar una idea previa y, de paso, añadir más caos al mundo a mayor gloria de la diosa Eris, o autoconvencerse de que se está desempeñado un importante papel al enfrentarse al Nuevo Orden Mundial. Unos se mueven por diversión; otros, por algo que no es más que un miedo irracional con otro nombre. Los paralelismos entre el pensamiento conspiranoico y el culto al caos del discordianismo no son casualidad, con la única diferencia de que los segundos son conscientes de lo que hacen. Esa identidad compartida nace del hecho de que ambos mundos están regidos por el desorden, y que se escriben en negativo: no construyen, sino que destruyen con la intención de forzar algún tipo de renacimiento. No falta el deus ex machina que explica el mundo como el eterno enfrentamiento entre el bien y el mal. Al final, hay un ellos y un nosotros. De eso, en el fondo, es de lo que va la conspiración en el discurso político, de señalar al adversario para convertirlo en el enemigo, mientras el que señala se siente legitimado en su obsesión. Y qué mejor enemigo que los Illuminati, esos amos del mundo que nadie ve, pero todos saben que están ahí y se les puede poner la cara que uno quiera.
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