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¿De qué está hecha una época? Tal vez los habitantes de esta época, inmersos en sus pantallas y espejos virtuales, no puedan responder completamente qué la compone, pero dejan pistas: fragmentos de un mundo en el que lo personal se eleva al pedestal de lo absoluto. Qué difícil es ver y contar de qué está hecha una época. Sobre todo, si se la ve cursando la actualidad como un río, digamos el Rio de la Historia, a un ritmo cada vez más acelerado en busca, como siempre, de su ilusión de progreso autodestructivo. La Historia es un poquito cocainómana. Desea sucesos grandilocuentes para poder contarlos, y por lo general no tiene en cuenta los costos de su despliegue. Su avance no conoce la suspensión. Falopera vieja, va para adelante porque la misión de los humanos que la empujan es correr como locos el furgón de cola del tiempo y, si fuese posible, adelantarlo. Y el presente, para seguir con la comodísima metáfora del río, es el mirador desde el que lo vemos pasar llevando sus resplandores y su mugre. Está claro -para mí- que ayer estuve leyendo Los últimos días de Nostradamus (Neutrinos, 2022), de César Aira, donde se dice que en el pacto de Nostradamus con el Tiempo, basado en al intercambio de dones, se le exige a aquel que aprenda los “idiomas” de la Naturaleza y la Historia. Quién pudiera adelantar los resultados, milagrosos o catastróficos, del acontecer en curso. Digamos, saber antes. Por supuesto, el libro de Aira no es sobre esa astilla que extrapolo para conveniencia de esta columna de sensaciones. Es más bien una nueva entrega de su extensa cripto-autobiografía, y una prueba más de que lo suyo es el hechizo por vía del pensamiento entendido como una rama de la imaginación. Una imaginación pura (la especulación hecha poesía), en la que la gracia consiste en darle a las abstracciones un efecto irresistible de entretenimiento espontáneo, como si a través de una transparencia más prístina que el aire lo viéramos a Aira en su laboratorio mental, especulando en vivo para nosotros (a diferencia de Borges, que especulaba en diferido). Sin el talento de Nostradamus, no podemos saber de antemano a dónde estamos yendo a parar. Pero si lo tuviéramos y el futuro fuese nuestra materia, los lectores del presente, según la observación de Aira, no tendrían “dónde hincar el diente”. Por lo que solo queda la aspiración modesta de inventariar los espejismos de la época, algunos de ellos bastantes concretos, para intentar un acercamiento por deducción. Hay -quizás- en el fondo del presente un punto de confluencia de ciertas líneas que han venido extendiéndose desde orígenes cronológicos distintos. En la restauración literaria de esas líneas, podría decirse que cada una trajo su elemento. Una de esas líneas es la del discurso de autoayuda, cuyo primer huevo empolló el pioneer Samuel Smiles con su bodrio de 1859, Self-Help, eufemismo que oculta bajo su engañoso llamado a la salvación, los términos que le caben mejor: autoestima, y autoestimulación, un tipo de voluntad eufórica también conocida como manijazo. Desde entonces, esa sanata no ha parado de crecer al punto de que durante todo el siglo XX y las hilachas que van quedando del XXI encarna el género más vendido (29 de los 60 títulos de mayor salida hoy mismo, según el ranking de las librerías de cadena) y el que mayor tráfico de basura produce en el mundo a través de los libros, sea que los firmen George Gurdjieff, Jorge Bucay o Robert Kiyosaki. Otra línea, la tecnológica, fue avanzando a gran velocidad, realizando una mutación de características híbridas, al cabo de la cual nos encontramos con una prótesis, casi un injerto o un implante dígito-cerebral: el teléfono touch screen, que es ese aparato en el que ahora están leyendo esto como descerebrados. Como tercera línea merece referirse el stand up, insoportable teatro del yo y de las identificaciones del yo. Se dirá que no es un género tan popular respecto de otros que lo son más; pero que lo sea menos no le quita nada de su vanguardismo solipsista: alguien sube a un escenario y cuenta lo suyo “universal” para despertar en los otros un estado pleno de identificación, o de imitación. Un tipo de intercambio en estado de calamidad mental, glosado por Diego Capusotto en el sketch en el que un standuper describe un hecho banal de la vida cotidiana (“ponés la SUBE en el lector”, “vas a un baño público”, etc) y el público aulla: “¡Es tal cual!”. Ha de haber más líneas, seguramente, pero estas tres deberían contarse como aportes a ese punto de confluencia de la época en la que vemos crecer un neonarcisismo de características abisales. Neo o retro. Porque por más “moderno” que sea, en el sentido de novedoso, no deja de tributar a la idea centenaria de narcisismo primario. Digamos un narcicismo que se contenta sin la existencia de terceros. El narcisismo per se. Allí donde hubo un narcisismo de ofrenda, por llamarlo así, el narcisismo de hacerse amar por alguien, sea la amada, la madre, el perro o alguien que pasa por la esquina, arrecia en su lugar un narcisismo de amor propio en un mundo propio que empieza a deslizarse hacia una especie de psicosis “sana” porque todavía sigue siendo funcional. La mitología, incluyendo la bíblica, nos debe una lectura de ensamble de algunos de sus personajes. Vaya para esa deuda esta pregunta: ¿Qué onda Narciso con Onán? ¿Qué puentes semánticos los unen? Al margen de sus procedencias disímiles, y de las vueltas de tuerca que ajustan sus auras, el saber popular no ignora que, básicamente, Onán (que en la Biblia no es un pajero sino que no eyacula en la viuda de su hermano) es onanista, así como Narciso es narcisista en cualquiera de sus versiones: desde la atribuida a Caravaggio hasta la de James Whale, cuando lo lleva a Frankestein a mirarse en el lago (y verse lindo). Lo que deriva en otras dos preguntas, más técnicas, de alcance dramático: ¿Onán es narcisista? ¿Narciso es onanista? ¿Narciso es narcisista y onanista? ¿Onán es onanista y narcisista? Las respuestas son cuatro sí. Ambos héroes de la eternidad comparten el aprecio desmedido por lo propio, y llevan sus banderas a la victoria de esta época. Una victoria del yo, esa confusión de sí que despierta el amor de tanta gente por lo que cree que es. Un programa extremo de estas época podría ser el de un ciudadano consumidor que abandona su encierro enarbolando el discurso de autoayuda para poder ser él mismo (un “el mismo” fabril, igual a muchos otros), y lo hace solo porque amarse a sí mismo es mucho más conveniente y menos molesto que amar a otro; va al teatro a ver un stand up de ironías e incorreciones (o sea: “contestatario”; digamos: “disruptivo”) que festeja una y otra vez con la exclamación: “¡Tal cual!”, y termina la jornada de autoafirmación scrolleando a dos pulgares el mundo propio que metió en su teléfono, hasta que lo gane el sueño, en el que soñará que es único. Esta escena, más o menos imaginaria, que no parece política ni social sino más bien artística, en la que un hombre aparenta hacer de su vida una obra personal es, posiblemente, un grano de arena clonado de la playa en que vivimos. JJB/MF
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