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Adentrándose en la comprensión de los entresijos subyacentes a los atentados terroristas de Al Qaida en Estados Unidos el 11-S de 2001, Benedicto XVI identificaba dos factores que marcaban el ritmo de aceleración en el cambio de era de la humanidad al comienzo del tercer milenio: el primero, la formación de una sociedad mundial en la que los poderes políticos, económicos y culturales se ven cada vez más remitidos recíprocamente unos a otros; el segundo, el desarrollo de posibilidades para hacer y destruir, que supera con creces lo imaginable y plantea la cuestión del control legal y ético del poder. De la interdependencia y del descontrol del poder surge una tercera gran cuestión: la necesidad del reencuentro de culturas y religiones como matriz de un 'ethos' universal para ordenar el poder en un mundo interdependiente. Ratzinger dio forma a sus propuestas en la encíclica 'Caritas in veritate' (2009) y Bergoglio lo ha hecho en 'Fratelli tutti' (2020). Son textos imprescindibles. Hasta el presente esas pautas éticas no comparecen, porque las buenas propuestas son olímpicamente ignoradas. Tampoco disponemos de marcos legales suficientes para regular las relaciones internacionales y embridar los poderes tecnológicos y económicos/financieros. Mientras tanto los frentes de confrontación siguen creciendo y también los factores que favorecen una interdependencia mundial sin fraternidad. Está abierta la veda al abuso del poder para destruir e imponer, sea de modo autocrático (Putin, Maduro, Kim Jong-un, tres personajes en tres continentes, ejemplos de una larga lista); sea por métodos de base democrática transitando hacia un populismo que busca en la mixtificación del mercado un talismán que lo resuelva todo (Trump), o en un populismo donde la ideología se reduce a mantener el poder a toda costa (Sánchez). Con sus innegables diferencias, ambos políticos se han convertido en maestros de la polarización y la posverdad, y expertos en socavar las instituciones básicas de la democracia. El populismo trumpiano –de retórica libertaria e intervencionista para lo que le conviene– rechaza el carácter social de la justicia, por vulnerar las premisas de la sociedad libre. Intervenir políticamente a favor de la equidad es una gran injusticia, pues bloquea la libertad individual y pone trabas al desarrollo de las fuerzas humanas a favor del mejor funcionamiento de la sociedad. A este respecto, la justicia social es una noción fraudulenta y una ilusión perniciosa, que trata de meter en la 'gran sociedad' las prácticas de comportamiento y las actitudes propias de una sociedad tribal enfrentada a sí misma. Si hay algo a lo que se pueda llamar bien común no puede ser más que la confluencia de intereses individuales. Uno puede sentir deber moral de solidaridad altruista hacia los necesitados, pero, desde el punto de vista político-público, legítimo es dar vía libre al 'desprecio de los débiles'. Criminalizar a los inmigrantes y refugiados entra en esa lógica ruin que identifica como enemigos a seres indefensos, siembra miedos y cosecha votos. Lo siguiente será criminalizar a quienes los defienden y dictar incluso que la fe cristiana no tiene nada que ver con la justicia. Los populistas cristianos de unas y otras latitudes no dudan en denostar al Papa reinante cuando su enseñanza contradice sus soflamas. Benedicto no quiso asumir una lectura del conflicto mundial en clave civilizatoria (Huntington), sino apuntar al factor poder en sentido amplio, concediendo –como buen alemán– una enorme importancia al Derecho unido a la ética, y desde ésta –como gran pensador– a la antropología como clave interpretativa de la cuestión social. Para apreciar cómo conjuga los diversos factores, sirve su idea de las tres lógicas que necesita la economía para estar rectamente ordenada: la lógica del contrato para regular las relaciones de intercambio; la lógica de la política que provee leyes y formas de distribución justas, y la lógica del don sin contrapartida. La economía globalizada parece privilegiar la primera lógica, pero directa o indirectamente demuestra que necesita a las otras dos. Francisco asume de buen grado las profundas reflexiones de su antecesor, pero siempre aporta la interpelación de un señalamiento diáfano de los intereses subyacentes, tanto del abuso de poder político como del poder económico, enfatizando que, en todos esos malos usos, incluido el de la manipulación de la religión para la violencia, hay siempre intereses ocultos. Una idea que le acompaña a lo largo de su pontificado es la de que son tantas las situaciones de violencia a lo largo y ancho del interconectado mundo que estamos ante «una guerra mundial a pedazos». Casi nunca se olvida de decir que las guerras, los atentados o las persecuciones por motivos raciales o religiosos, y tantas afrentas contra la dignidad humana, se juzgan a conveniencia de los intereses de quienes tienen el poder. Así se pone en almoneda todo, también la verdad: «lo que es verdad cuando conviene a un poderoso deja de serlo cuando ya no le beneficia». El maestro de la sospecha jesuita hila fino al denunciar el avance galopante de un 'globalismo' que favorece la identidad de los más fuertes que se protegen a sí mismos, pero procura licuar las identidades de las regiones más débiles y pobres, haciéndolas así más vulnerables y dependientes. Asimismo, denuncia las reglas económicas eficaces para el crecimiento, pero ineficaces para el desarrollo humano integral: el aumento de la riqueza con inequidad genera 'nuevas pobrezas' que disparan formas miserables y crecientes de discriminación. A esto se vincula el descarte bajo diversas y dolorosas manifestaciones de grandes partes de la humanidad, sacrificables en beneficio de minorías que se creen dignas de vivir a lo grande. El análisis del pontífice americano advierte sobre un nuevo nihilismo que propende al vacío, al desarraigo y a la desconfianza, para construir todo desde cero. Así funcionan las ideologías de distintos colores que «destruyen –o deconstruyen– todo lo que sea diferente y de ese modo pueden reinar sin oposiciones». Perder la memoria y el sentido de la historia redunda en pérdida de la verdad, la justicia y el bien de un proyecto común. Un 'utilitarismo materialista' como punto de encuentro entre tecnocracia y relativismo individualista declara irrelevante lo que no sirve a los intereses inmediatos. Francisco transita en sus análisis y reflexiones de la dimensión personal a la comunitaria, y mira al trasfondo socioestructural desvelando perspectivas no fácilmente visibles. No se cansa de solicitar que para pensar un nuevo orden mundial es necesario desplazarse desde el 'centro' a la 'periferia', y dar voz a los pobres y descartados, porque la verdadera justicia social es la que posibilita la participación de todos en la vida de la comunidad. Desde luego, nada de eso interesa al populismo: sí le interesa amarrar el poder, aunque acarree la inhumanidad del desprecio/descarte de los débiles y arrase las instituciones que defienden la justicia. No queda otra que volver a lo básico e implorar la esperanza que no defrauda para conservar la cordura.
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