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Por Pablo Mendelevich¿Es Milei acaso el inventor del planteo maniqueísta? Buena parte de la historia argentina puede ser entendida como una sucesión alternada de exclusiones. Un péndulo inagotable que renovó su justificación en nombre de la democracia imperfecta. Los conservadores excluyeron a los radicales. Luego los radicales se arrogaron ser el todo (“mi programa es la Constitución”, decía Yrigoyen), hasta que volvieron los conservadores e industrializaron el fraude, que antes había sido casi artesanal, y de ese modo barrieron a los radicales. Como reacción a las marginaciones surgió el peronismo. Que excluyó a todos los demás (“los contreras”, decía Evita). Y a continuación vinieron todos los demás y excluyeron al peronismo. Tras la larga década de gobiernos constitucionales con medio país proscripto, el peronismo retornó tuneado con un ala revolucionaria e hizo un estropicio sangriento. Instauró como principal regla de juego la eliminación física del otro. Lo que siguió a esta etapa dramática fue otra muchísimo peor. La dictadura más feroz -y más fallida- de la historia. El revisionismo kirchnerista, apenas iniciado este siglo, optó por rebanarle las complejidades al pasado con el fin de apropiarse de una epopeya falsificada que disimulara su propia ausencia de identidad. Grotesco, buscó inculcarles a las nuevas generaciones la idea de que Mariano Moreno fue el primer desaparecido. Después todo se redujo a abominables dictaduras que arruinaron en forma intermitente la sacrosanta democracia, pese a los jóvenes idealistas de los setenta que soñaban con un mundo mejor. Un batido de estampas desfiguradas con lavandina. Ese tosco reparto de buenos y malos requirió brocha gorda. De las seis dictaduras, por ejemplo, se suprimió la segunda, la del 43, porque tuvo por figura destacada y materia gris al coronel Perón. Y de los períodos democráticos desapareció mágicamente el gobierno de Isabel Perón y López Rega (si bien hablar de “democracia” con referencia a 1973-76 sería olvidar que en aquella época se la menoscababa: la “democracia burguesa”, se decía). La realidad siempre se resistió a ser lineal. Baste como ejemplo la historia del derecho a huelga. Fue la “Revolución Libertadora” la que derogó en 1955 el decreto-ley 536 de 1945 que consideraba la huelga de servicios públicos un grave delito contra el Estado. Aunque la Constitución de 1949 excluyó el derecho a huelga, éste fue reconocido, por fin, en 1957 (está en el artículo 14 bis, hoy vigente). Es decir, durante la “Revolución Libertadora”. Se trata del mismo gobierno militar que fue responsable, entre otras cosas, de los atroces fusilamientos de José León Suárez y que mantuvo prohibido al peronismo indefinidamente. Lo cual, como se probaría en las urnas, colaboró para que se fecundara con peronismo a una nueva generación. Durante décadas, demasiadas décadas, la vida institucional se rigió por la convalidación compartida, en nombre de la Patria, de la cultura de la exclusión del otro sin importar mucho el método empleado. Se podía usar el arma (restringida) del sufragio, el boicot al sistema electoral (abstención radical de los años treinta), la burla pícara a la proscripción (el voto en blanco de 1957 y el ascenso de Frondizi con los votos peronistas), la victimización exacerbada por las proscripciones efectivas o el sabotaje de la “resistencia” (peronismo 1955-73). Y la violencia, claro, aun en “democracia” (los Montoneros y la lucha armada contra gobiernos del propio signo político). Siempre se puso en discusión la legitimidad del sistema. Los cuestionamientos sólo quedaron arrinconados a partir de 1983, cuando de la mano de Alfonsín la nueva democracia garantizó la tramitación no violenta del conflicto social. Alfonsín refundó el sistema político, ayudó a estandarizar el reconocimiento de la legitimidad del adversario, un asunto clave. Bien o mal, esto duró hasta que los Kirchner hicieron la resiembra de la antinomia amigo-enemigo, plantada en el siglo XIX por Rosas y labrada en la mitad del siglo XX por Perón. Así llegamos a 2023. Impregnados, más allá de algunos interregnos, por la añeja cultura de la exclusión y, de manera simultánea, con un hartazgo colectivo monumental frente al fracaso como país. Es bien sabido: por eso arrasó Milei. Milei planteó las cosas en términos de casta-anticasta, una reformulación de la antipolítica emparentada con las nuevas derechas de otras partes del mundo. Culpó a la política tradicional por el fiasco recurrente de la administración de la cosa pública pero nunca terminó de aclarar cómo pensó en gobernar sin casta (si es que en su ecuación casta significa la mayoría de los políticos). Virtualmente solo, cuando la soledad es una característica de la monarquía, no de la democracia. Todo podría atemperarse en nombre de la devaluación de la palabra, un mal que en tiempos de redes sociales, fake-news, erosión del predicamento de la letra de molde, relaja de manera adicional las pretensiones de la gente respecto de lo que sale de la boca de un político, mucho más si se trata de artillería verbal acuñada bajo los influjos de una campaña. El problema de Milei parece estar más relacionado con la aritmética que con el lenguaje: sus fuerzas parlamentarias son absurdamente magras. Milei no lidia con la casta. Lidia primero con sus carencias. Tal vez conviene repreguntarse por qué tiene esas carencias. ¿Fue culpa suya? Definitivamente no. Él es un fenómeno político raro. Las cosas que hizo para llegar al poder (a los gritos, blandiendo una motosierra, casi sin pasado político, sin partido consolidado, sin equipos, prometiendo un ajuste feroz) fueron raras, en el sentido de alejadas de la costumbre. Pero ninguna se apartó de los reglamentos. Recordemos: el mismo electorado que lo hizo salir segundo en la primera vuelta, cuando también se renovaban parcialmente las cámaras, 29 días después lo llenó de votos (la mayor marca electoral desde 1973). Arrasar para consagrarse presidente y conseguir apenas el diez por ciento de los senadores y el quince por ciento de los diputados es, claro, una incongruencia significativa. ¿Su causa? Una combinación de dos cosas que los diseñadores del sistema jamás esperaron: la condición de un líder nuevo y solitario con la aplicación del balotage. La única vez anterior que hubo doble vuelta, con Macri en 2015, la escisión entre la elección legislativa y la ejecutiva pasó más inadvertida porque el PRO por lo menos era una fuerza parlamentaria regular y consistente. La Libertad Avanza, en cambio, arañaba hasta el 10 de diciembre poco más del uno por ciento de la Cámara de Diputados y no sabía lo que era tener un senador. Por el resultado de la primera vuelta, esas dotaciones crecieron en forma considerable, pero aun así su minusvalía quedó en las antípodas del aluvional respaldo concentrado en la persona del presidente. Lo que sí es responsabilidad de Milei es la reposición de la exclusión en desmedro del sistema plural. Sus insultos son descarnados y muchas veces chabacanos -nunca antes había habido un insultador similar-, pero si es por posicionamientos políticos, descalificar al medio país que no comparte las ideas oficialistas de novedoso no tiene nada. Es el molde que siguieron desde el siglo XIX las grandes fuerzas cuando llegaron al poder, empezando por el orden conservador. En eso Milei es menos disruptivo de lo que parece. Una lástima: ahí hacía falta -hace falta- disrupción. © La Nación
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