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Las fosas comunes del valle de la rebeldía

Las fosas comunes del valle de la rebeldía Helios F. Garcés La memoria antifascista de La Sauceda y el Marrufo sigue latiendo No puedo ni tan siquiera comenzar a imaginar qué fue lo que pasó por la cabeza y, sobre todo, por el corazón y el cuerpo de Jacinto, cartero de La Sauceda, cuando la aviación franquista comenzó a bombardear su aldea, el 31 de octubre del año 1936. Probablemente miedo. No sólo por él, sino por el destino de su compañera, de sus hijos pequeños, de sus vecinas y de los más de 2.000 habitantes y refugiados que durante aquellos meses compartieron vida e ilusiones en el lugar. Rabia, seguro. Por lo que suponía la inminente destrucción del reducto más importante de la resistencia antifascista de la provincia de Cádiz ante la sublevación militar golpista contra el gobierno de la República. No obstante, ya antes de aquellos años de represión, masacres y ensañamiento, en los que se sentaron las bases de lo que sería la dictadura criminal de Franco, La Sauceda, un área rural de doce núcleos poblacionales diseminados en el Parque Natural de los Alcornocales, era un lugar especial. Cervantes lo menciona en El coloquio de los perros (1613) como “la flor de los bravos de Andalucía”, donde atribuye a Juan Valladares Sarmiento, consejero real de Felipe II, la destrucción de La Sauceda en el siglo XVII. A tenor de las referencias bibliográficas, todo apunta a que la zona se convirtió en un lugar de resistencia para los moriscos perseguidos. De la misma manera, en La vida del escudero Marcos de Obregón (1618), Vicente Espinel volvía a referirse al lugar como un símbolo de rebeldía, refugio de moriscos, gitanos y bandoleros que no quisieron someterse al monarca. El imaginario cultural del momento sobre La Sauceda quedó fijado por medio de estos artefactos literarios en un atmósfera que, apuntando a una realidad histórica notable, cristalizó de forma estereotipada. Espinel atribuía a la gente de la zona una caricaturizada tendencia a los peores delitos y transgresiones, al mismo tiempo que insinuaba la razón por la cual siempre fue un territorio “repleto de ansias de liberación”, como escribe Juan Pino en su libro Nubes en el corazón. Un viaje a través del paisaje y la memoria del Parque Natural de los Alcornocales (2004). “Fuime a la Sauceda de Ronda, donde hay lugares y soledades tan remotas, que puede un hombre vivir muchos años sin ser visto ni encontrado si él no quiere”, escribiría Espinel. El enclave, actualmente dedicado al turismo rural, pertenece a Cortes de la Frontera, provincia de Málaga, pero geográficamente colinda con los municipios gaditanos de Jimena, Ubrique, Alcalá de los Gazules y Jerez. Hoy, su área recreativa consta de 25 o 30 refugios rurales de piedra, construidos sobre las ruinas en las que, antes de noviembre del 36, se encontraban las chozas de sus vecinos y vecinas. Un pozo, unas barbacoas y los restos de la ermita semidestruida en los bombardeos, que comenzó a ser rehabilitada en 2022, coronan el espacio, en el que no existe ninguna mención a lo que allí sucedió, más allá de un cartel de la Junta de Andalucía que, fijado en la entrada del lugar desde la carretera, inauguró el digno movimiento memorialista de la comarca en 2012. El último censo disponible elaborado antes de la sublevación fascista contabilizaba en la zona a 1.395 personas. Pero su población aumentó exponencialmente desde julio del año 36 con más de 2.000. Por su localización estratégica y conocida lealtad al proyecto de la Unidad Popular, se convirtió en un refugio para cientos de civiles. Lo sabemos gracias al incansable trabajo del Foro por la Memoria del Campo de Gibraltar, cuyo presidente hasta 2022, Andrés Rebolledo Barreno, es también descendiente de represaliados del valle. El historiador Fernando Sígler Silvera escribió, junto a Jesús Román, arqueólogo que lideró las exhumaciones realizadas en el cortijo del Marrufo en 2012, a Juan Manuel Guijo y a Juan Carlos Pecero el libro Las fosas comunes del Marrufo. Vida republicana y represión franquista en el valle de La Sauceda (2021). Gracias al enorme esfuerzo colectivo del cual forma parte este libro, la ausencia de voluntad política de los respectivos gobiernos desde la muerte de Franco ha sido parcialmente paliada en lo que respecta al rescate de la memoria sobre lo acontecido en La Sauceda y el Marrufo. Tal y como señalábamos, desde julio de 1936, la aldea recibió a numerosas familias de toda la provincia de Cádiz que en su huida se dirigían hacia Málaga, todavía bajo control republicano. Casi cinco meses después, el sueño colectivo de aquellos cientos de personas de diferentes sensibilidades e idearios –republicanas, socialistas, anarquistas, comunistas– que soñaron y practicaron otro mundo y de las cuales muchas decidieron plantar cara a los sediciosos desde la sierra fue truncado. Después del segundo bombardeo lanzado contra la población civil de La Sauceda por las avionetas Breguet 19 –modelo utilizado por el ejército español para bombardear a la población civil rifeña durante el ‘desembarco de Alhucemas’– las cuatro columnas sublevadas invadieron el poblado. Tras vencer a los valientes milicianos, armados con antiguos fusiles y escopetas de caza, se desató el horror. De la utopía al terror Los militares, procedentes de Jerez, Jimena, Alcalá de los Gazules y Ubrique, asesinaron a decenas de personas desarmadas, quemaron sus casas y robaron sus pertenencias; también las de Jacinto, cuya esposa y pequeños sobrevivirían para contarlo. Una vez tomada la zona y derrotado su Comité de Defensa, los fascistas se acuartelaron en el cortijo del Marrufo, a 9 kilómetros de La Sauceda. El Marrufo, propiedad de una familia de poderosos terratenientes jerezanos, había sido colectivizado por los y las trabajadoras cuando estalló la sublevación impidiendo que se llevara a cabo la Reforma Agraria. Como demuestran los relatos orales sobre la propia Sauceda, la población trabajadora del Marrufo vivía y se organizaba de forma comunal. El carbón, el corcho y la ganadería eran, junto al contrabando gibraltareño, las formas mayoritarias de vida. Durante casi cinco meses, fue aquella infraestructura colectiva autogestionada la que permitió atender y alimentar a sus habitantes y a las familias de refugiados que llegaron al valle. Pero La Sauceda fue destruida, y el cortijo del Marrufo fue convertido en algo muy diferente de lo que hicieran de él los jornaleros. El documental La Sauceda, de la utopía al terror (2015), dirigido por Juan Miguel León Moriche y producido por el Foro por la Memoria del Campo de Gibraltar, y la Asociación de Familiares de Represaliados por el Franquismo en La Sauceda y el Marrufo, recogería los sucesos. Las últimas personas supervivientes, infantes cuando sucedió la masacre, y algunos de sus descendientes, rememoran en la película como procedieron los golpistas. El cortijo del Marrufo fue transformado en campo de concentración y en centro de detenciones, torturas y fusilamientos. Desde allí, entre noviembre del 36 y marzo del 37, se sembró el horror en todo el valle. Fueron los meses del denominado ‘terror caliente’. Los habitantes y refugiados supervivientes de los bombardeos de la Sauceda fueron recluidos en sus instalaciones. Los vecinos de toda la comarca fueron obligados a presentarse en el cortijo. Un número indeterminado de personas fueron detenidas, torturadas y asesinadas sin juicio durante todo el año. Muchas mujeres retenidas en el campo de concentración fueron torturadas y violadas antes de ser fusiladas. Los relatos dan cuenta de que muchos de los vecinos masacrados fueron obligados a cavar las fosas en las que serían arrojados, así como a cubrir con tierra a los anteriores fusilados. El desprecio por la dignidad y humanidad de aquellos seres humanos se muestra en la forma en la que se llevaron a cabo las sucesivas masacres. Sin embargo, y a pesar de las terroríficas evidencias, una vez borrada del mapa La Sauceda, los susurros y el miedo se impusieron sobre la memoria de las generaciones venideras. Cuarenta años de terrorismo de Estado contra cualquier disidencia política tendrían como modelo moral, militar e institucional lo que durante aquel año los sublevados hicieron en todo el territorio del Estado español. Crímenes de lesa humanidad que, según la Ley de Memoria Histórica –Ley de Memoria Democrática desde 2022–, todavía pueden ser perseguidos. Miles de cunetas aún repletas de cadáveres que no han sido exhumados y dignificados lo atestiguan. Donde talaron vidas, sueños e ilusiones retoñan la memoria y la justicia[1] Sin embargo, la memoria se abre paso a través de los recovecos más inesperados. Durante décadas, aquellos dolorosos relatos familiares sobre lo ocurrido siguieron transmitiéndose. De hecho, fueron estos gestos, que pudieran parecer insignificantes, los que sostuvieron el frágil pero persistente hilo del recuerdo y abrieron paso a lo que, a partir de 2009, ocurrió. Una cruz de hierro, clavada en una pequeña pendiente junto a la capilla del cortijo del Marrufo resistía al paso de los años. Cada vez que la lluvia o los animales la tumbaban, alguien que conocía la historia del lugar volvía a hincarla en la tierra. Precisamente bajo esa cruz se encontraban algunas de las fosas comunes que, gracias a los testimonios orales y a las evidencias balísticas, pudieron descubrirse. Los expertos llegaron a afirmar que en el Marrufo podía encontrarse una de las mayores fosas comunes clandestinas, fuera de un cementerio, del Estado español. Una vez inaugurada la ruta de trabajo, arqueólogos, historiadoras, estudiantes, voluntarias y descendientes de desaparecidos se pusieron en marcha. Como resultado de las actividades colectivas desarrolladas de 2009 a 2012, siete fosas comunes con los restos de 28 cuerpos fueron recuperados del cortijo del Marrufo. La campaña más importante fue financiada por un particular, nieto y bisnieto de fusilados en el valle, y propietario de una de las marcas de relojes más importantes del mundo. Fue con su apoyo financiero, no con el del Estado, como se llevaron a cabo las exhumaciones de 2012, se creó la Casa de la Memoria de la Sauceda y se rehabilitó el Cementerio de La Sauceda con su Panteón de la Dignidad, en el que descansan los restos de esos 28 asesinados ya dignificados, uno de ellos Jacinto. Por todo ello, antes de acabar, me veo obligado a desdecirme de parte de dos apuntes realizados. El primero de ellos es que no podía ni imaginar qué sintió Jacinto cuando comenzó el bombardeo de su aldea. Desgraciadamente, en momentos en los que contemplamos en directo cómo cientos de miles de personas son bombardeadas impunemente en Gaza, y en Líbano, afirmar algo así es en gran parte falso. El segundo es el siguiente. Escribí que La Sauceda y el Marrufo fueron destruidos, pero no es totalmente cierto. Las hijas, nietos, bisnietas de quienes resistieron en el 36 llevamos estos lugares y su herencia dentro de nuestras memorias. El recuerdo pervive y, aunque resulte paradójico, también es transmitido a través de los dolorosos silencios, de generación a generación. “Serás el antepasado de alguien, actúa en consecuencia”, dejó dicho el gran poeta Amir Sulaiman. Desde esa conciencia abrazo, con ternura revolucionaria, a mi bisabuelo, Jacinto Garcés Lozano, que actuó con enorme valentía, a los descendientes de represaliados y desaparecidos en todo el Estado español y hago mía la memoria de todas esos antepasados que dejaron el aroma de su extraordinaria dignidad en los helechos, musgos, quejigos y ojaranzos del valle de La Sauceda. Verdad, Justicia y Reparación. 1. Lema monumental presente en el actual cementerio de La Sauceda rehabilitado por el movimiento memorialista de la comarca. Fuente → ctxt.es La Voz de la República - Todas las Noticias RSS El Primer DNI Republicano

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